LA POLA, “EL QUITEÑO”, LA POLA IPIALEÑA
ELEGIA DE VARONES ILUSTRES DE LA VILLAVICIOSA DE IPIALES (5)
Por:
Jorge Luis Piedrahíta Pazmiño

El monumento erigido a Apolonia Salavarrieta en nuestra ciudad de Ipiales en 1917 y que fue el primero que se fabricó a una mujer en Colombia, es más que una significativa coincidencia pues que un ipialeño fue uno de sus conmilitones en la férvida lucha en contra de la tiránica y vengativa corona española. La autoría intelectual del homenaje parece ser de la Sociedad El Carácter de reciente fundación en 1913, pero la talla es del reputado gualmataneño Julio César Benavides Chamorro, ejecutor de muchas otras primosuras, y no sólo en escultura.
En el frontispicio del templo de La Veracruz (acá en Bogotá) y en el costado suroccidental de la Plaza de Bolívar –para ese entonces Plaza de la Constitución- yacen clavadas las placas alusivas al fusilamiento que sufrieron La Pola, su novio el poeta José María Arcos (y no el alférez Alejo Zabaraín, como figura en la serie televisiva y en casi toda la narrativa), Rafael Cuervo, el conde Pedro Felipe Valencia, Manuel Salvador Díaz, Esteban Manrufo y nuestro olvidado pero no por ello menos heroico paisano el subteniente Francisco Arellano Sandoval, quien participó protagónica y trágicamente de la primera república.
Habían sido hechos prisioneros ya caídos en el combate de La Plata, inclusive con José Hilario López futuro presidente; atados a la misma cuerda de presos. Todos enrolados en el ejército precursor de Antonio Nariño que avanzaba invencible en Calibío y Tacines pero que víctima de felonía, fue detenido por los pastusos el 10 de mayo de 1814. A partir de la derrota en los ejidos de Pasto los lugartenientes del Precursor huyeron hacia el páramo de Guanacas y allá fueron arrollados por la reconquista española. Todos fueron quintados en Popayán e indultados. Con ellos, José María Espinosa, el celebrado acuarelista y abanderado. Los llamaban los revenants, hombres que habían regresado de la muerte.
Espinosa llevó al óleo la preciosa silueta de La Pola que ha llegado hasta nuestros días, lo mismo que la del Libertador que entrambos posaron para el retratista (Por lo que la desconcertante iconografía que inventó Hugo Chaves es un despropósito).
Esta era una nueva tentativa en la desgarradora crónica de la independencia. Todos estaban detenidos ya en Santafé, a la espera de la patibularia decisión de Pablo Morillo. Aun así, fraguaban con Apolonia o Pola junto a los hermanos Almeydas, la fuga hacia los llanos de Casanare en donde se estacionó el ejército libertador, en ese momento a órdenes de Santander.
Pedro Badrán Padauí, (Magangué, 1960) en su novela histórica sobre la lucha y martirio de esta generación escarlata describe la angustiosa faena guerrillera de Policarpa Salavarrieta, José María Arcos, Alejo Zabaraín, Manuel Salvador Díaz, Esteban Manrufo, FRANCISCO ARELLANO SANDOVAL, que aparece como el “quiteño” (p. 105, 120, 108, 129, 148, 152, 179, 193, 204, 206,228, 233, 278, 297,326,340,349,367
Figura también un Aureliano Iglesias –pastuso- que es el investigador y delator, inclusive enamorado también de La Pola.
Desfila Domingo Caicedo, 13 veces encargado de la presidencia, primo de José Hilario, yerno del Oidor Juan Jurado, hermano de Eusebia viuda de Valencia, madre de María Ignacia, ella sí novia de Zabaraín. Aparece Custodio García Rovira, único presidente fusilado en ejercicio.
Desfila Bolívar, que fue más bárbaro con Santa Fe que con Pasto (en noviembre de 1814), 36, 37, 75, 78, 79, 146.
Nariño, 10 de mayo de 1814, preso en los potreros de Pasto, 50, 92, 157. El autor es inexacto al hablar de los indios pastos, p. 51, 159, “fervorosos partidarios del rey”, p.54, dislate en el que incurren casi todos los historiadores y estadistas, que confunden a los Quillasingas con los pastos.
Se relata la campaña libertaria de Gregoria o Apolonia o La Pola junto a los Almeydas y a nuestro protomártir.
Página 204: “Desde la butaca, en el otro extremo de la sala, el alférez pareció implorarle que mantuviera la jeta cerrada. Apolonia levantó la vista y encontró a otro joven que venía hacia ella. Era Francisco Arellano, quiteño aindiado que según las consejas había garzoneado sin éxito a una de las hijas del oidor”.
