CARNAVALES DE NEGROS Y BLANCOS EN NARIÑO
En un país como el nuestro, donde la violencia muestra descaradamente sus facetas más crueles, se hace necesario reconocer como principal valor el de la vida, de ahí se desprenden todos los demás.
Por:
J. Mauricio Chaves-Bustos

En Nariño, el 28 de diciembre es el inicio, con la celebración del día de inocentes, es como decir que frente a la desconfianza vivida, hay un periodo en donde hay que burlarse de aquel que aparece como confiado, del inocente. Las empanadas rellenas de algodón, el tinto con sal, el vino avinagrado, son sólo algunas de esas manifestaciones de burla frente al cándido. Ahí hay ya un primer escenario, el del vecino, el del conocido o el familiar, pero hay ya un despliegue hacia la alteridad, es decir de reconocimiento del otro. En algunas ciudades de Nariño es un juego de agua, el inocente que sale es sometido a la purificación del agua. En ambas formas de burla, sin embargo, hay una aceptación del otro, se sabe que si se sale se somete al baño o si se acepta el presente se sabe que hay una intención. Es decir que este primer paso es de re-construcción de la confianza en un primer escenario de encuentro.

Luego viene el 31 de diciembre, donde se hace y se exhibe el Año Viejo, con unas connotaciones bien particulares. Frente a la desconfianza descrita, aparece un elemento crítico, sobre todo en el Año Viejo de carácter comunal, cuando las asociaciones, los barrios o los grupos de amigos se burlan de los estamentos, de los politicastros o de los sucesos fallidos durante el año; es un grito abierto, entonces la inocencia ha desparecido, se anuncia y se denuncia, aparece entonces la sociedad mordaz, ya hay la suficiente confianza como para decirle al otro-instituido que le ha fallado a la sociedad.
Casi siempre son denuncias de carácter político, con entramados económicos, donde el Año Vieja representa los desfalcos, los robos al erario público, las estafas, por eso, como una forma de compensa y de recompensa se pide “una caridad para el año viejo”, los transeúntes son atacados por las “viudas”, hombres disfrazados de mujeres, y esto es maravilloso, porque se hace en una sociedad que es abiertamente machista y con rasgos homofóbicos, quienes solicitan dinero, supuestamente para suplir los gastos de entierro del Año Viejo, pero se replica el actuar que se denuncia, ya que con los dineros recogidos se compra la pólvora para incendiar el monigote y para libar las penas con el licor.

Ese es el destino de los dineros recolectados. Se anuncia, se denuncia y se replica, para ello se ha recuperado la confianza, a tal punto, que se pueden burlar del otro, en un cinismo querido y buscado para replicar lo que se denuncia. Aquí el encuentro es con el otro-odiado, el otro-vilipendiado, en efigie, a la mejor manera de los San Benitos de la inquisición, que cuando no se hacían en persona, se hacían en representación del acusado.
Aparece entonces ya el Carnaval como tal, que es el encuentro principal. Las calles, la plaza, la casa, como dice Julio Cesar Goyes (2008), es el lugar del crono-tropo (tiempo espacio del Carnaval. Surge desde la espontaneidad, pero ha sido preparado, como se ha visto, se ha generado ya un espacio que permite un encuentro con el otro, con la persona, con la máscara que habla, en la mejor acepción de esta palabra. Pero la máscara es la cara pintada, de negro o de blanco, en su pureza primigenia, con una connotación fundamental, y es que yo acepto tanto al otro diferente como al otro igual. Las ciudades grandes y pequeñas, las veredas, los corregimientos en la mayor parte de Nariño, se vuelven entonces lugares de encuentro de yo con el otro, y se ha logrado entonces llegar al pináculo de la confianza.

Alguien se preguntaba si sólo durante los 4 o 5 días de carnaval se daba ese encuentro. Lo cierto es que el carnaval requiere una preparación de casi seis meses, y los artesanos cuando exhiben sus carrozas, están ya pensando en el año entrante, por eso la respuesta sería que el carnaval permite la preparación de un encuentro en el desencuentro durante todo el año. Es fácil comprobarlo, simplemente se habla con un artesano, con un periodista o con una persona de Nariño y se le pregunta sobre el carnaval, en cualquier época del año, y la respuesta implicará primero un gesto de alegría, luego la esperanza de que el próximo Carnaval será mejor. El escenario que permite el Carnaval, desde esta óptica, es el de la recuperación de la confianza, el del encuentro que no se aplaza constantemente, sino que tiene un lugar y un espacio asignados, porque “los espectadores cesan de estar frente a, para situarse en o dentro de” (Goyes, 2008, p. 87).

