Por:
Graciela Sánchez Narváez

Con este artículo doy respuesta al lector que solicita mi opinión sobre el perfil de “El Cóndor”, como era apodado el personaje central de la novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal “Cóndores no entierran todos los días”. Para este efecto y una mejor comprensión, debo referirme a unos justos antecedentes.
El 27 de agosto de este año se cumplieron cincuenta años de la publicación de esta importante obra, considerada por algunos críticos como un texto literario clásico de Colombia e Iberoamérica. Fueron muchos los ensayos y los artículos que se escribieron con este motivo. En ellos se comentó sobre el autor y su obra, no sólo desde el punto de vista estético-literario, sino también desde el histórico y geopolítico. Y es que hay razones suficientes para esto, ya que ella ha trascendido el plano local para constituirse en un referente universal, por lo cual continuará por siempre “dando qué decir” sobre sus inagotables sentidos.
Al respecto, Vicente Pérez Silva, escritor nariñense, ha escrito una carta a Gardeazábal, publicada en la Revista Testimonio de Nariño, donde se trata sencillamente de la justa respuesta al afecto de este autor por nuestro pueblo y su entorno inspirador. Su Oda a Pasto, escrita en la parte inicial de la última y magnífica edición de esta novela, es la ratificación de este aprecio, al cumplir el cincuentenario de su publicación. Cada una de sus palabras nos conmueve y nos hace sentir orgullosos, pues, en mi caso, aunque no fui su estudiante, lo conocí a través de la lectura de su obra y por los comentarios que de él hacían mis amigos, que sí lo fueron. Ellos lo recuerdan como un ser humano inteligente, cálido, honesto y un incomparable escritor.
Conceptos universales como “la lucha por el recuerdo para no repetir los hechos violentos”, es algo que comprende la intencionalidad literaria de esta obra, de manera que, más allá, y en contra de aquellos que sustentan la orientación de la vida anulando el “pasado” y el “futuro” para ubicarse sólo en un “presente” práctico y tangible, considero que sólo somos eso: “voces y recuerdos”. El olvido de un pasado es la anulación de una existencia que tiene que ver con ese tejido que nos construye y nos constituye. Sobre el futuro, pienso que, aunque indiscutiblemente es incierto, allí descansan nuestros sueños y aspiraciones, pues es parte de esa utopía existencial que nos sostiene vivos. El “presente” se constituye a partir de estos dos momentos. Cuando Gustavo Álvarez Gardeazábal comenta cómo en “Cóndores no entierran todos los días”, el pasado no es otra cosa que la recreación de la realidad que le recuerda la “vivencia infernal” de su infancia en las calles de Tuluá”, está convencido de la intención de esta obra en su posibilidad de evitar las repeticiones de dolor y de sufrimiento que cualquier ser humano puede vivir a causa de la violencia.
También yo estoy convencida de que quien lea esta obra se trasladará a su propio pueblo y encontrará, no solo el reflejo de la realidad y del ambiente que nos pinta la novela, sino la evocación de personajes y lugares, en el proceso de “elegir sus a sus candidatos” desde los dos únicos partidos que existían en aquellas décadas. He recordado, además, las escenas comentadas por mis padres sobre cómo, avanzada la noche, también en sigilo, los conservadores se levantaban a pegar los afiches de publicidad de su candidato, momento que esperaban y aprovechaban los liberales para sobreponer los carteles del suyo, un acto violento que desataba los peores sentimientos de agresión.
La plaza, el atrio de la iglesia, las calles por lo general silenciosas, se transformaban en lugares propicios para las charlas sigilosas y para las reuniones entre los líderes y los habitantes, especialmente quienes tenían poder económico y político dentro de sus pueblos. En mi pueblo hubo también personas como Doña Gertrudis, como el párroco, como el médico, incluso como el “Cóndor”, que defendía al conservatismo con su vida. La comunidad rural de mi pueblo también fue atacada, como lo referían los relatos contados por los mayores, quienes narraban toda una historia de muertos y heridos que eran bajados en “chacanas” hasta la plaza del pueblo, comentando que fueron asesinados por los pájaros, cuyos crímenes se reconocían porque las víctimas tenían la marca de las heridas corto punzantes en el cuello.
Es por estas reminiscencias dolorosas que esta novela se ha constituido en un texto clásico de la Literatura Colombiana, pues retrata la época aciaga de la violencia en la década de los años cincuenta del siglo pasado. Álvarez Gardeazábal logra estructurar un relato con fuerza estética y narrativa para despertar con ella el interés del lector. Fue Tuluá, su ciudad natal, el escenario de los hechos violentos narrados, pero este municipio adquiere todas las características para constituirse, no sólo en “reflejo” de lo que le ocurría a Colombia, sino en el lugar de origen de un típico líder defensor de una ideología nacional.