Repárese en Policarpa o Apolonia Salavarrieta, la temperamental joven que simpatizó tempranamente con la revolución. En épocas de Pablo Morillo, auto llamado “el pacificador”, la Pola se convirtió en enlace con los guerrilleros casanareños que lideraba Ramón Nonato Pérez. Los sicarios de la monarquía la descubrieron, detuvieron y condenaron a muerte. Que la sufrió estoicamente con el ipialeño Francisco Arellano Sandoval y otros guerrilleros.
“El Diario” de José Marìa Caballero registra: “1817. Noviembre. A 10, le hicieron consejo de guerra a La Pola y a quince de sus compañeros, por un plan que dicen había hecho para mandar a los Llanos, donde los patriotas. Era esta muchacha muy despercudida, arrogante y de bellos procederes, y sobre todo muy patriota; buena moza, bien parecida y de buenas prendas. Salió en medio de los demás presos, sus compañeros. Iba en camisón de zaraza azul, mantilla de paño azul y sombrero cubano. Fue el consejo donde el comandante Tolrá.
“A 14, decapitaron a esta ilustre joven, con sus dignos compañeros, en la plaza, y sentada en el banquillo, dijo: “Que cerca estaban quienes vengarían su muerte”, y un oficial le fue a dar un vaso de vino y dijo: “Que no lo tomaba de manos de un tirano”; y al pueblo dijo: “¡Pueblo de Santafé! ¿Cómo permitís que muera una paisana vuestra e inocente?”. Y después dijo: “Muero por defender los derechos de mi patria”. Y exclamando al cielo, dijo: “¡Dios eterno, ved esta injusticia!” . Dijo y exclamó otras cosas dignas de eterna memoria. Así murió con seis crueles balazos. ¡Dios haya tenido misericordia de su alma!
“¡Así se cumplen los indultos generales, despedazando cruelmente el pecho tierno de esta heroína, de esta mártir de la patria, de esta constante e incomparable mujer! Y dicen que en la prisión le dijeron que negase y se desdijese y la perdonarían, y respondió que de ningún modo se desdecía, y que siempre libre o presa había de buscar modos para la libertad de su patria. ¡Gran constancia! ¡Qué ejemplo para todo patriota!” (José María Caballero, autor del Diario, santafereño, picaresco cronista a lo Rodríguez Freyle, soldado de Nariño en la época de la Patria Boba, peleó contra Baraya y Santander en el ataque de éstos, del 9 de enero de 1813 a Santafé)
Nacida en Guaduas, quedó de ella su despedida que la selló con aquella frase lapidaria ésta heroína de 21 años: “… aunque mujer y joven me sobra valor para la muerte y mil muertes más, y no olvidéis este ejemplo”.
Ejemplo que ciertamente no olvidó un lustro después nuestra ninfa Antonia Josefina Obando Murillo, que era de su misma estirpe y que murió fusilada por los secuaces de Boves, Agustín Agualongo y Merchancano. Fue su tarea camuflarse como costurera de las mujeres de clase alta para llevar nombres, lugares, información útil a las guerrillas; su origen foráneo le daba la ventaja de ser desconocida por mucha gente acomodada de la Bogotá de entonces, lo que favorecería su arriesgado quehacer. Novelistas, escritores e investigadores han querido dar fe de la vida de la heroína, de quien pocos materiales historiográficos se poseen. Aun así, después de su muerte en cadalso fue noble arrebato de muchas mujeres para sumergirse en el turbión independentista.
Fueron temerarios y audaces los tiempos de la sedición; deponer la corona española de América generó solidaridades que no ha podido borrar la narrativa reaccionaria; enhiestos nativos que renunciaban a la coyunda, mujeres en los tinglados patibularios que renunciaban la vida en el torbellino revolucionario. Es “La Pola” encarnación de rebeldía que se ganó la venia entre las chusmas patriotas. Es, quizá, la representación manifiesta de mujeres mitológicas que lucharon con denuedo y patriotismo.
Y es que el aporte femenino al martirologio fue decisivo y cuantioso. Son innumerables las heroínas que a lo largo y ancho de la Nueva Granada acometieron aguerridos y cruentos actos de rebeldía.