Se ha crecido con la convicción de que no hay ya valores. Pero es un discurso que nuestros abuelos dijeron a nuestros padres, y nuestros padres a nosotros, y así lo replicaremos permanentemente. La axiología implica un reconocimiento hacia la vida, como lo postuló el primer crítico de la modernidad europea, Nietzsche (2002), no es que no existan valores, es que transmutan permanentemente. Sin embargo, en un país como el nuestro, donde la violencia muestra descaradamente sus facetas más crueles, se hace necesario reconocer como principal valor el de la vida, de ahí se desprenden todos los demás. Si no hay vida, no hay nada. Más de 230 mil colombianos han sido víctimas de homicidios en las últimas décadas (Franco, 2012).
Dentro de las causas de la violencia en Colombia está “la ausencia de un código de ética pública, estatal y ciudadana, basado en el derecho de los respetos individuales” (Alcántara & Ibeas, 2001, p. 19). Lo que hace falta entonces, es reconocer los códigos de ética que se mueven en escenario como los Carnavales, en este caso el de Negros y Blancos de Nariño,
“en época de carnaval se disminuye la violencia y se intensifica los niveles de comunicación de la sociedad (…) estamos hablando de un carnaval que no produce cifras fatales y que logra incrementar los índices de alegría y tolerancia, entre propios y foráneos” (Rodrizales, p. 35, 2011).
Durante los Carnavales, la gente acepta al otro, mediante la recuperación de la confianza, que empieza con el más cercano y que decanta en el turista, en el foráneo, en aquel que busca también la fiesta como un lugar de esparcimiento y de creatividad. Recuperada la confianza en el encuentro que se da en la calle o en la plaza, hay un acercamiento sutil de quien sabe jugar el Carnaval, porque en últimas es eso, un juego, que implica el reconocimiento y la aceptación de unas reglas mínimas, no complejas, que permiten que ese encuentro con el otro sea cálido, afectuoso y no solamente tolerante, ya que no implica soportar al otro, sino también respetarlo en sus diferencias.

“Una pintica” es el inicio del juego, cuando se acercan y untan la cara con una tintilla negra, es el inicio del entramado ético que se quiere. Lo ético está referenciado en una visión del mundo no idílica ni utópica, sino plasmada en una realidad concreta, la del juego, en un espacio de encuentro recuperado, donde se permite el acercamiento, el encuentro con el rostro del otro.
El código ético del Carnaval, manifiesto en la pintica, implica unas normas de aceptación que, por lo simples, no requieren de mayor explicación, y esto cobra una importancia inusitada en un país en donde todo está referido a las normas, a lo legal, en donde se quiere ejercer un control desde el cuerpo para mediar en los ejercicios de poder, tal y como lo explica Foucault (1998 ) “La vieja potencia de la muerte, en la cual se simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida” (p. 169).
En la ética del carnaval, por el contrario, hay una valoración del cuerpo, por eso la expresión artística manifiesta en los tintes, las pinturas de los cuerpos, la bio-estética que acompaña los trajes de las murgas o las comparsas, son expresiones de vida en el reconocimiento de unas normas que deben seguirse y respetarse.

Nadie dice cómo debe jugarse, qué hacer o qué no hacer, hay una aceptación implícita de unas reglas del juego, las cuales no se trasgreden, y si se hace, hay un reproche colectivo, espontáneo, en el lugar del acontecimiento, es momentáneo, ya que casi siempre, por no decir todas las veces, el trasgresor vuelve nuevamente al juego, sabiendo que debe respetar un código de ética, que no es escrito, sino que se transmite vivencialmente, aunque se reconoce universal y atemporal, en la medida que implica el respeto por el otro, por la sociedad, por el escenario y por la tradición en la cual se está inmerso.
A nivel institucional, también debe irse tejiendo la urdimbre de lo ético, ya que es necesario recuperar el sentimiento institucional, resquebrajado por los procesos históricos de desconfianza que suscitan los malos manejos administrativos, sobre todo de los dineros públicos que se evaporan, de los programas de desarrollo que benefician a unos cuantos, en fin, de una administración que es ajena a las necesidades de la colectividad. Muchas de las carrozas, murgas y comparsas, son realizadas con dineros que se recogen en mingas, en trabajos colectivos donde participan todos los miembros de la comunidad, o mediante aportes que hacen quienes tienen intereses de diversa índole, lo importante es que estos recursos son manejados con pulcritud, los artesanos dan cuenta de los gastos, aun sin ser solicitados, y recurren al encuentro del otro para explicitar en qué se invirtió los caudales recogidos.

