BICENTENARIO DE UNA NAVIDAD TRAGICA
GEOMETRIAS
Por:
Jorge Luis Piedrahita Pazmiño

Las capitulaciones de Berruecos, de 6 de junio de 1822 y el tratado firmado en Pasto dos días después, en los que la corona española se rinde ante la espada independentista, es secuencia de todo un proceso de consolidación jurídica en el área internacional, que tiene en el Libertador su ideólogo, su hábil estratega y ejecutor principal. Diferente al armisticio que firmó con Morillo en Santa Ana en noviembre de 1820, cuando se regularizó la guerra de país a país y que constituyó colosal triunfo diplomático para la Colombia bolivariana.
A partir de las capitulaciones de Berruecos –por lo de Bomboná y Pichincha- el Libertador comienza su estrategia conciliadora con los factores reales del poder pastuso. Seduce exitosamente al episcopado y al cabildo comprometiéndose lealmente a respetarles sus privilegios y canonjías. De suyo, el notablato rindió sus armas ante el nuevo dispensador del imaginario político.
No así los indios y demás sectores populares que disintieron de inmediato y produjeron la primera sublevación el 28 de octubre de 1822 comandada por el coronel español Benito Remigio Boves. El feroz, aunque cobarde secuaz no olvidó cortejar a los indígenas suspendiendo el cobro del tributo y trasladándoselo a las clases acaudaladas. Tenía claro el valor estratégico de la confrontación de clases en una sociedad polarizada como la pastusa.
La provincia de los Pastos, “tradicional refugio de patriotas” -como lo reconoció el decano de los historiadores José Manuel Restrepo así como también Arturo Uslar Pietri en su biografía de Simón Rodríguez, amén de Gutiérrez Ramos- “fue devastada por los realistas: todos los hombres útiles para las armas fueron reclutados, se recogieron cuantas armas se pudo conseguir, y otros varios efectos de valor que pasaron al lado septentrional del Guáitara” (José Manuel Restrepo, Historia de la Revolución, Tomo IV, p. 419).
Ya de teniente coronel, cuatro meses después del armisticio de Berruecos, firmado el 6 de junio, Agualongo declara su jurada rebeldía a la independencia que en Pasto había mostrado las más sanguinarias e inicuas represalias. Recuérdese las sombrías navidades de ese año y entiéndase entonces cómo el ejército supérstite de Fernando VII se nutría de entristecidos y enlutados pastusos. Pero esa será precisamente la hora del capitán pastuso que se revelará a partir de esa capitulación en toda la descomunal e insólita intensidad de su extraña e incomprendida tragedia.

Boves, soldado de Aymerich, llegado con Murgueón, y salido de Venezuela, no tiene títulos ni partes militares, y poco le importan, cae en Pichincha, de allá se fuga. Viene a heredar la mortuoria de Sámano y de don Basilio García, creando su propio gobierno y su propia doctrina de Dios y Rey. Se echa a la lucha, pasa el Guáitara y se le abalanza al coronel Antonio Obando y pronto domina desde Tulcán hasta el Juanambú. Pero para la navidad nefanda es el gran ausente, el máximo traidor y prófugo por Mocoa y por el Amazonas se evapora de la tragedia que él mismo provocó.
Esta fue la segunda época de la participación indígena en las luchas contraindependentistas. Su balance es deplorable en tanto -como toda guerra- dejó sangre, dolor y lágrimas. Quizás desde un punto de vista lúdico pueda decirse que porfiaron por perpetuar su lealtad a la incógnita monarquía, mantener sus tierras comunales, cofradías, ritos, fiestas religiosas, usos y costumbres tradicionales.
Otro documento que demuestra la firme intención del Libertador de lograr la paz para nuestros pueblos, aplicando el derecho internacional, es el oficio que dirige al comandante general de la segunda división española del sur, coronel Don Basilio García, de fecha mayo 29 de 1822, desde el cuartel general de Trapiche, y que dice:
“Tengo la satisfacción de incluir a V. S. una nota original del señor secretario de Estado de Colombia, ciudadano Pedro Gual, por la cual se impondrá V. S. del estado favorable en que se halla el gobierno español con respecto a la paz con los pueblos independientes de América. Tenemos las más fundadas esperanzas por todos los antecedentes muchas comunicaciones oficiales de que el gobierno español ha reconocido ya en este momento la independencia y la soberanía del gobierno de Colombia; y sin duda habrán llegado ya los plenipotenciarios de España o algunos de los puertos de Colombia, dirigidos al sano objeto de concluir la paz. Yo creo que es una demencia cruel la continuación de las hostilidades por esa parte. Por la nuestra es una necesidad que no podemos evitar, porque la permanencia de nuestras tropas en es de recursos, no nos permiten quedar en la inacción a esperar una muerte inútil pero infalible. Así señor coronel, V. S. debe desechar todas las sugestiones de las personas mal aconsejadas que pretenden continuar esta lucha sanguinaria y feroz. ¡Baste!, generosos nos mostramos con nuestros enemigos: tiempo es aún de evitar los torrentes de sangre que vamos a derramar, porque nuestro partido está tomado y no retrocederemos jamás los que siempre hemos sabido triunfar o perecer. Yo insto a V. S. todavía, señor coronel, a que oiga los acentos de la razón y de la justicia para que conjure la negra y terrible tempestad que va a descargarse sobre la infeliz Pasto; tempestad que arrojará más rayos, más fuegos y más estragos que todos los volcanes de los Andes, que con sus bocas infernales vomitan la muerte desde Pasto a Quito. Dios guarde a V. S. muchos años, Bolívar”.
El Libertador habla de demencia cruel la continuación de la guerra que la hace España en contra de nuestros pueblos. Como consecuencia de lo anterior vino el acta de ratificación y capitulación en Pasto el 8 de junio de 1822, en la que se otorga entre otras concesiones:
“Artículo sexto: Que así como se garantizan las personas y bienes de la tropa veterana y vecinos de Pasto, éstos y todos los que existen en él, aun cuando no sean nativos de allí, no podrán ser destinados en ningún tiempo a cuerpos vivos, sino que se mantendrán como hasta aquí en clase de urbanos, sin que jamás puedan salir de su territorio: que a los emigrados se les dé su pasaporte para retirarse al seno de sus familias y que atendiendo a la pobreza de Pasto y a las grandes erogaciones que ha sufrido durante la guerra, sea exenta de toda pensión. Los vecinos de Pasto sean nativos o transeúntes, serán tratados como los colombianos más favorecidos, y gozarán de todos los derechos de los ciudadanos de la república y llevarán al mismo tiempo las cargas del Estado como los demás ciudadanos de la República. S. E. el Libertador, ofrece constituirse en protector de todos los vecinos del territorio capitulado. S. E. hará conocer sus benéficas intenciones hacia los pastusos por una proclama particular, que será tan firme y valedera como lo más sagrado. Los emigrados obtendrán sus pasaportes para que se retiren al seno de sus familias.
Artículo noveno: Que en caso de que S. E. el Libertador presidente tenga a bien ir a Pasto, espera que la trate con aquella consideración propia de su carácter humano, atendiendo a la miseria en que se halla. Concedido. S. E. el Libertador ofrece tratar a la ciudad de Pasto con la más grande benignidad y no le exigirá el más leve sacrificio para el servicio del ejército Libertador. La comisaría general pagará por su valor cuanto se necesite para continuar la marcha por el territorio de Pasto”.
El triunfo de Pichincha hizo posible que Bolívar salvara las breñas de Juanambú.
“Capituló Pasto –dice el ambateño Pedro Fermín Ceballos, en su acreditada “Historia del Ecuador”—y las tropas colombianas avanzaron a nuestro territorio”.
El pastuso Bernardo Santander Eraso, también a favor de la victoria del Libertador, “según convenio de captaciones” (p.213).
Gabriel Porras Tronconis en su torrencial investigación “Campañas Bolivarianas de la Libertad”, (Caracas, 1953) también vota la victoria bolivariana y prioriza el Boletín de Bartolomé Salom que hace el inventario de la proeza, a la que se ha referido recientemente el maestro Vicente Pérez Silva (“Página 10”).
El propio Basilio García cuando escribió sus memorias en La Habana puntualiza en la carta que le puso a Mourgueón el 9 de abril, “tuve que abandonar las posiciones principales a las dos de la mañana, porque el enemigo se había introducido por mi flanco derecho arrollando las compañías que guarnecían la altura de Bomboná en términos de que al anochecer ya tenía al enemigo de retaguardia, y quedó en aquella madrugada el campo de batalla por los enemigos” (p.306).
El malévolo Madariaga en su avinagrada elucubración se obliga a reconocer: “Ocurrió, no obstante, que el nombre y la causa de Bolívar se salvaron por una coyuntura cuyo elemento principal fue la victoria alcanzada por Sucre en Pichincha” (p. 299).