Mártires y heroínas fueron también Florentina Salas, Carmen Serrano, Mercedes Abrego, Antonia Santos, Micaela Nieto, Ignacia Medina, Marta Tello, Mercedes Loaiza, Viviana Talero, Leonarda Carreño, Marìa Aucú en Guaitarilla y las milicianas ipialeñas Gabriela Aux, María Chacón y Casimira Flórez que, en Funes, 1809, cayeron. Amén de María Ascuntar, de familia cacical que en esa misma época resistió heroicamente para no delatar el escondite de los patriotas en la sangrienta escaramuza de ese mismo año en Túquerres o las heroínas pastusas Dominga Burbano, Luisa Góngora, Andrea Velasco, Domitila Sarasti que fueron sacrificadas en 1812 en Pasto por favorecer la causa patriota de Caicedo y Macaulay. Para no hablar de las 600 indignadas mujeres que el 13 de agosto de 1810 arrastraron a la cárcel del “Divorcio” a la Virreina. (Los gringos, tan vigilantes y sabuesos, siguen averiguando por qué en la historia de Colombia hay tanta heroína…)
En las jornadas sísmicas madrileñas antinapoleónicas hubo también una muchacha de quince años, costurera, Manuela Malasaña, heroína del 2 de mayo de 1808.
Irrumpió la América mestiza con divisa femenina; brotaron las nuevas patrias, se impuso el pendiente de luchar por la emancipación y la libertad y la república. Estas Polas, radiantes e impulsivas tipifican la más genuina catadura de reciedumbre y vibrante nacionalidad.
Aquella generación rindió su incansable y nerviosa lucha como vimos, el viernes 14 de noviembre de 1817. Irónica y fatalmente uno de los carabineros que apuntaron y dispararon en la Plaza Mayor en contra de aquellos desgraciados patriotas fue su antiguo camarada José Hilario López, controvertido igualmente en otros episodios tristes de nuestra historia, no olvidemos su sibilina participación en el crimen del Mariscal Sucre, que ha narrado desparpajadamente Vargas Linares en “El Mariscal que vivió de prisa”.
El Oidor Juan Jurado que fue vehemente defensor de la ley española no permitía que los “paisanos” fueran juzgados y condenados por la justicia militar, es decir in continente, por el sombrío gobernador Juan Sámano o por Tolrá como dice el autor del “Diario”. El funcionario reclamaba los expedientes para sustanciarlos en la Real Audiencia.
Pero no sólo aquella generación. También, fue trágica, por ejemplo, la de 1872-1900, baluarte de la revolución educativa promovida por los radicales y que fue tan costosa en sangre y se prolongó en la llamada de los mil días y que en nuestra ciudad fueron cruelmente tres días de ignominia y humillación, combates de Males, Cascajal, Totoral y Rio Bobo todos desastrosos por la bisoñería de los milicianos liberales.
En la cultura de los Pastos, la mujer indígena era privilegiada con el apellido materno, el de la familia extensa o ayllu. Tradición que impusieron en el mestizaje con el europeo ya que así lo había determinado el incario. Fue reconocido el aporte de la lucha femenina solidaria con la sublevación de Gonzalo Pizarro en contra de la corona. Las mujeres pastos (de Ipiales y del Carchi-Ecuador) dejaron su rastro en 1765 en las sublevaciones populares en contra de la Real Audiencia de Quito, impugnando valerosamente las alcabalas.
Cuando se define una Junta de Gobierno en Ipiales en 1810, de las primeras voceras del turbión Independentista, las mujeres desafían la fronda ipialeña – tuquerreña que las sometía nuevamente a la exclusión, represión y sojuzgamiento. Reeditó por ello sus roles de espía, ranchera, lavandera, enfermera, juana, miliciana, conmilitona de los ejércitos y coadjuntora de las decisiones castrenses y políticas.
Luego de su victoria militar y diplomática del primer semestre de 1822 ante las autoridades pastusas realistas, Bolívar impone la terminación de la guerra en el sur colombiano como antesala a las guerras finales hacia Quito y Lima y Ayacucho.
Para entender el crimen en contra de nuestra ninfa Antonia Josefina Obando se precisa decir que a partir de aquellas capitulaciones de Berruecos –por lo de Bomboná y Pichincha- el Libertador comienza su estratagema conciliadora con los factores reales del poder pastuso. Seduce exitosamente al episcopado y al cabildo comprometiéndose lealmente a respetarles sus privilegios y canonjías. De suyo el notablato rindió sus armas ante el nuevo dispensador del poder político.
No así los indios y demás sectores populares que disintieron de inmediato y produjeron la primera sublevación el 28 de octubre de 1822 comandada por el coronel español Benito Boves que para la defensa republicana fue imposible repeler. Pero no olvidó cortejar a los indios suspendiendo el cobro de la alcabala y trasladándoselo a las clases acaudaladas. Tenía claro el valor estratégico de la confrontación de clases en una sociedad polarizada como la pastusa.
