“EL REALISMO PASTUSO Y SU AVERSIÓN A SIMÓN BOLÍVAR”
Palabras de presentación del libro, a cargo de su autor, Eduardo Zúñiga Erazo, historiador ipialeño
Por:
Eduardo Zúñiga Erazo

Han pasado, más de doscientos años, desde aquel aciago día en que el cabildo de Pasto, con fe inquebrantable, juró defender al rey y la sagrada religión hasta derramar, de ser necesario, la última gota de su sangre. Y lo cumplió apoyado en la fe, bajo el amparo de Dios y el nudo de los Pastos que, con sus imponentes montañas, abismos profundos y caudalosos ríos, se convirtió en aliado esencial para combatir a los patriotas que venían a subvertir el orden social de castas, de privilegios y opresiones. Sin embargo, la abrupta geografía, que sirvió para la defensa militar como barrera invencible, también fue barrera para el progreso material, social y cultural de la ciudad.
Por el escaso contacto con el mundo exterior y el rígido control impuesto por España para que a sus colonias llegaran teorías que socavaran su estructura feudal, Pasto, en vísperas de la revolución de independencia, defendía, como se lo enseñaron sus mayores, que el poder soberano del rey le había sido otorgado por Dios, en consecuencia, había que obedecerle y guardarle fidelidad, mediante juramento.
Mientras Pasto era fiel al rey, en las ciudades más desarrolladas de América, como Quito y Santafé, los criollos de avanzada organizaban tertulias, disfrazadas de círculos literarios, para discutir las tesis de pensadores de la Ilustración, comentar noticias de periódicos que llegaban en forma clandestina y daban cuenta de la independencia de los Estados Unidos y la Revolución francesa, de la soberanía popular y la igualdad de los hombres.
El 16 de agosto de 1809, cuando los vientos arreciaban en las calles de la ciudad, los ediles fueron convocados a sesión para atender, como pensaban, asuntos concernientes a la defensa de las dos majestades, Dios y el rey. En la sede empezó el ritual: cada cabildante de rodillas, recibía el pergamino, aún enrollado, lo ponía sobre su cabeza en señal de acatamiento y lo hacía circular. El protocolo tenía un significado claro: obedecer sin reparos, las órdenes de Su Majestad. Al comenzar la lectura los ediles se miraban unos a otros, horrorizados, según anotó el escribano en el acta. No era para menos. Se trataba de una invitación de la Junta Patriótica de Quito, constituida el 10 de agosto en cuyo texto planteaba postulados contrarios a su fe, como la soberanía del pueblo que, de acuerdo a su concepción, era un pensamiento sacrílego por cuanto, según su credo, el único soberano, por la gracia de Dios, era el rey. Su rechazo, por tanto, fue contundente.
Por acción de don Manuel Zambrano, enviado por la junta de Quito para instruir a los pobladores sobre el verdadero significado de la revolución, empezó a ganar adeptos.
Enterado el cabildo, “para evitar el contagio,” convocó al pueblo por medio de bando, para demostrar “a las gentes rudas de los pueblos,” el contenido irreligioso del documento llegado de Quito y el sacrilegio cometido al conformar una junta que desconocía la soberanía del rey y proclamaba la soberanía del pueblo. En proclama del 29 de agosto, condenó “la perfidia y la tiranía” que encerraba el el concepto de soberanía popular, concepto que calificó de “proposición escandalosa contra los preceptos de Dios y del Estado. La soberanía jamás recae en los pueblos y mucho menos en sólo el de Quito. Estos son sentimientos de regicidio sacrílego y asombroso.”
Para afianzar el apoyo popular, acusó a los patriotas de ser ateos y enemigos de la religión. Nada más ajeno a la realidad. La independencia no era un asunto religioso sino político, por eso una parte del clero apoyó la independencia y otro, la causa del rey. En ambos bandos había altos jerarcas y curas de misa y olla. El obispo de Popayán, Salvador Jiménez, exiliado en Pasto, exhortaba a la población en estos términos: “Son herejes y cismáticos detestables, los que pretenden la independencia de España; así los que defienden la causa del rey, combaten por la religión, y si mueren vuelan en derechura al cielo.”
El cabildo, integrado por los dueños de tierras, minas e indios, tenía en sus manos todos los poderes, incluso el de vigilar la moral de los habitantes y condenar las desviaciones religiosas. Aliado con el clero inclinó al pueblo a favor de la causa realista. La tarea fue fácil en una sociedad formada bajo el temor a Dios y el miedo a la condenación eterna en caso de morir en pecado mortal, y el perjurio caía en esa categoría.