Gilette Saurat, académica francesa, que pudo comprobar que ya en vida Bolívar fue víctima de la venal acusación de aspirar a la tiranía, que sirvió de pretexto para hacerlo fracasar como hombre de estado, fracaso que favoreció el expansionismo de los Estados Unidos, la realización de su ‘destino manifiesto’, y que facilitó la distorsión del de la América Latina, la cual aún no termina de sufrirlo, Saurat, en su afamada biografía de “Bolívar el Libertador”, precisa que “técnicamente, la de Bomboná puede considerarse como una victoria” (p.456).
Simón S. Harker también dice que Bomboná fue un triunfo. (Credencial, enero 95, ps. 4,14, 15). Y el ecuatoriano Roberto Crespo Ordoñez: “Miradle también en su corcel de guerra, como una estatua sobre un peñón de Bomboná, abriendo paso a las huestes del Sur, venciendo a sangre y fuego, la terquedad y resistencia realista de Pasto, para llegar al fin a la línea ecuatorial y arribar a Iñaquito, donde Sucre, el Vencedor de Pichincha lo recibió, le enseña de la batalla y le informa del holocausto de Abdón Calderón, a quien resuelve glorificarle como lo hizo antes con Girardot y Ricaurte”.
Mauricio Vargas Linares destaca también que con esta batalla de Bomboná se derrumbó la puerta para atravesar hasta Quito (p. 221), “pero el cumanés que actuaba como intendente del nuevo departamento integrado a Colombia, y a los líderes republicanos quiteños que en 1809 habían sido los primeros americanos en alzarse contra el gobierno español impuesto por Napoleón, acordaron reservar el gran festejo para la llegada de Bolívar quien venía de golpear el 7 de abril a los realistas y sus aliados pastusos en los campos de Bomboná. Los dos bandos chocaron a lo ancho de un rellano de la cordillera sobre la cordillera oriental del cauce encañonado del Guáitara, al oeste de Pasto, en una batalla en la que Bolívar perdió a 114 hombres y sumó trescientos cincuenta y tantos heridos, pero garantizó que los realistas, que vieron morir a 50 de sus efectivos, no pudieron acudir en ayuda de Aymerich para defender a Quito ante el avance de Sucre desde el Sur”. El Libertador había sido el primero en loar la brillante ejecución militar de su preferido en el Pichincha, pero después trocó su orgullo paternal en celos. “La victoria de Bomboná es mucho más bella que la de Pichincha”, le escribió a Santander.
El canciller, historiador y tratadista Alfredo Vásquez Carrizosa: “Tomó la ruta que conduce hacia Pasto atravesando el Juanambú donde encontró una resistencia enemiga y luego de librar los combates del Guáitara, vence en Bomboná la primera de las grandes batallas que sostendrá en el largo y escarpado camino hacía El Cuzco, el último reducto de la fuerza española”. (“El poder presidencial en Colombia”, Dobry Editores, 1978, p.45).
Lo secunda el general Álvaro Valencia Tovar, estratega de más de cincuenta años a partir de Corea.
La misma Academia Nariñense pontifica que durante la colonia y las guerras de independencia, Pasto siempre tuvo una conducta disidente: primero se levantó contra las autoridades españolas, en la era de los comuneros; y luego, paradójicamente defendió la causa realista, pues se opuso al grito de independencia de Quito (1809) porque no estaba de acuerdo con reemplazar la soberanía del rey por la popular. Después de derrotar al Precursor Antonio Nariño, Pasto se mantuvo como ciudad realista. Su suerte cambió con el avance del ejército libertador, comandado por Simón Bolívar, que en 1822 triunfó en la batalla de Bomboná sobre las milicias pastusas. Derrotado, el comandante Basilio García suscribió en Berruecos las capitulaciones del 6 de junio, que significaron la liberación de los territorios meridionales y la posibilidad de las tropas libertadoras de avanzar al sur hacia Quito.
Bolívar continuó su estrategia por la vía diplomática. Ofició a García para sondear su entrada a Pasto o cuando menos que le permitiera retirarse sin hostilidad. Lo primero le fue negado de plano por el cabildo y lo segundo sólo a medias. Retrocedió hasta El Trapiche en donde recibió el refuerzo enviado por Santander.
Para fortuna de Bolívar en aquellos días, en el mayo ecuatorial de 1822, los realistas sufrieron el desastre del Pichincha, y Quito cayó en poder del Mariscal Sucre y del batallón Magdalena comandado por el coronel José María Córdoba. Noticia infausta para España que primero la supo Basilio García y por eso se apresuró a aceptar la capitulación propuesta por Bolívar. La rendición de Aymerich incluía también la del territorio de Pasto. Así que la batalla del 7 de abril se decidió el 24 de mayo. La idea-fuerza del Libertador se impuso. Lo imperativo era tomarse Quito no Pasto.
La contundente estratagema se daría en el Panecillo y en el Pichincha y no en los campos de Cariaco y Bomboná.

El año nuevo siguiente (1823) fue pavoroso para pastusos y para patriotas si se tiene en cuenta que la conducta contumaz del ejército de Benito Boves y Agualongo en contra de los ideales bolivarianos provocó la navidad nefanda y las sanciones horribles del Libertador, quien tuvo que regresar precipitadamente de Quito a imponer las retaliaciones. El año viejo pasó por la frontera y el 3 de enero ya estaba en Pasto. Dejó al mando a Bartolomé Salom y a Juan Josè Flórez, siniestros militares, este último más tarde ecuatoriano expansionista. Así que, por segunda y tercera vez, vino a nuestra geografía el Libertador.
Dejó aparentemente pacificado San Juan de Pasto y retornó por Ipiales – Tulcán a Quito a enfrentarse a su complicada y triunfal campaña al interior del Virreinato del Perú, a la que dedicó tres febriles años -hasta 1826- cuando retornó sobrecargado del peso de Junín, Ayacucho, Pativilca, de la apoteosis de Potosí y Chuquisaca. En el cerro Pucará el alcalde de Azanzaro, señor Choquehuanca le apostrofó que “su gloria crecerá como crece la sombra cuando el sol declina”.
Al igual que Bolívar –y creemos que aún más- Santander, también tiene acciones en la navidad nefanda y la lucha contra independentista. Asúmase que Bolívar atendía la guerra en Perú y Santander era el vicepresidente –en ejercicio- de la Gran Colombia, jurisdicción que recaía en San Juan de Pasto. No sólo la carta de la que ya hablamos (en la que habla de lo perversos que son los pastusos, a los que envía a Córdoba como un demonio sin instrucciones) sino que mantuvo correspondencia con Agualongo y Merchancano: “… Convengo con Uds. en el modo decoroso de restablecer la paz en ese territorio y ahorrarle los desastres que pudieran sobrevenirles… establezcamos la paz, o declárense los enemigos irreconciliables de Colombia” (nov. 6, 1823).
En la respuesta, Merchancano –posiblemente abogado- explicó las causas de la guerra que hacían los pastusos: “No entraré en otra negociación, no siendo en la que Colombia rinda armas y vuelva al rebaño de donde se descarrió desgraciadamente, cual es la España y sus leyes; y por el contrario tendrán sus hijos la gloria de morir por defender los sagrados derechos de la religión y la obediencia al rey, su señor natural, primero que obedecer a los lobos carniceros e irreligiosos de Colombia” (dic. 7, 1823).
La religión y el rey son sus únicas banderas erizadas. Es la pluma y talante soberbio de uno de los demagogos de la contrarrevolución.
“Pastusos, Sois Colombianos; yo seré Vuestro Padre”
La capitulación se firmó en Berruecos el 6 de junio. Y Bolívar expidió una proclama conciliadora: “Una transacción honrosa acaba de estancar la sangre que vertía de vuestras venas… Vuestro valor y constancia os han hecho acreedores a la consideración del ejército libertador y de pueblo colombiano. Pastusos, vosotros sois colombianos y por consiguiente sois mis hermanos. Para beneficiaros no sólo seré vuestro hermano, sino también vuestro padre. Yo os prometo curar vuestras heridas antiguas, aliviar vuestros males, dejaros en el reposo de vuestras casas, no emplearos en esta guerra, no gravaros con exacciones extraordinarias ni cargas pesadas. Seréis, en fin, los favorecidos del gobierno de Colombia. Ya toda vuestra hermosa tierra está libre; las victorias de Bomboná y Pichincha han completado la obra de vuestro heroísmo… Regocijaos de pertenecer a una gran familia que ya reposa a la sombra de bosques de laureles. Participad del océano de gozo que inunda mi corazón”.
Toda la inmensa extensión de Colombia quedaba libre de enemigos, excepción hecha de la plaza de Puerto Cabello y de la provincia de Coro.
El 8 de junio, a las cinco de la tarde, pudo ingresar el Libertador a aquella ciudad resbalosa escoltado de su Estado Mayor. El ejército realista lo recibió en calle de honor y en presencia suya, Bolívar descendió de su caballo para abrazar al coronel García, cuyo bastón de mando y cuya espada se negó a aceptar. Después hubo Te Deum, coloquio y alegría entre militares. La algarabía civil se vio muy poco, pues no estaban conformes los pastusos con la capitulación; ellos aspiraban a pelear todavía más, por tiempo indefinido, hasta triunfar o desaparecer.