La provincia de los Pastos, “tradicional refugio de patriotas” -como lo reconoció el decano de los historiadores José Manuel Restrepo, así como también Arturo Uslar Pietri en su biografía de Simón Rodríguez- fue devastada por los realistas: todos los hombres útiles para las armas fueron reclutados, se recogieron cuantas armas se pudo conseguir, y otros varios efectos de valor que pasaron al lado septentrional del Guáitara” (Jose Manuel Restrepo, Historia de la Revolución, Tomo IV, p. 419)
La ipialeña Antonia Josefina, hija de Nicolás Obando del Castillo y de Antonia Murillo, sobrina de Marta Murillo y Escobar, esposa del acaudalado pupialeño Francisco Proaño y Belalcázar, padres de los 7 hermanos Belalcázar Murillo, fusilados, en 1814, por nariñistas o patriotas. Antonia Josefina fue sobrina de Juan Luis Obando, padre adoptivo del futuro general y presidente José Marìa Obando, primo hermano que debió conocer y reconocer porque don Juan Luis crio y educó al futuro caudillo tanto en Pasto como en Ipiales y en Quito
Ya en los primeros días de noviembre de 1822, desde su cuartel en Túquerres, el teniente Coronel Benito Boves, venezolano, sobrino del tristemente célebre José Tomás, envía una improvisada patrulla campesina, recogida en los resguardos indígenas de Jenoy y Catambuco (Pasto) a saquear a Ipiales y a Tulcán por su republicanismo y al mando de Agualongo y Eusebio Mejía, tulcanense.
Se quemaron varias casas y se mataron civiles incluyendo mujeres y niños, apresada Josefina Obando. A la fuerza fue llevada hacia los pueblos cercanos para mostrar el supuesto poderío de la insurrección rural que había desatado Benito Boves y las cuadrillas chapetonas que lo seguían como si fuera un profeta vengador.
Y la fusilaron, en aquel mes, en la capilla de “la Escala”, a la “Pola Salavarrieta” de los ipialeños, a la ninfa Antonia Josefina Obando Morillo, que cinco meses antes había uncido con una corona de laurel las sienes venerables del Libertador que había triunfado en Bomboná. Aquel día inolvidable (el 12 de junio) Ana Josefina Obando Morillo, que así se llamaba la audaz provinciana, compartió con el héroe una góndola sobre las apacibles aguas de nuestra laguna ancestral, y en sus orillas se apretujó la muchedumbre emocionada que saludaba también la presencia del capitán vencedor de mil batallas mitológicas. La pequeña tropa femenil, todas de blanco hasta los pies vestidas, coronan al general con rosas y laureles, y riegan con flores el camino por donde el mito redivivo va pasando. La música, los vivas y los fuegos artificiales estallaban por toda la comarca enajenada. Con seguridad entonaron romanzas patrióticas y portaron las insignias que identificaban a los triunfadores.
Aquel inusitado arrobamiento del pueblo ipialeño le fue cobrado a supremo precio a la atrevida ninfa por los tenaces y confusos realistas que a órdenes de Boves y de Agualongo la fusilaron en la capilla de La Escala, cuando arreciaba la guerrilla monárquica.
Furioso y desencantado Bolívar dijo que eran “la cólera del cielo vomitando rayos contra la Patria”.
Hasta fin de año duró la reacia y desgarradora ocupación realista. Vino la respuesta patriota, Sucre-Santander-Córdoba y la navidad nefanda. Pero la resistencia realista hizo metástasis con Agustín Agualongo que logró levantar nuevamente una milicia de indios y mestizos aliados con los patianos, y asestar golpes al ejército ahora encabezado por el proteico Juan José Flórez.
Esta fue la segunda época de la participación indígena en las luchas contraindependentistas. Su balance es deplorable en tanto como toda guerra dejó sangre, dolor y lágrimas. Quizás desde un punto de vista lúdico pueda decirse que porfiaron por perpetuar su lealtad a la incógnita monarquía, mantener sus tierras comunales, cofradías, ritos, fiestas religiosas, usos y costumbres ancestrales.
El profesor Jairo Gutiérrez Ramos a quien venimos siguiendo muy de cerca en su muy instructiva investigación sobre la conducta realista de los pastusos señala reivindicadoramente cómo uno de sus determinantes, la notoria inestabilidad social desde los tiempos mismos del imperio del sol y su mayestática presencia en los Andes surcolombianos. Luego la atropellada invasión ibérica, la implacable despersonalización colonial, la fiscalista política borbónica y finalmente la desconcertante, por lo atrabiliaria, neo república.
