“MANGLARES DE TIEMPO”
De: Alberto Castrillón - Editorial: Letrame Grupo Editorial, 152 páginas, abril de 2023

El libro de Alberto Castrillón reúne veinticuatro cuentos, en los que se puede apreciar la versatilidad del autor, quien se pasea con facilidad por distintos temas, desde lo discretamente autobiográfico hasta lo fantástico, pasando por la política pedestre– pura y dura–, los amores juveniles y los amores imposibles, sin dejar de lado el futuro de la humanidad que se avizora espantoso.
A lo largo de sus páginas se asiste al desmoronamiento de los sueños juveniles, a la relectura de la tragedia griega, a la sordidez del alma de los dueños de los pobres, a la mirada inocente de los niños y a la visión cansada de los viejos, sin que falten a la cita algunas recetas gastronómicas que adoban algunos de los relatos.
Tienen la virtud de unir lo local y lo universal cuando, por ejemplo, una aldea perdida en las montañas de Los Andes o la selva amazónica se convierte en ventana para contemplar la República Romana, la España del Imperio, la de la República o la de la dictadura, o asomarse a la era de los dinosaurios o a la Irlanda irredenta.
El lector podrá sentir el peso agobiante de la vida en las grandes ciudades y también la vida bucólica, a veces falsamente bucólica, de los campos y veredas. La risa, la ironía, la indignación o la crítica a la sinrazón se presentan en uno u otro de los cuentos, y las más de las veces en un mismo relato.

El autor: Alberto Castrillón (1961), Licenciado en Historia y Filosofía, con especialidad en Historia Económica, es profesor en la Universidad Externado de Colombia. Actualmente es el editor de la prestigiosa Revista de Economía Institucional de la misma Universidad.