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Si bien el rencor de los pastusos hacia los patriotas fue general, los hechos que originaron la aversión a Bolívar pueden sintetizarse así: El 20 de octubre de 1820, Guayaquil declaró la independencia y, ante la amenaza de los realistas de Cuenca y Quito, pidió apoyo tanto a Simón Bolívar, como al general José de Sanmartín. Los dos atendieron el llamado, con un propósito adicional: hacer que ese importante puerto adhiera a Colombia, según anhelaba Bolívar o al Perú, como ambicionaba el héroe argentino. Ante la urgencia de llegar a Guayaquil, antes que San Martín, Bolívar encargó a Sucre desplazarse por la vía de Buenaventura.
Cuando Bolívar quiso seguir la misma ruta, el mar estaba plagado de embarcaciones enemigas. En estas circunstancias, no tuvo alternativa distinta que intentar el paso por Pasto. En este contexto se dio la batalla de Bomboná en la cual, si bien el Libertador clavó su bandera en el campo enemigo, su ejército quedó diezmado, por la cantidad de muertos y heridos. Tuvo que retirarse a Trapiche (sur del Cauca) para reforzarse. Antes de volver sobre Pasto, escribió varias misivas a Basilio García, al cabildo y al obispo, para que le permitan el paso sin derramamiento de sangre. Las respuestas fueron negativas. Les propuso una ventajosa capitulación contenida en cinco puntos, pero no fue aceptada.
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Mientras, Sucre, hábil diplomático y excelente militar, logró la adscripción de Guayaquil a Colombia y la jefatura de las milicias. El 24 de mayo de 1822, derrotó a los realistas de Quito. En las capitulaciones firmadas con Melchor Aymerich, se estableció que el territorio de Pasto, debía entregar los pertrechos de guerra, es decir, se rendía ante las armas republicanas.
Bolívar, ubicado al norte de Pasto, no sabía de este triunfo, que le hubiese permitido pasar por la ciudad, sin contratiempos. Sin embargo, el jefe militar español, para sacar provecho, le ocultó la información y convocó a los jefes militares y al cabildo. Decidieron aceptar las capitulaciones que Bolívar había propuesto, pero reajustada por ellos. Bolívar concedió todo lo que pidieron. El cabildo y la élite, “consideraron que las capitulaciones estaban revestidas del carácter más filantrópico.”
El 5 de junio de 1822, desde Berruecos, dirigió a los pastusos la siguiente proclama: “Vosotros sois colombianos, por consiguiente, sois hermanos. Para beneficiaros, no solo seré vuestro hermano sino también vuestro padre. Yo os prometo curar vuestras antiguas heridas; (…) Seréis, en fin, los favorecidos del Gobierno de Colombiano.” Como muestra de confianza, no cambió a los miembros del cabildo hasta que se hiciesen nuevas elecciones y, como jefe civil y militar dejó a un pastuso, el coronel Zambrano. Hecho esto,se marchó a Quito.
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Fugados después de la batalla de Pichincha, Benito Boves y Agustín Agualongo llegaron a Pasto en el momento propicio: cuando el pueblo se sentía traicionado por sus antiguos líderes: cabildo, élite y clero, por haber firmado las capitulaciones.
El 28 de octubre se tomaron la ciudad. En la plaza, tremolando el estandarte real, gritaban: “¡Viva el rey! Abajo los malvados usurpadores de los derechos del muy amado Fernando VII, abajo los enemigos de la religión católica, apostólica y romana.” Este fue un levantamiento popular; la nobleza y el clero lo reprobaron porque comprometía el honor de la ciudad al violar las capitulaciones. A su paso por Ipiales desataron una implacable persecución a los patriotas. Eusebio Mejía, fusiló a la heroína Josefina Obando por haber coronado al Libertador cuando pasó a Quito. En Tulcán, los nuevos jefes realistas se sentían poderosos.
Al enterarse Bolívar de este acto de traición, lanzó improperios contra Pasto y designó a Sucre, el mejor de los militares, para apagar la injusta e intolerable rebelión de Pasto. A ese pueblo obstinado, había que someterlo por el peligro que representaba para la patria.
Sucre contaba con un ejército de 2.000 hombres, pero, aun así, no era fácil reducir con las armas a un pueblo terco, pero valiente. Después de vencerlos en el Guáytara, desde Yacuanquer, antes de entrar a Pasto el 24 de diciembre de 1822, envió a los rebeldes un mensaje de paz, con la condición de rendir armas y que, de no hacerlo, entraría a fuego y sangre a la ciudad hasta reducirla a escombros. El mensaje fue enviado al gobernador y al Cabildo, pero Boves redujo a prisión al oficial que lo llevó. Según Leopoldo López Álvarez, esta intimmidación irritó a los pastusos hasta la locura, y [agrega] como casi todos estaban borrachos por ser vísperas de pascua, era seguro que se dejarían matar antes que atender a las voces de la razón.