Bolívar le escribió a Santander: “Lo hago lleno de gozo, porque la verdad hemos terminado la guerra con los españoles y asegurado para siempre la suerte de la República. La capitulación de Pasto es obra afortunada para nosotros, porque estos hombres, son los más tenaces, más obstinados. Y lo peor es que este país es una cadena de precipicios donde no se puede dar un paso sin derrocarse. Cada posición es un castillo inexpugnable y la voluntad del público está contra nosotros… Pasto era un sepulcro nato para nuestras tropas”.
Días más tarde, partió el Libertador hacia Quito; por Ipiales presumiblemente pasó el jueves 13, y en su compañía viajó el coronel Basilio García hasta esa capital, siguiendo sólo hasta Guayaquil para embarcarse rumbo a Cuba y abandonar definitivamente las tierras ubérrimas que en frustrado intento trató de conservar para su ignoto rey.
Bomboná ingresó al elenco de las gestas más gloriosas de la Independencia. En el monumento que se erigió a los Héroes en Bogotá -demolido por las obras del metro- figura en compañía de las batallas de Boyacá y Carabobo, como una de las tres proezas bolivarianas.
En Carabobo se inmolaron Cedeño y Ambrosio Plaza. En Boyacá Anzoátegui. En Bomboná, Torres. La flor y nata de la oficialidad, en plena primavera.
El Libertador la invocó en su postrer y sublime carta a Fanny:
“A la hora de los grandes desengaños, a la hora de las íntimas congojas, apareces ante mis ojos moribundos, con los hechizos de la juventud y de la fortuna; me miras, y en tus pupilas arde el fuego de los volcanes; me hablas, y en tu voz oigo las dianas inmortales de Junín y Bomboná… Adiós Fanny… Todo ha terminado… Juventud, ilusiones, sonrisas y alegrías se hunden en nada; sólo tú quedas como visión seráfica, señoreando el infinito, dominando la eternidad”.
(Dos antiguos gobernadores del departamento doblados de historiadores, incurren en desatinos o en desplantes políticamente incorrectos. Uno (Navarro) quiso reemplazar la escultura del precursor de nuestra independencia en la Plaza Mayor por el del capitán proimperialista Agualongo. Y otro (Romero), dice en un reportaje para la revista BOCAS, diciembre 2021, que Agualongo derrotó dos veces al Libertador. Hemos visto o veremos que fue Bolívar quien destrozó a Agualongo y sus huestes en las cercanías a Ibarra).
La corta paz que trajeron las capitulaciones prontamente se acabó cuando el coronel realista Benito Remigio Boves inició en octubre de 1822 un levantamiento. El panorama era poco prometedor: sin personal preparado militarmente y sin armas, los insurrectos, convencidos de defender al Rey contra viento y marea, cometieron errores desde el comienzo.
Acto seguido a las capitulaciones de Berruecos, después de la Batalla de Bomboná, desde su cuartel en Túquerres, a comienzos de noviembre, el teniente coronel Benito Remigio Boves, sobrino del terrorífico José Tomás, envía una improvisada patrulla campesina, recogida en los resguardos indígenas de Genoy y Catambuco a saquear a Ipiales y Tulcán por su no disimulado patriotismo, y en cabeza de Agustín Agualongo y Eusebio Mejía (a. “calzones”).

La retaliación fue sumamente cruel porque en las dos poblaciones se quemaron varias casas y se mataron civiles incluyendo mujeres y niños, siendo apresada la ipialeña Antonia Josefina Obando Murillo, la ninfa que había homenajeado a Bolívar cinco meses antes. A la fuerza fue empujada hacia los pueblos cercanos para demostrar el supuesto poderío de la insurrección rural que había motivado Boves y sus secuaces cual ángeles vengadores. En ese mismo noviembre nefando la ninfa ipialeña fue fusilada en el interior de la capilla de La Escala. Huelga precisar que para esa misma época Ipiales fue devastada, incendiada, hasta sus archivos fueron arrasados como si hubiérase querido desaparecerla de la memoria popular. Es cínico que contemporáneamente historiadores pastusos nieguen la veracidad de personajes y sucesos ipialeños si ellos fueron los que incendiaron las pruebas. Renato Remigio Boves seguramente les había prometido a los salteadores de que aún podían derrotar y ahorcar a los terratenientes para confiscarles lo que habían despojado a las comunidades indígenas y por añadidura, la liberación de los esclavos afros.
“Este fue el asesinato colectivo en la época de la independencia más grande e inhumano que recuerde la historia de Colombia, dada su premeditada crueldad y teniendo en cuenta el reducido número de habitantes de la subregión afectada, más concretamente de Ipiales y Tulcán. Soldados y mercenarios realistas obraron, con premeditación y fases repentinas de terror, en la liquidación selectiva de dirigentes y adultos de las comunidades indígenas, de mestizos que fueron delatados y de algunos habitantes urbanos que alcanzaron a huir hacia las montañas vecinas”, denuncia categóricamente Armando Oviedo.
¡Y de esta masacre, sí que los historiadores no se recuerdan!
Agualongo había salido de Pasto el 2 de noviembre de 1820 hacia el Ecuador y regresado el 29 de mayo de 1822, por lo que no actuó en las jornadas de Genoy, ni Bomboná, ni en la de Pichincha, si se tiene en cuenta que estaba expectante, en el norte de Iñaquito a una orden de Carlos Tolrá, para entrar en combate, pero el coronel nunca la dio.
El que sí estuvo en Bomboná fue Estanislao Merchancano y firmó las capitulaciones de Berruecos.
“El pueblo de Pasto no se había rendido y estaba furioso contra don Basilio que en la noche del 9 se libró providencialmente de ser asesinado por un miliciano, y también en contra del Obispo y del Cabildo por haber capitulado –dice Sergio Elías Ortiz- ¿Por qué el pueblo de Pasto no aceptaba los hechos cumplidos, una vez que la propia España en la persona de sus más altos representantes, el presidente de Quito, Aymerich y el comandante de la División del Sur, García, los habían aceptado y se retiraban de la lucha? ¿El mismo Obispo, que era la autoridad espiritual más atendible, tan español y monárquico como ellos, no había acatado la voluntad de Dios en estos sucesos y había arreglado su conducta a la nueva institución republicana? ¿Es que ese pueblo era más realista que el rey, como se ha dicho? Creemos que la mente de la clase inferior estaba llena de prejuicios contra los que ella llamaba insurgentes, traidores, perjuros, etc., sembrados en trece años de prédicas, de actos de resistencia, de continuo batallar, desde el año nueve, y se trataba de gente sencilla, trabajadora, montañesa, donde las ideas se arraigan fieramente y no era posible hacerla cambiar de rumbo de un momento para otro, sintiéndose, por otra parte, triunfadora, como creía haberlo sido en Bomboná. Las autoridades y la clase dirigente que estaban en capacidad de comprender lo que significaba estar colocados entre dos fuegos entendió inmediatamente que capitular en la forma que capitulaban, era lo que más convenia. El pueblo nada tenía que perder, que lo atara a la vida y hasta ésta la había ofrecido por su Dios y por su Rey. Por eso no se rendía, quien se rindió fue don Basilio”.

Alberto Montezuma Hurtado que también fue historiador santiguado, que confesó su culto a Bolívar, pero no despreció la gesta pastusa, decía que “quizás no les convenía la independencia a muchas de las principales familias pastusas, a las encopetadas, dueñas de tierras extensas y fértiles, que en sus gavetas guardaban joyas, títulos de propiedad y pergaminos. Debieron alarmarse ante las posibilidades de transformación social contenidas en las nuevas ideas. Vivian en santa paz con Dios y la Iglesia, con sus tenencias, sus patacones y sus peonadas sumisas. En cuanto a los cargos públicos eran exclusivos para la gente notable y señaladamente, de 1780 para arriba ningún funcionario importante vino de la península para usurpar a los apellidos De La Villota, Zarama, Burbano, Astorquiza, Soberón, Santacruz, Polo, Zambrano y otros, sus posiciones, sus goces, sus preeminencias oligárquicas. No existen estudios a fondo sobre estos particulares, pero no hay ligereza en colegir que lo mismo que en otras ciudades del Nuevo Reino, gentes hubo en Pasto con sólidos intereses que defender, inmensas praderas registradas a sus nombres, y muchos signos de dominio y de riqueza, en fin, de los que nadie se desprende sin fiera lucha ni pierde sin profundo desconsuelo”.
Aparte de los efectos de un impolítico tratamiento, hay pues en los orígenes de la resistencia pastusa al establecimiento de la República, una convicción elemental, una fe prístina en la bondad del gobierno de la Corona, contra el cual solo vio san Juan de Pasto súbitas insurrecciones, críticas y rechazos, de cuya fermentación estuvo ausente, aislada como siempre de todo cuanto significara evolución en las ideas políticas y tendencia a un nuevo florecimiento y al plenitud de la personalidad humana. Más aún, de acuerdo con su criterio tradicional, ¿no temieron que la revuelta iría contra la religión católica de la que fueron los pastusos seguidores fidelísimos a todo lo largo de su historia y por lo cual hubieran sido capaces de encender guerras santas, olvidándose totalmente de la felicidad, lo mismo que del dolor y de la muerte? El clero de la época lo predicaba así, encabezado por el célebre obispo de Popayán don Salvador Jiménez y sus ad-lateres, de manera que no podía serle fácil a la ciudad solitaria desoír la voz tronante de sus temidos pastores.