Esta también es una construcción ética que debe revertirse hacia los gobiernos y administraciones locales y regionales, ya que hay una certeza, y es que el Carnaval genera recursos económicos, los cuales deben invertirse en los artesanos y en los artistas, en la medida que se vuelva un ciclo de inversión en el carnaval, también se genera un ciclo ético que debe ser reconocido y valorado por la sociedad.
“La convivencia requiere de procesos de empoderamiento ciudadano y condiciones de equidad de tal forma que sean reconocidos en el espacio público, con presencia, vocería y participación en el designio colectivo” (Riascos, 2007, p. 12).
Esa desinstitucionalización, como productora o como consecuencia de la violencia, implica también un sentimiento iconoclasta. Los símbolos por ello deben ser revalorados, re-inventados. Ya nada le dice al joven la estatua silente de un libertador olvidado, de un héroe desconocido, de un escudo o una bandera sin correspondencia alguna. Hay un alejamiento de los símbolos que el oficialismo ha pretendido mantener, la sociedad, las personas, cada vez vuelcan su mirada sobre nuevos iconos, preferentemente alejados de la realidad particular, del espacio en el que se vivencia la cotidianidad.
En el Carnaval aparecen símbolos, que son representaciones socialmente aceptados por quienes participan, pero particularmente por quienes se apropian de él. El significante sólo se vuelve significado cuando se entiende el lenguaje manifiesto en todos los elementos del carnaval. No quiere decir esto que la intención deba ser reconocido por todos, ya que los designados no necesariamente son únicamente quienes elaboran esos símbolos, o quienes los interpretan, sino que hay un vitalismo, en la medida que esos símbolos se vuelven significantes de vida, de alegría, de armonía en medio de los tumultos, de calor en medio del frío de los Andes.

Los símbolos en el Carnaval aparecen espontáneamente, en forma de Carrozas, de canciones interpretadas por las murgas, o los ritmos de las comparsas. El artesano piensa durante meses cuál será el motivo que representará, para ello se nutre de las experiencias globales, por ello es común ver alternar a personajes tan aparentemente disímiles, como Bin-Laden y Pedro Bombo, un personaje local de Pasto, pero que se alinean en el entramado del espejo que quiere mostrar el artesano. Es el símbolo apropiado como espejo, en el sentido que son símbolos cercanos, que pueden ser universales o locales, pero que cobran sentido mediante el significante que se les imprime.
Para que opere esa paz, que implica convivencia en la diferencia, encuentro en el desencuentro, es necesario volver a tener símbolos que unan a las comunidades, pero símbolos que operen como espejos, es decir, que muestren una realidad mediatizada por esos mismos símbolos. Sabemos que el espejo no muestra la realidad tal como es, sino que la muestra invertida, la izquierda es la derecha, y viceversa, precisamente porque muestra el otro que somos, o los otros que somos, las alteridades presentes en el YO mismo, y que exige, por tanto, la aceptación del OTRO. El símbolo ayuda a que ese reflejo se vuelque como una exigencia de la confianza y el respeto.

Cuando el símbolo es apropiado, genera también sentimientos de solidaridad, ya que se quiere que a todos nos cubra ese significante, por eso el carnaval permite que los símbolos se vuelvan significados, aun para los que están por fuera de la experiencia de la cotidianidad de quienes elaboran el carnaval para los otros, inclusive para quienes simplemente están de visita,
“además, su interacción festiva, más allá de la ritualidad y la transgresión, rehace lo social comunitario y la identidad continuamente, año tras año, generación tras generación” (Goyes, 2009, p. 53). El espejo que refleja otra cosa que somos, sin embargo, refleja la vida, que debería ser el verdadero y gran símbolo de toda la humanidad.
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Referencias:
Alcántara, M. & Ibeas, J. (2001). Colombia ante los retos del siglo XXI: Desarrollo, democracia y paz. Salamanca: Universidad de Salamanca.
Foucault, M. (1998). Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. Madrid: Siglo XX.
Franco, S. (2012). Violencia y salud en Colombia. Bogotá: Iepri – Universidad Nacional de Colombia.
Goyes, J. (2008).El performance del Carnaval. En Carnaval 1 (73-92). San Juan de Pasto: Xexus Edita.
Nietzsche, F. (2002). Más allá del bien y del mal. Madrid: Folio.
Riascos, C. (2007). Presentación. En Carnaval, convivencia, paz y desarrollo. San Juan de Pasto: Corpocarnaval.
Rodrizales, J. (2011). Pedagogía y Carnaval. En Semiosis del Carnaval (11-28). San Juan de Pasto: Xexus Edita.