El batallón Rifles y los escuadrones Cazadores, Guías y Dragones de la Guardia entraron como lo habían anunciado. Los pastusos resistían en las calles. No había un lugar seguro en la ciudad ante el empuje feroz de las armas republicanas. Los soldados del batallón Rifles mataban a todo el que oponía la más mínima resistencia o se lo encontrara con un arma en la mano, incluso a quienes levantaban la bandera de paz. Violaron a las mujeres y saquearon las casas. La historia ha bautizado esta jornada de barbarie como la Navidad negra de Pasto y, en la memoria colectiva se la recuerda como el día en que entró el Rifles a Pasto. El número de víctimas se calcula entre trescientas y cuatrocientas. La represión posterior, ejercida por el general Salom, fue infame.
Cada castigo esconde una lógica. Bolívar procedió de acuerdo a las normas de la guerra: castigó a Pasto porque consideró que al desconocer las capitulaciones estaba cometiendo un acto de traición. “Por tanto, dice O’leary, resolvió hacerles sentir la enormidad del crimen con la severidad del castigo.”
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La guerra a muerte, declarada por los españoles y luego aplicada por Bolívar, dejaron una enorme estela de sangre. El capellán del ejército realista calculó en cuatro mil, el número de víctimas ejecutadas por el despiadado José Ambrosio Llamozas; la sola cifra causa terror. Tomás Morales, cuando entró a Aragua, masacró 3.000 habitantes, incluidos los refugiados en la iglesia.
El viernes pasado, en acto de desagravio a Antonio Nariño, acto que aplaudimos, Álvaro Martínez, refirió el siguiente hecho: Cuando Tomás Boves entró a Cumaná en octubre de 1814, ordenó a la tropa que mate cuantos hombres encuentre: entraban a caballo a la iglesia parroquial buscando a los que a ella se habían refugiado.
Yendo de casa en casa, dieron muerte a más de quinientos patriotas. Magdalena Sucre, hermana de José Antonio, de sólo catorce años, para evitar ser mancillada, se arrojó del balcón a la calle. Su hermano, Vicente, enfermo en el hospital, fue brutalmente degollado en la cama.” Pese a este hecho, Sucre jamás actuó con ánimo de venganza, al contrario, siempre procedió de manera generosa con los vencidos. Él es ejemplo de resiliencia.
Cuando Pablo Morillo sitió a Cartagena el número de muertos, por epidemias y hambruna, se calculan en 6.000.
En la guerra ambos bandos cometieron actos de barbarie. Bolívar era un hombre amable [dice Andrea Wulff]; pero en la guerra se tornaba frío e implacable al momento de tomar decisiones. Vicente Campo Elías, un español al servicio de los republicanos, en el pueblo de Calabozo, hizo pasar a cuchillo a la cuarta parte de la población para castigarla por no haberse sublevado contra Boves. En la guerra las pasiones se exasperan, enceguecen el alma y dejan al descubierto las miserias humanas.
Si los acontecimientos se miran con la serenidad de espíritu, como recomienda el doctor Emiliano Díaz del Castillo, puede intuirse que, si Benito Boves y Agustín Agualongo no levantan armas contra la república, Pasto no hubiese padecido la Navidad negra, ni sufrido tantas vejaciones. La firma de las capitulaciones salvaba a Pasto de futuros derramamientos de sangre, en tanto que era útil para defender la independencia americana puesta en vilo por los realistas del Perú. El Libertador, fiel al pensamiento de Humboldt, consideraba que el colonialismo era como la gangrena, si no se corta el órgano infectado, ataca todo el organismo.
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Que los pastusos del siglo XIX, hubiesen asumido con fervor la defensa del rey y el sistema colonial, es entendible. Actuaban convencidos, por razones de fe. Pero el Pasto de ese entonces ya no existe. El pensamiento dogmático empezó a quedar atrás a través de un proceso modernizador lento, pero firme. Al comenzar el siglo XX, cuando Fortunato Pereira Gamba, comentó a su amigo Rufino Gutiérrez, que venía a Pasto a fundar la facultad de ingeniería, le dijo: “Los pastusos, desaforados, pueden quemarte en la plaza del pueblo; allí vas a encontrar gentes arrodilladas casi todo el día en calles y plazas al toque de campana y sentirás el aura religiosa formando un ambiente de incienso perfumado.” Esa era la imagen del pastuso que el país tenía en aquellos tiempos.