Por otra parte, si es verdad que las lecturas abren muchas veces los ojos del espíritu, ¿qué leían los pastusos letrados en los albores del siglo de la Independencia? De viejos inventarios particulares se deduce que las lecturas de la época estaban limitadas a las novenas católicas, al Libro de los apóstoles, de Santo Tomás de Aquino, Sor María de Agreda, Feijoo, Fray Luis de Granada, el Año Cristiano, Massillon, Kempis, La Bourdalue, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Borja, Mariana de Jesús, las Siete Partidas, la Conquista de México y con cierta timidez Guzmán de Alfarache y don Quijote de la Mancha. A lo que se agregaba un material abundante compuesto por oraciones fúnebres y pastorales de varios jerarcas eclesiásticos. ¡Nada de Voltaire –Dios los libre!- ni de Rousseau, ni siquiera una mala copia de la traducción de los Derechos del Hombre.
El prolífico historiador Rodrigo Llano Isaza rescata el “Discurso político en que se manifiesta la necesidad e importancia de la extensión de los estancos del tabaco y aguardiente y la abolición de los tributos de los indios con los arbitrios que por ahora pueden adoptarse para llenar el vacío que ahora sentirán los fondos públicos en estos ramos”, de don Miguel de Pombo, de septiembre de 1810, en el cual también se ocupó de una profunda reforma agraria.
“La excelente exposición –dice Llano- tocó uno de los problemas más traumáticos del desarrollo nacional y fijó las pautas de lo que podría ser una auténtica revolución social. Mencionó las causas y consecuencias del latifundio, aportó ejemplos de otros países y señaló las razones por las cuales los indígenas lucharon tan ardorosamente contra los patriotas y militaron tan fervientemente del lado de la Corona. Enumeró casos humanos tan respetables y destacados como el del coronel Agustín Agualongo en el sur, que los llevará a actuar en contra de quienes ofrecieron liberarlos de las cadenas políticas que los ataban a la metrópoli, cuando en realidad ansiaban apropiarse de las tierras de los resguardos indígenas para dejarlos en la miseria, entregados en los brazos del latifundio” (p. 88).
Enviado el coronel Flores a mantener la paz terrorífica, bien pronto supo de la astucia fulminante de Agualongo. Cerca de Pasto, a la vuelta de Matituy, le desbarató el ejército al futuro presidente-pirata del Ecuador. Con indios armados con garrotes, machetes y lanzas, ganó 150 muertos, tomó en rehenes 300 y puso en fuga a los temibles Flores, Obando, Luque y Jiménez.
Dueño de su ciudad le puso gobierno, así que “el blanco” Estanislao Merchancano fue designado Gobernador y él mismo se proclamó comandante General, en nombre del Rey de España.
Y como si fuera poco, Agualongo se decidió por capturar Quito y para ello se encaminó a Ibarra a apoderarse de aquella preciosa joya en su botín realista. El general Bartolomé Salom de siniestros recuerdos que quiso detenerlo en El Puntal, fue desbaratado.
La capital del Imbabura fue sometida al régimen de pillaje y pandilla, por varios días, por ese ejército de indígenas hambrientos más de manjares terrenales que de conveniencias imperiales.
Y esa demora los perdió. Avisado Bolívar por Salom de la vulnerable situación republicana, regresó de Guayaquil inmediatamente y se puso al frente del ejército. El 18 de julio de 1823 enfrentó murgas callejeras en Ibarra que ni siquiera sospechaban de su presencia. El propio Agualongo no pudo reponerse de la inminencia y fiereza del ataque. Ochocientos pastusos quedaron cadáveres camino al Chota. Sólo cincuenta con Agualongo, pudieron atravesar el Guáitara por Rumichaca.

En las confesiones que le hizo a su edecán Perú de Lacroix, en 19 de mayo de 1828, en inmediaciones de Bucaramanga, habla el Libertador: “Mi primer proyecto no fue atacar de frente al enemigo en la fuerte posición que ocupaba, pero habiéndome puesto a almorzar con las pocas y malas provisiones que tenía entonces, y con la última botella de vino que quedaba en mi bodega y que mi mayordomo puso en la mesa sin mi orden, mudé de resolución. El vino era bueno y virtuoso, varias copitas que tomé me alegraron y entusiasmaron de tal modo, que al momento concebí el proyecto de batir y desalojar al enemigo: lo que antes me había parecido imposible y muy peligroso, se me presentaba ahora fácil y sin peligro. Empecé el combate, dirigí yo mismo los movimientos y se ganó la acción. Antes de almorzar, estaba de muy mal humor, la divina botella de madera me alegró y me hizo ganar una victoria, pero confieso que es la primera vez que tal cosa me ha sucedido”.
Así que quien desbarató a Agualongo fue Bolívar y no al revés, como alega el exgobernador Romero Galeano, en su desafortunado reportaje al que ya nos hemos referido.
Dice Guillermo Segovia Mora, en lo que tiene que ver con Agualongo (p. 55):
“Es un homenaje digno de exaltar y cultivar los valores positivos que signaron a un paisano, pero no se debe olvidar nunca el anacronismo de su enseña. Fue un realista criollo, un pastuso herido por las afrentas a sus creencias y a su pueblo, pero así mismo el caudillo de una causa reaccionaria como los hubo a lo largo y ancho de las colonias españolas, a los que hoy exaltan ultraconservadoras nostálgicas españoles que denuestan de la Independencia y glorifican la monarquía con argumentos amañados e interpretaciones acomodaticias”.
“Pero la resistencia tuvo el límite de lo inevitable. Advertido de la irreversibilidad de la victoria patriota y de los nuevos tiempos por venir, el pueblo pastuso juntó su sangre al torrente de la naciente nacionalidad colombiana. Sin embargo, consolidada la independencia, la provincia no tuvo calma por el uso que de estas huestes irreductibles hicieron los caudillos de las guerras civiles que prosiguieron, aprovechando el ánimo de vindicta y la tendencia guerrera larvada en indios y negros tras largos años de violencia, no pocos triunfos y un modo hosco y aislado de vida”.
No se crea que Francisco de Paula Santander fue complaciente con Pasto. Escúchesele en carta al Libertador: “Patía y Pasto son pueblos terribles. Saben hacer la guerra de partidas admirablemente. Voy a instruir que los principales cabecillas, ricos, nobles o plebeyos, sean ahorcados en Pasto”. (AMH, p. 159).
No se sabe bien por qué en Pasto algunos no quieren al Libertador, pero nada dicen de Santander cuando él es autor de esta carta fulminante: “Nada sé de los pastusos; absolutamente he dejado a Córdoba que haga lo que quiera. A hombres tan perversos es menester enviarles un demonio sin instrucciones”.
¡Hubiera sido apenas desdeñosa la embajada si no se hubiera sabido en el gobierno de Bogotá de la media o total locura del antioqueño! (Rafael Serrano Camargo, La estatua sin pedestal, Lerner, 1970, p.187).
Imperativo por ello militar en la escuela de la “Historia Social” para dar a la insurgencia y a la contrainsurgencia una interpretación interdisciplinaria, sociológica, geopolítica y teleológica. La nación indígena fue la protagonista. Que actuó como socia en la coalición con las élites criollas hasta 1822 y como gestora en su suicida enfrentamiento (1822-1825) contra la naciente, pero irreversible República.
Las razones de Pasto para adversar a Quito fueron evitar mayor imaginación y subordinación económica
Sin ningún sobresalto, rígidamente estratificada, conservatizada y aún fanatizada, Pasto permaneció estacionaria, sin signos de vida para la lucha a muerte que se libraba en el continente en contra del Imperio.
A diferencia de sus vecinos, Popayán o Quito, Pasto situada en los Andes septentrionales, adscrita a la zona de los páramos ecuatoriales, no cultivaba relaciones comerciales con el exterior y su economía resultaba feudal y autárquica. “Era un poblado de tercera categoría enclavado en un pliegue de los Andes inmenso, lejos de todo el mundo”, recuerda Sergio Elías Ortiz en las crónicas de su ciudad.
Las vías de comunicación con el mundo exterior de esta porción de América Hispana se reducían a los primitivos caminos reales (de los Incas y de los Pastos), habilitados para vías por los conquistadores y colonos españoles y recompuestas de tarde en tarde, con el trabajo obligatorio de los indios, al terminar las rigurosas épocas de invierno que las dejaban totalmente destruidas.
Era una estación de paso en el circuito comercial que unía a Quito con Popayán, las minas del Chocó, Santa Fe y Cartagena. Únicamente abastecía de carne seca, papas y tejidos bastos de la provincia de los Pastos a las minas de Barbacoas, y de harina de trigo y algunas artesanías a Popayán.