Pero ¿Quién era realmente el Cóndor? Es la inquietud de mi lector. Fue un hombre nacido en Tuluá en 1899, con arraigados valores religiosos y patriarcales, con una ideología política radical frente a la militancia y al cumplimiento de la doctrina del partido conservador, lo cual lo hacía muy exigente. Se trataba de lo que se puede llamar aparentemente “un hombre de bien”, un campesino vendedor de quesos, más tarde fundador y líder del grupo conservador llamado “Los pájaros”, responsable, según la historia, de la muerte de más de cuatro mil liberales.
Según la obra, su sobrenombre se lo debe a doña Gertrudis, quien siendo la dama más influyente y respetable de Tuluá, cuando le informaron que León María Lozano era el líder de los pájaros, dijo: “no; ese no es un pájaro cualquiera, ese es un Cóndor”. Si se mide por los valores que, tanto en la novela como en la película tiene este personaje, diremos que su personalidad responde a la de un campesino bueno y cumplidor de las leyes de Dios que, en ese entonces eran las características del hombre virtuoso, la persona de bien, porque luchaba por la justicia y cumplía a cabalidad con los deberes morales y cristianos. Por eso es asiduo asistente a la misa del domingo. Pero muy poco después de haber creado en Tuluá su grupo clandestino en defensa del conservatismo, una orden suya era suficiente para ejecutar la muerte de la persona que él ordenara. Al siguiente día, el cadáver aparecía en las calles de la ciudad, señalado con la cédula electoral liberal que era colocada en su bolsillo.
Considero que esta magnífica obra, que básicamente es el texto de la película del mismo título, es especialmente innovadora por cuanto le imprime al “Cóndor” el carácter del “jefe”, con todas las cualidades de un buen hombre que poco a poco, y en la clandestinidad, se va convirtiendo en el más temido asesino. Por mucho tiempo los aterrorizados habitantes de Tuluá desconocían el origen de tanta masacre, pues “El Cóndor” aparecía como un ciudadano más; sólo sabían que la violencia era contra los liberales, porque quienes morían eran de este partido. Con la subida a la presidencia de Laureano Gómez se conformó el escuadrón de “Los pájaros” en 1953. Era un escuadrón de la muerte, algo similar a los “Chulavitas”, que funcionaban en el altiplano Cundiboyacense, y cuyo objetivo era intimidar y desplazar a los campesinos liberales de la región.
“El Cóndor” conforma su escuadrón únicamente con tres hombres que operan sutilmente, sin evidenciar directamente el conflicto y tampoco el rol del Cóndor. Creo que estas ausencias y estos silencios son los que permiten al lector del libro y al espectador de la película, reescribir su parte, interpretar la anécdota y relacionarla con este Cóndor, que puede ser en la historia la representación de la ilegalidad pagada por personajes poderosos y hasta por el mismo estado. Permite por lo tanto esta novela una importante revisión crítica del origen de la violencia en Colombia en los años cincuenta.
De esta manera reitero que la importancia de “Cóndores no entierran todos los días” radica en su intencionalidad, como lo explica su mismo autor: “recordar para no volver a cometer estos mismos hechos”. Marca además una nueva ruta para la narrativa nacional desde el realismo crítico.
La película, que es una buena adaptación de la obra de Gardeazábal, fiel a la novela, con la dirección de Fernando Norden, tuvo gran aceptación e impacto en el público. En ella, se logró destacar la personalidad de León María Lozano, alias “el Cóndor”. Sus hombres asesinaban a la gente con un tiro en la nuca y los marcaban con armas corto punzantes, para luego abandonar los cadáveres en las calles de Tuluá. En el filme se destaca el frustrado funeral anticipado del Cóndor, que ocurre cuando alguien del pueblo envía como regalo unos alimentos para él y su familia. Todos enferman gravemente, pero especialmente el Cóndor. Lo asisten el médico y el sacerdote que han sido siempre sus amigos, entonces, se corre la voz sobre su falso fallecimiento, que sus opositores festejan frente a su casa, sin saber que lograría recuperarse. Los cohetes y la fiesta la pagan muy caro los habitantes liberales de Tuluá, pues doscientas personas fueron asesinadas después de la fiesta.
La película se estrenó en 1984 y se convirtió en una de las obras icónicas del cine colombiano; se estrenó como una de las recreaciones audiovisuales más importante de la historia de nuestro país.
Para finalizar, y como una nota al margen, sabemos que en nuestro medio nacional existen lamentablemente grupos de “amigos” unidos por la simple necesidad de ser nominados, como ha ocurrido en las Ferias de Libros y las famosas Antologías de editoriales creadas únicamente con el fin de repetir la acción de: “me nombras y te nombro”. Es el objetivo por el cual luchan muchas personas en este y otros campos. Personalmente creo mucho más en los escritores que, como Gardeazábal, nada tienen que ver con esta intención y, por el contrario, aspiran a que sus textos no sean considerados “neutros”, por eso, se destacan por su trabajo dedicado, pues lo que desean es despertar con la lectura de su obra, todos los sentidos, quieren conmover y provocar nuevas interpretaciones, como lo ha hecho con su obra “Cóndores no entierran todos los días” y con muchas contribuciones más.