El pensamiento moderno se inició con la fundación de la Universidad de Nariño en 1904.
La enseñanza de la ciencia, enemiga del dogmatismo y la metafísica, empezó a remover la cultura apoltronada durante siglos. A la par, nuevos elementos penetraban por intersticios insospechados: se abrió el salón de té La Marsella en 1910, cuando las actividades sociales, fuera del hogar eran inexistentes; se inauguró el primer hotel, el Central, de fina cubertería, vajilla francesa y nuevos sabores. En 1910, al cumplirse el centenario de la Independencia, el Consejo Administrativo del Departamento contrató la elaboración de una estatua en bronce del prócer de la Independencia, don Antonio Nariño, que se instaló al año siguiente en la plaza de la Constitución, que pasó a llamarse plaza de Nariño. Según observadores de la época, como el ecuatoriano Arturo Daste, recién llegado a la ciudad, con esto se quería dar a Pasto una imagen distinta de la que se tenía en el país, de ser en extremo conservadora. Según él, mucha gente se opuso al cambio y la policía tuvo que resguardarla por un buen tiempo. El sector más conservador la llamaba “la estatua del diablo.”
En 1913, cuando los bailes se consideraban pecaminosos, se organizó la orquesta de baile Jazz Colombia; en 1916, el maestro Luis E. Nieto, una de las glorias de la música, fundó la Lira Clavel Rojo. En 1924 el cine se tornó cotidiano con la apertura del Teatro Imperial. En la década del veinte al treinta llegaban a la ciudad revistas procedentes de París, Nueva York, Londres, Buenos Aires y México. En ellas se publicitan vestidos, perfumes, joyas, tintes. Así, las mujeres empezaron a maquillarse como las divas de las revistas y el cine, dejaron los vestidos largos que arrastraban por el piso y le alzaron a la falda hasta por debajo de la rodilla, todo un escándalo.
El giro más importante se dio en cuando en 1935, la Universidad de Nariño anunció la apertura de la Facultad de Comercio, a la que podían ingresar tanto hombres como mujeres. El obispo de Pasto Diego María Gómez, para impedirlo, sacó una circular manifestando su rechazo: “Este hecho tiene el gravísimo inconveniente de ir en contra de las normas de la Santa Iglesia. Por lo mismo PROHIBIMOS, BAJO PENA DE PECADO MORTAL, a los padres y madres de familia que continúen enviando a sus hijas a la Universidad, mientras no se les dé a ellas separadamente la enseñanza. Esta prohibición y bajo la misma gravedad la hacemos extensiva a todos los establecimientos de nuestra Diócesis en donde se quiere implantar la coeducación.”.
En 1940 el obispo, en su Pastoral de Cuaresma sentenció: “De cuatro medios principales se sirve hoy el demonio para combatir la obra de Jesucristo: la enseñanza laica, que aspira a formar generaciones de ateos; la prostitución, que socava por igual la grandeza de las almas y la energía de la raza; el cine inmoral, que fomenta todos los vicios y enseña todos los crímenes; y las malas lecturas, o sea esa prensa que al mismo tiempo que envenena las inteligencias, corrompe los corazones.”
Como reflejo de la apertura ideológica de Pasto, al conmemorarse el centenario de la muerte del Libertador, en 1930, la Asamblea ordenó instalar en su recinto un óleo del Libertador y una efigie en todos los establecimientos de educación primaria y secundaria.
Siguiendo en la línea liberal, en 1939, para conmemorar el cuarto centenario de la fundación de Pasto, la junta organizadora dio los primeros pasos para instalar, en el antiguo ejido de la ciudad, una estatua de Simón Bolívar.
La mujer, que vivió subyugada hasta las primeras décadas del siglo XX, rompió la prohibición de trabajar fuera del hogar y hoy, gracias a la educación y a su propio esfuerzo, las encontramos como magistradas de las altas cortes, tribunales, congresistas, gobernadoras, alcaldesas de la ciudad, rectoras de universidades, excelentes administradoras en salud, finanzas, en la presidencia de la Academia nariñense de historia y en todas las instancias de la actividad humana.
La arquitectura de la ciudad ha cambiado. Hay modernos edificios, centros comerciales, frecuentamos restaurantes de comida gourmet atendidos por jóvenes chefs pastusos y, lo más importante, ha cambiado, en buena parte, su ideología, la forma de pensar y actuar. El dogmático, resignado ante la pobreza, por ser un designio de Dios, se ha tornado en emprendedor, el flagelante que creía que el dolor era el crisol del alma, tampoco existe.