Por eso, las transacciones comerciales se hacían a baja escala con Popayán y Quito e Ibarra, que enviaba harina, lana y ganado en pie. La producción local abastecía las necesidades de los distintos sectores. Los indígenas se vestían con sus propios textiles de lana que confeccionaban en telares artesanales. Grupos de ellos se abastecían de productos elaborados en los obrajes de Quito y solamente las clases altas, se vestían con los géneros de Castilla. La economía, entonces, puede calificarse de autárquica, agravada, además, por las cósmicas vicisitudes andinas que “hacen de la nuestra la topografía más inaccesible del planeta”.
José María Samper, sociólogo, historiador del siglo antepasado, señalaba que: “las mercancías que iban a España del interior del Ecuador y a las provincias de Popayán, Pasto y Cauca, en el extremo meridional del Virreinato de la Nueva Granada hasta Honda, de Honda seguían por tierra a lomo de mula y espaldas de peones, atravesaban la cordillera oriental y occidental de los Andes granadinos, transitaban 500, 800, 1.000 o más kilómetros por caminos imposibles y llegaban hasta Quito, a los veinte meses o dos años de haber sido expedidas de España”.
Todo ello conspiró en contra de nuestra integración al mapa de la independencia y de la Patria y propició y estimuló el estancamiento ruinoso. Al amanecer del siglo de las luces, el 19, Pasto permaneció insólita pero laberínticamente aislada; para peor, sus herméticas clases altas presumieron que eran todo un desafío para sus presentes y cuantiosos privilegios las ideas insurgentes y republicanas. El aislamiento trajo como consecuencia nefasta la perpetuación del sistema feudalista tanto en las relaciones de producción como en el comportamiento social.
No existió en las clases dirigentes un grupo sublevado que disputase contra el régimen colonial, ante todo porque ellos mismos se sentían peninsulares, cobraban los tributos y lucraban sus preeminencias y privilegios. A pesar de los impuestos ellos los escamoteaban. Además, habían lucrado las encomiendas, mitas, concertajes y todas las concesiones que les hizo la Corona.
El académico Pedro Carlos Verdugo señala también que para la época de la independencia, el actual departamento de Nariño era “zona de disputa permanente entre las élites y las Diócesis de Popayán y de Quito … debido a la presencia muy notoria de una élite aristocrática en el terreno político y de la Iglesia Católica en el ámbito socio-religioso; como también por su gran diversidad cultural (Pastos, Quillacingas, Telembíes, Awa-quaiquer, Embera, Yuries) y presencia de un sincretismo sui generis hispano-afro indigenista”.
“En el plano político hubo heterogeneidad. La provincia de Pasto fue una región conservadurista con unas élites compuestas por familias terratenientes de corte aristocrático, las que no se resignaban a perder sus prerrogativas sociales que habían obtenido desde la colonia hasta los comienzos de la República; élite que lideró, conjuntamente con la Iglesia Católica y un amplio sector indígena, orientado por Agustín Agualongo, la defensa de la causa realista y de la autonomía regional en el proceso de construcción del estado-nación”.
Esto permitió la presencia de un partido realista hegemónico, elitista, clerical, burocrático, excluyente, que únicamente periclitó ante la huida de su protector y garante Basilio García después de la Batalla de Bomboná.
Por eso, cuando los primeros anuncios subversivos golpean las puertas de Pasto estas gentes se asustan. La sola hipótesis de un desmejoramiento – menos, la desaparición – de su holgada ubicación burocrática y burguesa los desespera y amilana.
En Pasto no existe aquel divorcio -propio de otras regiones- entre el cabildo y las autoridades españolas, ni tampoco con los que Javier Ocampo López llama “los estamentos inferiores”, indígenas, negros y mestizos. (Ocampo López, Javier. Manual de Historia de Colombia, t. II, p.46).
Por el contrario, entre unos y otros media una identificación de lealtades y aspiraciones; son piñones del mismo engranaje oligárquico y monárquico. Ya hemos hablado de la estratégica alianza de élites con la población indígena y campesina.
Si así eran las cosas, ¿qué razones obligaron entonces a Pasto a involucrarse en “la guerra económica regional?”, se interroga el analista Gutiérrez Ramos y él mismo hace una atinada y lúcida argumentación:
- Abrir una ruta expedita al Atlántico y garantizar el abasto de las minas del occidente neogranadino era el principal aliciente de Quito para “anexarse” buena parte de la Gobernación de Popayán, incluidas como es obvio, las jurisdicciones de Pasto y Barbacoas.
- La élite pastusa, consciente de la mayor subordinación y marginación económica que la política expansionista quiteña implicaba, se resistió con todo su empeño a que ello sucediera, como lo demostraron tanto en sus argumentos, como en las actuaciones políticas y militares que desplegaron para enfrentar las invasiones quiteñas de 1809 y 1811. (p. 159).
Pero no todos se sometieron después de Bomboná y Pichincha, porque el pueblo raso, principalmente la nación indígena, continúa la lucha del partido realista y de una lucha aparentemente política se pasa a la lucha social.
El General en su laberinto

¡Quién hubiera podido sospechar en mayo de 1830, que frente a la casa que fue último alojamiento del Libertador en Bogotá y del que se despidió para siempre jamás, que perteneció al antiguo alcalde José Miguel Pey y al general Herrán, se levantaría la construcción que el Fondo de Cultura Económica le donara a Gabriel García Márquez y a la capital de Colombia. Entrelazados mágicamente dos hombres geniales, dos costeños hermanados por los insondables brazos del Caribe y, además, que el Nobel, escribiría en 1989 una biografía reveladora del trágico final del Libertador – presidente!
Bien pudiera afirmarse que en él sí que se cumplió, más que en ningún otro ser, la sombría sentencia de que nadie nos acompaña en la muerte.
El opúsculo apologético de Gabo es provocativo, ante todo porque rescata un Bolívar rehén de Suramérica y lo ubica en un estadio ecuménico, compartiendo vidas paralelas con Julio César, Aníbal o Napoleón. Pero no para diezmarlo en su grandeza y en su virtud con sus émulos universales, como lo hicieran antes otros cachacos, que sólo reconocen al Bolívar-soldado, sin ningún mérito de liderazgo continental.
A los otros sólo los seduce el brillo de la espada vengadora, pero prefieren como padres de la Patria a otros por el prurito de que Bolívar es caribe, es pardo, es mantuano, es extranjero (a pesar de que él mismo lo advirtió: “Nací para la vida en Caracas, para la gloria en Mompox”. Es ateo, es masón, es visionario, es latinoamericano, es estadista, es soldado, es poeta, es diletante, es generoso, es espléndido … conceptos y atributos que no atraen al conservatorio tan apegado a los pergaminos, al protocolo, a las genealogías y al rampante leguleyismo.
Gabo salta sobre las alambradas convencionales y obtiene un Libertador “nietzscheano” (humano, demasiado humano) que preferimos y amamos los hechizados herederos de su gloria.
La idea tan acatada y patrocinada por las colegiaturas de todos los tiempos y todos los lugares de vivir subyugados por el fetiche y olvidar a los héroes de carne y hueso y sangre y debilidades y ambiciones, es demolida por el Nobel y por quienes preferimos menos próceres inmaculados en el santoral, menos figurines de trapo o mármol y más hombres en nuestra historia. Pero el esfuerzo de Gabo no se traduce en triturar impasible la memoria y el pedestal de Bolívar para posar de iconoclasta, de ángel exterminador o de cronista del diablo.
Ensañudados

Y los nariñenses sabemos bien a quién nos referimos. Fue un paisano nuestro, quien con ferocidad patológica arremetió en contra de Bolívar con la perversa intención de estrangular al Héroe pérfidamente, sin concederle un respiro, convirtiendo en sanguinario lo políticamente inevitable, en ambición pueril lo que Latinoamérica urgía y que aún hoy es un imperativo y un apremio.
Pero que fueron sus irreductibles enemigos los que lo impidieron porque querían -y lo lograron- parcelar la gloria más que del Libertador, de la libertad tan esforzadamente alcanzada, para repartírsela entre ellos en jirones. No en vano Bolívar había sentenciado que “nuestros enemigos tendrán todas las ventajas mientras no unifiquemos el gobierno de América”.
Afortunadamente, Luis Eduardo Nieto Caballero y Quijano Guerrero, Sergio Elías Ortiz, Montezuma, Bastidas Urresty Segovia entre otros, en su momento desbarataron los falaces argumentos de Sañudo y sitiaron la nueva y horrorosa conjura anti bolivariana.
Menester ha sido zambullirnos en los manuscritos del profesor Sañudo para ver de auscultar su resentimiento. Además de sus trabajos sobre Filosofía y Derecho y sus “Estudios sobre la Vida de Bolívar”, Sañudo avanza en la historia de su ciudad natal, a la cual dedica 4 tomos. “La Conquista”, desde el descubrimiento del Perú, 1526, hasta la muerte de Felipe II (1598); “La Colonia”, bajo la Casa de los Austrias, publicada hacia 1939; “la Colonia bajo la Casa de los Borbones”, publicada en 1940. Quedó inédita la Parte IV, La Independencia, 1808-1832, que es la que acá nos interesa.