“Bien pudo rondar en el ánimo de muchos pastusos –enseña el gran historiador y político pastuso Alberto Montezuma Hurtado, en “Nariño, Tierra y Espíritu”, p. 164- el desgano que suele seguir a las desilusiones, pero los indígenas, las grandes peonadas de las antiguas encomiendas no escuchaban otra voz que la de los grandes propietarios, no respondían sino al poder de las posiciones mentales de sus amos cuando éstos se alborotaron con la noticia de que el propio Bolívar venía”.
Esta masacre se había abierto con broche escarlata con el fusilamiento de los hermanos Belalcázar, en la pared de la ermita de San Joaquín y de Santa Ana en Ipiales; y continuó con la vil ejecución pública de la matrona Antonia Josefina Obando Morillo en noviembre de 1822, por el realista Eusebio Mejía.
“Este fue el asesinato colectivo en la época de la independencia más grande e inhumano que recuerde la historia de Colombia, dada su premeditada crueldad y teniendo en cuenta el reducido número de habitantes de la subregión afectada, más concretamente de Ipiales y Tulcán. Soldados y mercenarios realistas obraron, con premeditación y fases repentinas de terror, en la liquidación selectiva de dirigentes y adultos de las comunidades indígenas, de mestizos que fueron delatados y de algunos habitantes urbanos que alcanzaron a huir hacia las montañas vecinas”, termina diciendo Armando Oviedo.
¡¡¡Y de esta masacre sí que los historiadores no se recuerdan!!!
Bolívar siguió, pues, a Quito, a donde arribó el 16 de junio y entonces fue cuando conoció a su nueva diosa coronada (Manuelita Sáenz), coincidencia o cita que ya no dio reposo a su corazón arrebatado y errabundo…Y con ella regresó a Ipiales y a Pasto el abrumado Libertador. Entre otras cosas, si Bolívar no pasó por Ipiales, es imposible el mito de Josefina Obando. No se ha rastreado su firma en Ipiales y eso hace tambalear su pernoctancia. Ni siquiera una piedra conmemorativa o una talla alusiva. La única carta autógrafa contemporánea dada en Ipiales, es la del Obispo Jiménez de Enciso, del 26 de abril (1822), quien andaba muy penitencioso por toda su Diócesis en vísperas de la reconciliación con Bolívar.
El año nuevo siguiente (1823) fue pavoroso para pastusos (de Pasto) y para patriotas si se tiene en cuenta que la conducta contumaz del ejército de Benito Boves y Agualongo en contra de los patriotas ponía en peligro el proceso mismo de la Independencia.
Hablando de estatuas y monumentos, junto a La Pola en la plaza de Ipiales en adyacente bronce o por lo menos yeso, debería reposar nuestro protomártir Francisco Arellano Sandoval, de la estirpe de los indóciles y bravos pastos. En las celebraciones del centenario del Libertador en 1930, el Concejo Municipal en Acuerdo sancionado por el Alcalde Joaquín Revelo decretó “a las 6 p.m. se inaugurará la PLAZA BOLIVAR, en la carrera de “La Victoria” (y) por decreto presidencial se colocará la primera piedra del monumento al Libertador. Para la compra del inmueble se asignan $ 1.000”.
La devoción y el talante independentista, democrático y bolivariano de Ipiales impondría la tarea de obedecer el Acuerdo Municipal aun cuando sea cien años después y construir una gran Plaza o Parque en su homenaje (no un huerto vergonzante). Lo tiene Santander (claro por equivocación) que nunca vino a Ipiales (ni siquiera a Cali) y no lo tiene Bolívar que nos visitó dos veces -por lo menos- con pernoctada y brindis.
En 1940, con motivo del centenario de la muerte de Santander –el implacable enemigo de Nariño y de Bolívar- el gobierno de Eduardo Santos ordenó la confección de centenares de estatuas para todas las municipalidades en homenaje al cucuteño. Por error de kilometraje la que correspondía a Pasto llegó a Ipiales y tuvo que improvisarse una plazoleta para su ubicación. El historiador ipialeño Mauricio Chaves Bustos rastrea que el gobierno nacional, mediante la ley 14 de 1939 honra la memoria del hombre de las leyes, estipulando en el artículo 4º: “En las Capitales de las Intendencias Nacionales y las Comisarías Especiales, en campo de la batalla de Boyacá, en el puerto de Buenaventura y en Ipiales, se colocarán sendas estatuas del General Santander”, de tal manera que en 1940 es ubicada la estatua de Santander en Ipiales, tomando el parque dicho nombre.