La población, sigue fiel al credo y los preceptos religiosos, pero no va a la Casa de Jesús del Río a flagelarse, ahora va a escuchar conferencias y a reflexionar sobre asuntos trascendentales de la vida. La vieja Iglesia, ubicada al lado de los poderosos, también expiró. El 24 de agosto 1968, al inaugurarse en Medellín la II Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano, Monseñor Lercaro, representante del Papa Pablo VI, al inaugurar el Congreso expresó: “La Iglesia concluye una era comenzada con la colonización de América Latina, con la fiera y radical religiosidad católica. [Hoy] abre una nueva era nutrida por el espíritu del Concilio Vaticano II.” En Bogotá, Paulo VI, instó a los sacerdotes a “tener la lucidez y la valentía del Espíritu para promover la justicia social, para amar y defender a los pobres.”
Con la irrupción de los mass media, a diferencia de los pastusos del siglo XIX, hoy están al tanto, en tiempo real, de los sucesos del país y el mundo. La Tierra, como lo predijo Marshall McLuhan se ha convertido en aldea global. Pasto, por las transformaciones acumuladas, se proyecta como una ciudad abierta a las nuevas ideas, liberal en el sentido sociológico de la palabra y sobre todo, rebelde. Formada por gente sensible, generosa, inteligente, emprendedora. Esta nueva ciudad no puede seguir atada a la vieja ideología que condujo a combatir con denuedo a quienes luchaban por la independencia de España. En medio de este nuevo contexto, resulta paradójico que, haya voces, por fortuna escasas, aunque ruidosas, que después de doscientos años, ataquen con saña a Simón Bolívar, el más grande de los héroes de la independencia.
Mientras esto sucede en Pasto, la imagen de Simón Bolívar crece y magnifica en el mundo. La BBC de Londres lo califica como el hombre más grande de la historia, superior a Aníbal, Alejandro Magno y Napoleón, que con solo 47 años peleó en 447 batallas, siendo derrotado sólo 6 veces. Liberó 5 naciones, cabalgó 123.000 kms, recorrió 10 veces más que Aníbal, 3 veces más que Napoleón, y el doble de Alejandro Magno.

Quienes atacan a Bolívar lo muestran como enemigo nato de la ciudad, que no lo fue, hasta el momento que se sintió traicionado; se valen, además, de las descalificaciones y amenazas que hizo a Pasto, sin caer en la cuenta que esas frases fueron comunes, en el contexto de la guerra.
Lo juzgan con una mirada cargada de victimismo, concepto acuñado por Jorge Núñez Sánchez, en su obra El Ecuador y la Gran Colombia. Él define el victimismo como una forma amañada de analizar la historia utilizando episodios trágicos para denigrar de un personaje [y añade]:
“En asuntos históricos, no puede darse la elevación de una figura epónima en desmedro de otra de mayor significación, pues la sola propuesta revela que no se trata de un homenaje en regla, sino de un asunto turbio, promovido con ruin intención -y agrega-. Lamentablemente, el regionalismo enfermizo no se guía por la lógica de la historia, sino por la lógica de su rencor, construida sobre una mezcla de ignorancia, prejuicios, complejos e inconfesables apetitos.”
La visión desapacible que se pretende imponer, no es útil ni para el estudio del pasado local, ni para la proyección de la imagen del pastuso contemporáneo. Al contrario, significa revivir la imagen de reaccionario e intransigente. Ensañarse contra Bolívar, analizando la historia de manera parcial, sin ubicar el contexto, es una tarea ingrata, que termina dándole la razón a Albert Einstein, quien consideraba que “la mayoría de las historias antiguas no enseñan a hacer la paz.” Juan Villoro, el notable escritor mexicano, de paso por Bogotá, planteó esta recomendación: “No hay que hablar desde la venganza, sino desde la comprensión.”
Consciente de las pasiones que se desatan cuando se aborda el estudio de la independencia a nivel local, el doctor Emiliano Díaz del Castillo, en su obra ¿Por qué fueron realistas los pastusos? señaló: “El tema del realismo de Pasto es difícil de tratar, hacerlo implica desafiar la incomprensión de muchos porque aún falta serenidad de espíritu y sobra patrioterismo tropical.” Aspiramos que nuestro texto sea leído con serenidad, sin prejuicios ni odios preconcebidos, como aconseja el doctor Díaz del Castillo, hacerlo sería muy útil para una mejor comprensión de la historia de Pasto. Finalmente, como diría María Teresa Álvarez: “No hagamos de la intransigencia una virtud.”
Fuente: Periódico Testimonio de Nariño, Edición No. 174, Ipiales, agosto de 2023