No deja de ser original, cáustico, imprevisible el historiador pastuso: “El 27 de junio del 18 se publicaron las victorias de Morillo, de que había dado noticia desde su cuartel de Valencia a principios de mayo; pues es cierto que la revolución estaba vencida ese año de 1818, y que, sin la insurrección de Riego y Quiroga, por varios años, se hubiera retardado la Independencia” (p.62).
Obsérvese que solapadamente, el autor soslaya el año 19, que fue el que estuvo cargado de “noticias gordas” y favorables a la Independencia: los dos pronunciamientos constitucionales de Angostura y las flamantes batallas de Pienta, Pantano de Vargas y Boyacá.
En otro arrebato de regalismo dice Sañudo que “Desde la mitad del año 16 hasta la del 19, por las victorias del realismo, hubo alguna calma en la ciudad que le permitió reponerse de las fatigas de la guerra, algún tanto, pero al final del último viniéronle más calamidades, que bien puede decirse con toda exactitud, que entonces fue la patria boba, pues muchos individuos por el atraso de la desdichada época, en la Colombia grande, inconscientes, coadyuvaron a los planes ambiciosos y libertinaje del Libertador” (p.67).
Siguiendo su narrativa antiindependentista y antibolivariana dice que “un suceso importante mientras tanto aconteció: que Riego y Quiroga, jefe de la expedición que el rey mandaba a América en auxilio, se insurreccionaron con las tropas en cabeza de San Juan, en enero de 1820, lo cual en mayo se supo en Bogotá; no esperando auxilios de España varias ciudades como antes dijimos y pueblos y ejércitos realistas con sus jefes se hicieron republicanos, cambiando la faz de la guerra de la Independencia. Pero Bolívar, que estaba acorralado por las victorias de Morillo en 1818, que salvo el asalto de Boyacá, si bien de sí poco importante, tuvo resultas muy favorables para su causa, porque gran parte de Colombia quedó independiente, tuvo hecha la Independencia, sin eficaz calor de su parte, pues lo real quedó desde entonces abatido, hasta el extremo que bien razono al decir que Carabobo, Pichincha, Junín y Ayacucho los habría ganado cualquier jefe republicano aún inepto”! (p. 80).
“Por efecto de la revolución de Riego, se proclamó la Constitución de Cádiz abolida, y se dividen los realistas en absolutistas y constitucionalistas, siendo causa esta división de mayor flaqueza. El Rey, el 12 de marzo tuvo que jurarla, el 22 convocó las Cortes y ordenó que entren en tratos con los republicanos que fue reconocerles beligerancia y dio por resultado las vistas del invicto Morillo y de Bolívar, que la llamó comedia diplomática.
“Hasta aquí, en este tiempo, sin muchos afanes y desgracias se han contado, puede decirse empero que constituye la historia épica de Pasto, por sus múltiples victorias, pero los años siguientes, un período de horrores principalmente por la pereza del carácter de Bolívar, que solía querer satisfacer su desaforada ambición y crueldad, a quien nuestros mayores no tuvieron sino la inocente venganza de llamarlo el zambo Bolívar, apoyado en su físico que a la verdad tenía la apariencia de mulato, sino era en realidad, y por algunos de sus subalternos que no tenían ley con la humanidad ni el temor” (p. 113).
No sin antes el autor pastuso haber despotricado de Manuelita Sáenz, a quien llamó “desvergonzada, a la que las señoras de Pasto llamaban marimacho, de que se quejó a Bolívar, quien riéndose respondióles que él sabía no serlo”. El irreductible fiscal antibolivariano, José Rafael Sañudo parecería que la conoció: “Sobre su conducta licenciosa, basta sólo referir, para darle una justa reprobación y por ser tan conocido el hecho, que vivía en el Palacio Presidencial de Bogotá, con la adúltera Manuelita Sáenz, esposa del inglés Thorne; por cuyo suceso dice Palma, sus generales tenían que agachar la cabeza, y hasta Córdoba, hubo de ser conductor desde Lima, de esa mujer”.
El célibe Sañudo ignoraba deliberadamente la historia de Roma. De Napoleón. O la misma del Vaticano y la saga de los Borgias. La propia de su héroe Santander con las Ibáñez. El inquisidor pastuso no entendía que el amor anestesia, baja las defensas, si hablamos de pandemias. O si no que repare en Santander -a quien no reprocha nada- sacudiendo en vilo al doctor Márquez, en casa de la favorita de entrambos, episodio o culebrón que dizque es el origen de nuestros partidos políticos.
Ni modo que para Sañudo, Bolívar -hombre fatídico- no haya sufrido la consabida conspiración: “por lo que la noche del 25 de septiembre, que lejos de ser nefanda como historiadores sin criterio apellidan, constituye una página más gloriosa de la historia de Colombia, en que varios jóvenes como Ospina y Márquez, que después de 1843 fueron cabezas del conservatismo, González y Acevedo Gómez del Liberalismo, contando con la simpatía de la mayor parte de Bogotá, sobre todo de las mujeres; pues el desamor de éstas a Bolívar, afirma en 1830 el obispo Talavera, se conjuraron contra la dictadura; mas por hado funesto abortó la conjuración y dio lugar a que Bolívar hiciera asesinatos”. Sañudo declaró enfáticamente su admiración a Santander, véase la revista Amerindia (Número 4, 1953).
Para iniciar el piélago de inexactitudes de Sañudo dígase de una vez que NI MUJERES (A NO SER MANUELITA) NI ACEVEDO GOMEZ NI MARQUEZ FUERON PARRICIDAS. Véase en este capítulo el trabajo que al limón hicimos con el académico e historiador Edgar Bastidas Urresty cuando publicamos “Dos Visiones sobre Bolívar” (1997).
Sañudo se lisonjea también de su propia teoría de la expiación, diremos que le permite conjeturar que hubo justicia divina en el crimen de Sucre y de Obando, que perecieron asesinados por sus émulos, pero en todo reivindicando todos los males que perpetraron a los pastusos en la independencia. Incluso Bolívar desterrado de Venezuela su patria, y de la Nueva Granada.
Paradójicamente, y a pesar de Sañudo tan católico y prorromano, el Libertador murió designado Plenipotenciario ante la Santa Sede, enviado allá por el gobierno de Bolivia. Y con un millón de pesos que le había decretado el Congreso de Lima y que finalmente se los robaron los Guzmán de Caracas. Quito también prometía su asilo.
Precísese que desde las aulas universitarias, en el periódico “El Estudiante”, Sergio Elías Ortiz desconceptúalo: “No sólo nos proponemos refutar esta desgraciada obra, sino también las omisiones en que incurre … ha gastado más de 20 años en fabricar su obra sobre Bolívar, ignorando las fuentes históricas ¿o es que ha procedido con mala fe histórica?”. Y esto sólo como abrebocas.
En tanto que García Márquez no goza lúdica ni alborozadamente con el laberinto que aturdió al Libertador en los últimos catorce días de su imponente drama. Por el contrario, su relato es una exaltación descarnada del final triste y angustiado de un caudillo que lo entregó todo al vértigo de la Revolución.
Los idus del año treinta son telúricos para la cronología de la Independencia y de la primera República. En junio, en los desfiladeros de La Jacoba es oscuramente asesinado el mariscal de Ayacucho, el más digno de los generales, en magnicidio repugnante que conmovió en su trágica intensidad al moribundo padre de la Patria.

La crónica de los postreros instantes es estremecedora por lo devoradoramente tristes y solitarios. Pero todo ello es sublimado por la fibra moral del Libertador y por la pluma encantada del vallenato.
“Posiblemente el mayor error del Libertador Simón Bolívar fue haber perdonado la vida del conspirador Francisco de Paula Santander y sólo desterrarlo, pese a comprobar que formó parte del plan para asesinarlo”. “Esa oligarquía leguleya que dejó Santander, la heredó Colombia. El resultado se refleja en la corrupción de sus gobernantes durante doscientos años”.
“Las oligarquías de cada país, que en la Nueva Granada estaban representadas por los santanderistas, y por el mismo Santander, habían declarado la guerra a muerte contra la idea de la integridad, porque era contraria a los privilegios locales de las grandes familias. Esa es la causa real y única de esta guerra de dispersión que nos está matando”, dijo el general. “Y lo más triste es que se creen cambiando el mundo cuando lo que están es perpetuando el pensamiento más atrasado de España. Todo lo he hecho con la sola mira de que este continente sea un país independiente y único, y en eso no he tenido ni una contradicción ni una sola duda”.
El general Santander en repetidas ocasiones manifestó sus deseos de un gobierno fuerte y su voluntad de servir lealmente a Bolívar, aunque éste se coronase. El vicepresidente lucía especial respeto a las leyes cuando podía blandirlas como armas contra los militares vencedores rivales suyos. El 21 de agosto de 1826, escribe Santander a Bolívar: “El origen de nuestros males está en mi entender en que desde la Constitución hasta el último reglamento han sido demasiado liberales para un pueblo sin virtudes y viciado por el régimen español donde hay tantos elementos de discordia y tantos hombres que se creen superiores a usted mismo”. Y en noviembre 5 del mismo año: “No tengo embargo en decir públicamente que solo Usted serviría como dictador, monarca, etc., de resto a nadie, porque parto del principio de que usted respeta las leyes y los derechos del hombre, lo que obligó sin duda a Mollien a decir que su dictadura nunca había sido una desgracia”.