EL CUBA
Por: Alberto Castrillón
Al sur de Colombia, a unos ochenta kilómetros de la frontera con el país del Ecuador, se encuentra la ciudad de Pasto. Hace dos siglos, sus habitantes se mantuvieron leales a la monarquía española y se negaron a aceptar la Independencia, impuesta a las malas por las tropas venezolanas. De allí su condición de vecinos conservadores, católicos, y más o menos desafectos a la República de Bolívar, condición que conservan hasta hoy.
En esta ciudad existía, hasta hace unos treinta años, un restaurante frecuentado por universitarios pobres, campesinos de paso por la ciudad, secretarias, menestrales, taxistas y gente del común. Las dueñas, Mercedes y María, madre e hija, lo regentaban desde finales de los años cuarenta. Según cuenta María, empezaron con el restaurante en 1948, un mes después del Bogotazo, cuando el levantamiento popular, ocasionado por el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, dejó en ruinas el centro de la capital el 9 de abril.
Mercedes y María no fundaron el restaurante. Tampoco le pusieron el nombre, restaurante Cuba: se lo compraron a un ecuatoriano que ya estaba cansado con el negocio. Bajo la administración de Mercedes y María, el Cuba se convirtió en punto de referencia para los habitantes de la ciudad: al lado del Cuba, al frente del Cuba, cerca del Cuba. La ubicación del Cuba era inmejorable: a dos cuadras del edificio de la gobernación, a cuadra y media del colegio de la Compañía de Jesús, a tres cuadras de la estación de bomberos, a menos de trescientos metros de la plaza de mercado y a dos cuadras de la Facultad de Derecho. Además de los clientes habituales, todos los días, muy puntual llegaba el Loco Hueso; traía dos tarros oxidados de lata, uno para la sopa y otro para el seco. Más o menos furioso, solo recibía la ración diaria si era atendido por María. Un día, una empleada nueva que estaba sirviendo las mesas le quiso recibir los tarros. El barullo que se armó se recordaría por años entre quienes frecuentaban el restaurante. Los gritos del Loco Hueso, el llanto y la prisa de la empleada para escapar del comedor, el miedo de los comensales que no conocían al loco, se acabó en un santiamén tan pronto como María dejó el fogón y le recibió los tarros al peculiar comensal.
El menú era el más barato del centro de la ciudad. De lo más corriente: sopa de avena, sopa de cebada, sopa de plátano; arroz, papa, carne, a veces pollo, nunca pescado; jugo de guayaba, jugo de tomate de árbol, jugo de lulo. Sin embargo, los jueves era un día especial en el Cuba. Muy especial: desde tempranas horas, sin lluvia o con ella, se formaba una fila que casi siempre alcanzaba a tener una cuadra, con empujones, colados y alguna que otra discusión. Los jueves era el día de las empanadas de añejo y el champús.
Las empanadas de añejo se hacen con masa de maíz fermentada, carne de res y huevos duros cortados en trocitos, garbanzos, pimienta, perejil y cebolla finamente picados, manteca de cerdo y sal. El champús es una bebida refrescante, muy apetecida en el suroccidente colombiano y se elabora a base de piña, menta, clavo de olor, canela, harina de maíz, pulpas de lulo, agua y azúcar. Bocato di cardinale, decía un abogado calvo, de corbatín y tirantes, voz aflautada y algo petulante. Tal vez el cliente más distinguido o, mejor, inusual, del restaurante.
Mercedes y María eran católicas a la antigua, a machamartillo. Creían con fe de carbonero; con la fe del carbón de palo con el que cocinaban todos los días. Menuditas, envueltas en un pañolón negro, caminaban a toda prisa, con pasos corticos, fueran a donde fueran. María tenía una trenza negra que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Todos los días asistían a misa de cinco, todos los días rezaban el Rosario, todos los días hacían la novena a las almas del Purgatorio, a la Virgen del Carmen, al Divino Niño y unas cuantas más.
Las habitaciones privadas estaban llenas de imágenes de santos, estatuas pequeñas, devocionarios, un crucifijo grande. Parecía una sacristía de pueblo.
En el salón del comedor había dos vitrinas, enormes, una de las cuales tenía pequeñas muñecas de porcelana, cajas de música y bailarinas. La otra vitrina contenía una gran cantidad de búhos hechos de madera, de porcelana, de semillas de durazno, de jade, de barro, de lo que fuera. La colección provenía de varios países: era un obsequio de los fieles clientes del Cuba, quienes mostraban así gratitud para con Mercedes y María.
Año tras año, década a década, con el ritmo tedioso de las cosas que se dan por sabidas, el Cuba hizo parte del paisaje urbano de la ciudad y consolidó su clientela. En 1953 se dio el golpe de Estado del general Gustavo Rojas Pinilla. Ni siquiera fue un golpe de Estado, pues el general solo cumplió el encargo que le hicieron políticos liberales y conservadores. Es un golpe de opinión, dijo la prensa. Los mismos golpistas, cuatro años más tarde, decidieron que ya estaban hartos con el general y lo bajaron del poder. Hicieron otro pacto, lo llamaron Frente Nacional, un arreglo entre liberales y conservadores para repartirse el botín estatal durante los siguientes dieciséis años. El Cuba no tuvo problemas con las autoridades en los tiempos del golpe de opinión. Tampoco durante el Frente Nacional.
En 1964 se fundaron las FARC y otros grupos insurgentes, en parte como respuesta al pacto de élites del Frente Nacional.
Con la llegada de los años setenta, en casi toda la América Latina, se dieron golpes de Estado, dictaduras militares, guerrillas marxistas y luchas sociales.
La respuesta de las élites a la movilización política, escasa por cierto en Colombia, fue la llamada Seguridad Nacional. Durante esa década ominosa, a los ojos de militares y políticos, los ciudadanos del subcontinente se convirtieron en amenaza para la seguridad del Estado.
Así fue como, a finales de la década, el restaurante de Mercedes y María fue objeto de interés para la inteligencia militar. No solo por lo que sigue de esta historia, sino por otros sucesos semejantes que pasaron en otras ciudades, es difícil entender por qué se llama inteligencia a la función de recolectar, procesar y analizar información por parte del ejército colombiano.
—¿Cómo es posible que un restaurante se llame así, Cuba, con tanto descaro? —dicen que preguntó a voz en cuello un coronel del batallón de la ciudad—. ¿Es un restaurante en donde almuerzan estudiantes, o es la sede en donde los comunistas organizan la revolución? —siguió.
Días después, el pequeño restaurante-sacristía fue allanado por un comando especial del ejército, conformado por un capitán y diez soldados. Los bultos de carbón de palo fueron vaciados y esparcidos por todo el lugar; lo mismo pasó con los bultos de papa, las ollas, las camas, los colchones, los santos y los devocionarios, las porcelanas y los búhos. Los explosivos no aparecieron.
Como es costumbre en los restaurantes populares, los restos de comida de cada día se almacenaban en grandes canecas de plástico en la parte más alejada del patio. Se conoce con el nombre de lavaza y se usa para alimentar a los cerdos. Un hombre gordo recogía las canecas todos los viernes, tanto en el Cuba como en otros restaurantes.
La mesnada se sumergió entre las canecas de desperdicios buscando los fusiles de la revolución. Ni siquiera el apestoso olor de la comida en descomposición desalentó a los soldados de cumplir el deber de luchar contra los enemigos de la patria.
Era jueves: el contenido de dos ollas gigantescas de champús, junto con cientos de empanadas de añejo, llenaba el piso del comedor. Después de que los comandos pusieron contra la pared a los clientes, empellones, insultos y patadas incluidos, a gritos solicitaron la presencia de los dueños: Mercedes y María, acojonadas por el miedo, envueltas en su pañolón negro, balbucieron unas inaudibles palabras. El capitán quedó pasmado. En silencio. Después de unos segundos interminables esbozó una sonrisa. Luego, conteniendo una carcajada, le sugirió a Mercedes y María que, para evitar malos entendidos en el futuro, le cambiaran el nombre al restaurante. No le hicieron caso: el Cuba cerró sus puertas con la muerte de Mercedes y los achaques de María, producto de varias décadas respirando el humo de las hornillas de carbón. Para ser marciales, el Cuba murió con las botas puestas.
Hoy, María, casi centenaria, sin restaurante y postrada en una cama, casi ciega, es visitada a diario por sus hijos, nietos y uno que otro de sus antiguos clientes. El Loco Hueso, el hombre de la lavaza y el abogado del corbatín, los más cercanos a Mercedes y María, murieron hace años.
María no olvida nada. Sin parar, todavía reza novenas y recuerda historias del restaurante. Cuenta anécdotas del abogado calvo, del hombre gordo de la lavaza, del barullo que armó el Loco Hueso, de las filas de los jueves. Sonríe. También relata con minucia, sin omitir detalle, el operativo del comando del ejército buscando los explosivos y las armas de la subversión: ríe a carcajadas.