El irreparable pecado de Santander fue el de no haber sido partícipe de El Sueño. “No: no fueron esos ni tantos otros los motivos que causaron la terrible ojeriza que se fue agriando a través de los años, hasta culminar en el atentado del 25 de septiembre. La verdadera causa fue que Santander no pudo asimilar nunca la idea de que este continente fuera un solo país”, dijo el general. “La unidad de América le quedaba grande”. Más adelante, se ratifica el veredicto: “Es avaro y cicatero por naturaleza”, decía, “pero sus razones eran todavía más zurdas: el caletre no le daba para ver más allá de las fronteras coloniales”. Para quien carece de convicciones o de simpatías que lo convoquen con especial ahínco a la defensa de Santander, ésta no sería sino una instancia más en el grande o chico pleito por el que tanta tinta (y, a la colombiana, no poca sangre) se ha vertido.
Por lo demás, el relato del eclipse bolivariano es un poema épico y trágico. Porque bien pudiera recitarse de sus últimos días:
“… su cuerpo, antes de acero y de tensos nervios, es ya un despojo de macilentos huesos. Su leve rostro es la hoja seca que el huracán arrastra. Sus grandes ojos tristes de fuego negro principian a apagarse en honda melancolía. Su gran corazón es ya un cansado suspiro. Su respiración es un apagado eco del mar, que lo arrulla en su trueno lejano… “.
Se ha podido rastrear la filiación espiritual de Gabo en El Quijote, en Virginia Wolff, en William Faulkner, en Joseph Konrad, en Hemingway, hasta en el mejicano Juan Rulfo, -desde luego en las tragedias de Sófocles-, pero es del incontrastable Shakespeare el siguiente pasaje:
Comprobando la antigua austeridad de su amo y la estrechez sobreviniente, en el supremo protocolo del testamento, cuando el moribundo dicta la cláusula de los ochos mil pesos para su mayordomo perpetuo, le suplicó al general que cambiara su voluntad: “Siempre hemos sido pobres y nada nos ha faltado”.
A lo que responde el agobiado General: “La verdad es la contraria. Siempre hemos sido ricos y nada nos ha sobrado”. Así que no había alternativa: la donación no sólo era irrevocable sino irrenunciable. “Es lo justo”, concluyó el general. “Lo justo es morirnos juntos”, replicó Palacios que habría de supervivirlo hasta los setenta y seis años, pobre y nostálgico.
Repárese en la cantera anglosajona: “¡Sufrimos demasiado por lo poco que nos falta y gozamos poco de lo mucho que tenemos”!
¿Quién entiende a los Pastusos?
En las andanzas iniciales de la Independencia, solo don Joaquín de Caycedo y Cuero pudo entenderse durante algún tiempo con los pastusos en materia tan delicada como la organización de juntas de gobierno, pero se vio atropellado por el doctor y coronel Alejandro Macaulay, arrogante y fanfarrón, y todas sus ideas políticas terminaron ante un pelotón de fusilamiento.
“Debe anotarse, además, que desde los verdaderos comienzos se usó con los pastusos de un lenguaje injurioso, fatuo, irracional, desafiante, absolutamente impropio para el entendimiento con hombres serios, de convicciones arraigadas y moralidad insospechable. “No hay remedio”, le decía al Ayuntamiento de 1812 el Gobierno de Popayán presidido por don Felipe Antonio Mazuera: “Un pueblo estúpido, perjuro e ingrato … debe ser como el pueblo judío, entregado al saqueo y a las llamas. Tiemble la ingrata Pasto … tiemblen esos hombres de escoria y oprobio”. Y también el joven médico Macaulay se tomaba la libertad de decir: “… Tiemble ese pueblo bárbaro, infractor de los derechos de Dios y del hombre: no habrá piedad, no quedará hombre vivo desde el Guáitara hasta el Juanambú, el fuego consumirá sus edificios, las futuras generaciones admirarán en sus ruinas y escombros un castigo proporcional a sus delitos”.
A todo lo cual contestaban con serena entereza los pastusos: “No crea Usted que es pueblo bárbaro con quien trata; valiente sí, constante en las obligaciones que tiene con Dios, con el rey y sus justos derechos; mira con horror el perjurio, siente la desolación y el estrago que ha causado el olvido de la fidelidad a Dios y al rey y está resuelto a esperar ser reducido a cenizas antes que faltar a sus deberes”.
Al general Nariño le dijeron en 1814: “Usía es quien nos viene a hacer la agresión más injusta. Nosotros hemos vivido satisfechos y contentos con nuestras leyes, gobiernos, usos y costumbres. De fuera nos han venido las perturbaciones y la tribulación”. El 8 de abril de 1814 le enviaron un nuevo oficio: “Como acaso será esta la última vez que este Cabildo tenga la bondad de hablar con Usía, ha creído de su deber asegurarle con la ingenuidad que constituye su carácter, que firme en sus propósitos y cada día más adherido al sistema de gobierno en que vivieron y murieron sus padres, está decididamente resuelto a sacrificarse antes que abandonar este precioso depósito”.
Tampoco esas fuentes instructivas estaban al alcance del pastuso común, eran propiedad de los sacerdotes y de algunos seglares venidos de España con escudo y otras campanillas, los cuales eran lo que ya podían llamarse clase dirigente u oligarquía. Los de zona media y, sobre todo, los de zona baja, no leían absolutamente nada, y ¿cómo hubieran podido serlo si en siglo XVIII no pasaban de dos mil los pastusos que sabían leer y escribir? Por otro lado, desde la expulsión de los jesuitas, Pasto se quedó sin colegio y sin escuela; poco antes de 1800 entró a funcionar el Real Seminario donde se enseñaba latín y teología moral, y en la escuela adjunta las primeras letras y el catecismo. ¡Suficiente equipo para que entraran en la vida los niños de la ciudad!
No resulta laborioso comprender que en tales circunstancias, todo cuanto se hallara fuera de los moldes ordinarios de la existencia habría de urgir la malicia o el reconocimiento de los pastusos, ponerlos en guardia y lanzarlos finalmente a vigorosas acciones de defensa de lo que ellos consideraban como la práctica irrecusable de la rectitud y de la justicia. Y nada iguala su tenacidad, nada puede copiar su valor ni menos imitar su estoicismo. Hay sujetos configurados para la paz de las escribanías públicas, pero que puestos a prueba de guerrear manejan el mosquetón con inexorable puntería o sacan relámpagos ensangrentados del filo de las espadas como los capitanes Juan María de la Villota, Ramon Zambrano y José Soberón; otros que brillan por igual en las faenas del gobierno y en las zozobras de la guerra, como don Tomás Santacruz, don Blas de la Villota y aun don Estanislao Merchancano.
De regreso a Pasto el indomable Cicerone sitió nuevamente la atormentada ciudad. El propio vicepresidente Santander el 6 de noviembre de 1823 le escribió una carta conciliadora que no fue respondida.
Así que vinieron Salom y José Mires que con Flores arrinconaron al solitario coronel realista. Volvió a las montañas, pero esta vez para buscar Taminango, el Patía y el camino de Barbacoas, a cientos de kilómetros y de calamidades amén de enfrentar al teniente coronel Tomás Cipriano de Mosquera, gobernador de la provincia de Buenaventura cuya capital lo era el puerto de Iscuandé. “Un fogoso oficial de veinticinco años a quien la designación le venía muy bien, pues en esa región y con la ayuda de cuadrillas de esclavos africanos, su familia explotaba las minas de oro. Mosquera contaba con el apoyo de una pequeña tropa porque su principal misión era preparar un envío de cincuenta mil pesos en tejos de oro, para financiar las actividades del ejército colombiano en el Perú”, dice el historiador-periodista Mauricio Vargas.
Esta batalla se dio el 31 de mayo y el primero de junio de 1824 y no en 1826 como lo destaca una pintura del Museo Nacional, a instancias del sospechoso historiador Pedro María Ibáñez.
“A pesar de que los realistas lo doblaban en número, el joven coronel caucano se movió con valor y astucia y derrotó a Agualongo”, se lee en “El mariscal que vivió de prisa”.
Lo único claro fue que Agualongo se escapó de nuevo diezmado a sus montañas y al coronel Mosquera le rompieron ambas quijadas, que repuso meses más tarde en Nueva York. Desde luego él cobró caro la osadía: 140 realistas muertos, 183 prisioneros. “Nuestra pérdida fue de 13 muertos y 18 heridos, incluso yo”, dice el futuro General de mil soles. A los problemas en el habla que le dejó la herida que le destrozó media quijada, les debería el apodo “mascachochas”, que lo acompañaría hasta su muerte, cincuenta y cuatro años y media docena de guerras civiles después.
Vargas Linares, Alberto Montezuma y Rodrigo Llano puntualizan que la herida la recibió de un soldado de apellido Martínez, de su propio ejército, que a última hora lo traicionó.
Durante 20 días, deambuló Agualongo por la ruta del retorno que fue su ruta de la muerte. Llegó al Páramo del Castigo, suelo estéril y desolado. Allí lo esperaba José María Obando, su antiguo compañero de armas realistas, que, a principios del 22, se entrevistó en Cali con el Libertador y se alistó en los ejércitos patriotas.
“Es ese hombre tan bajito y feo el que nos ha mantenido en el terror?”, preguntó un notable de la ciudad al verlo.
“Sí, contestó Agualongo, tras fijar sus ojos negros en el hombre que indagaba. Pero dentro de este cuerpo tan pequeño se alberga el corazón de un gigante”.
Era el 13 de junio de 1824, cuando Agualongo fue conducido a Popayán a enfrentar el implacable consejo de guerra verbal. Obando hizo esfuerzos por indultarlo y homologarlo al Generalato de la República, pero Agualongo no quiso, porque hubiera significado para él desdibujar mediante una canonjía todo lo que fue la razón y la sinrazón de su lucha.
La trágica experiencia de Agualongo quedó grabada en la memoria de las más destacadas y épicas gestas de la Independencia.
Después de la muerte del jefe, continuaron algunos de sus seguidores tratando de levantar el entusiasmo, pero todo fue inútil y uno a uno fueron cayendo: Merchancano y el español Domingo Martínez en Pasto; Juan José Polo en Quito, Calzón en Gualmatán, Canchala en Siquitán, Eusebio Revelo y Mesías Calderón en Cumbal. Sólo en la ciudad de Túquerres se sostenía hasta 1826 José Benavides cuando cayó con doce oficiales y treinta y un soldados, víctimas de una estratagema perpetrada por José María Obando. De común acuerdo con el teniente Juan de la Cruz Paredes, quien se había pasado a las filas republicanas por aquellos días, decidieron que éste se presentara en Túquerres “alzando el estandarte de la rebelión” e invitando a sus antiguos compañeros realistas a una reunión, salieron de su escondite los rebeldes y cuando estuvieron congregados Paredes los entregó a Obando, gobernador de Pasto.
La muerte del abogado Estanislao Merchancano fue perpetrada y confesada por el propio Juan José Flores, quien le preparó la estratagema traidora después de haberlo seducido por meses en amistad e intimidad, con un engañoso indulto, para luego asesinarlo un voltígero de apellido Vela, después de cenar en la mesa de Flores.
Mientras tanto, Salom proseguía ejecutando acciones propias de un criminal. Tomó prisioneros a 14 ciudadanos distinguidos de la ciudad bajo el pretexto de que habían participado en la rebelión y ordenó al teniente coronel Cruz Paredes que los matara donde pudiera e hiciera desaparecer sus huellas; así lo hizo Paredes con el pretexto de llevarlos para Quito. Al llegar al Guáitara, donde el río forma un abismo, hizo atar espalda con espalda, por parejas, a los catorce patricios con otros presos señalados como sospechosos y él mismo, porque sus soldados se resistían a hacerlo, los empujó al abismo. Por último, desterró a las mujeres y eclesiásticos godos al Piura (Perú).
Conducta típicamente criminal que abonó el justo y eterno resentimiento que sienten los pastusos y colombianos en general ante episodios innecesariamente cruelísimos y políticamente insostenibles.
El magnánimo historiador Sergio Elías Ortiz dice que “A los pocos días del apresamiento de los mil pastusos en la plaza, se cogieron también a más de doscientos indígenas de las aldeas de los alrededores, muchos de ellos padres de familia y de los cuales solo regresó uno a su ciudad nativa, el indio Manuel Tutistar, el cual refería que fueron agregados a la división del brillante general José María Córdoba en la Batalla de Ayacucho, que los trataba muy bien y como ellos habían podido hacerse allá algunos instrumentos musicales, les ordenó en el momento de entrar en combate a la inmortal voz de mando “paso de vencedores”, que tocaran la “guaneña” el himno de guerra de Pasto, que le gustaba porque ponía fuego en el alma y ardor en los corazones para cargar sobre el enemigo”.
Y claro que José María Barreiro, el comandante realista que se enfrentó a Bolívar en el Puente de Boyacá, hizo lo mismo en el villorrio de Belencito cerca de Sogamoso: ordenó que treinta y cuatro prisioneros de Gámeza fueran atados espalda contra espalda de dos en dos, para luego alancearlos más certeramente. (O’Leary, de Alfonso Rumazo González, p. 716).
En las épocas de Miranda (Massur, p. 147) las tropas realistas, al mando del capitán Antoñanzas, avanzaban sin cesar, en una serie de pequeños combates, todos sin excepción, victoriosos. Los pueblos eran incendiados, degollados los soldados republicanos y asesinadas poblaciones civiles enteras. De esta forma se inició la terrible cadena de crímenes, cuyos sangrientos eslabones se prolongaron hasta el final de la guerra de independencia”.
Ya habíamos recordado también al profesor Pedro Carlos Verdugo quien advierte que: “Los excesos referidos del general Sucre y del Libertador en la ciudad de Pasto, se quedan en miniatura ante las atrocidades cometidas por los ejércitos realistas con la población ipialeña, entre 1812 y 1814: saqueos, incendios, fusilamiento y exterminio, especialmente de la comunidad indígena de los Pastos”. Lydia Muñoz, escritora pastusa, recuerda que después de Genoy (2 de febrero, 1821) el coronel Manuel Antonio López reacciona ante los “600 pastusos de ruana y sombrero que sin piedad, empezaron a asesinar a todos nuestros heridos, lo mismo que a los prisioneros”.
Todo el repertorio precedente sólo para notificar que las crueldades fueron mutuas en el teatro y anfiteatro de la independencia.
Resulta explicable (Liévano Aguirre, Grandes Conflictos, 1972, p. 842), que ante la eventualidad de una rebelión triunfante contra España, la indiferencia fuera la característica corriente entre indígenas y hombres del común. “Nada más natural entonces que el pueblo bajo adoptara frente a la Independencia una actitud hostil. Que a la bandera revolucionaria opusiera los estandartes reales. Lo contrario hubiera sido un contrasentido, pues era su designio luchar por la causa de España que era objetivamente luchar por su libertad (contra la opresión criolla), como combatir en las filas patrióticas significaba reforzar sus cadenas”.
Agustín Agualongo, la encarnación más perfecta del valor de la lealtad de su propia gente, es la figura indígena que en Colombia simboliza el rechazo de ese “pueblo bajo” a la alternativa criolla.
El pueblo era indiferente, porque en estas guerras no se planteaban problemas de su raza, de su clase o de su condición sociopolítica, ni se combatía por los postulados de libertad e igualdad en cuyos nombres se declaraban. Desde finales de 1810 hasta finales de 1814, cuando Bolívar toma Santa Fe, enfrentamos la primera guerra civil conocida como la “Patria Boba” o Primera República. Y de 1815 al 19, la reconquista española. Pero no todo español fue realista ni todo americano patriota, ni los indios se definieron en conjunto por un bando ni los negros esclavos tomaron partido por una lucha que no era suya.
Santa Marta, Popayán, Pasto, entre otras, incluida la propia Santa Fe no siempre aceptaron nada distinto al Consejo de Regencia y más tarde a Fernando VII.
Ni tampoco todos los pueblos del Distrito de Pasto fueron realistas. La provincia de los Pastos, con Ipiales a la cabeza, lucharon enérgicamente por los ideales independentistas. Tanto que el 7 de septiembre de 1810 formó Junta y promulgó Acta de Independencia absoluta de todas las autoridades incluidos Fernando VII, la Junta de Regencia de Cádiz y obviamente Pepe Bonaparte.
Ernesto Vela Angulo, filósofo ipialeño siempre polémico, heterodoxo, contestatario nato, adobado de un espíritu ecuménico y burlón que lo divorciaba de los báculos insoportables, con Agualongo y Sañudo barajaba jugosamente su “realismo mágico”. Del historiador pastuso solía repetir que representó la reacción de Pasto contra la independencia y la libertad. Independencia no sólo política. “Ese modo de pensar influyó tremendamente en Nariño. ¿Nuestro territorio había sido maltratado durante el siglo 19, pero por culpa de quién? De los propios pastusos. Se encargaron de enaltecer lo realista. El departamento es realista hasta ahora”. Y del magno guerrillero: “Agualongo prefiere a sus viejos amos y desprecia olímpicamente a los criollos, encarnando el tipo clásico del reaccionario de su tiempo y de enemigo apasionado de la causa de la independencia”. A lo que ripostaban sus contradictores que Vela Angulo aparece “aduciendo grandes mentiras, sobre Pasto, como una ciudad oscurantista y reaccionaria que se opuso a la independencia, a la libertad, sin que se haga un análisis de las circunstancias y condiciones que vivía Pasto y su gente” (carta de Enrique Herrera, 30 de mayo, 2005). Igualmente, reprochaban a Vela que haya recordado que al departamento de Nariño “se quería ponerle por nombre el Departamento del Corazón de Jesús”, como si no hubiera sido cierto que le quisieron bautizar con el de su beatísima madre, “la Inmaculada Concepción”. Con razón Julián Bastidas Urresty, en un reciente y ya clásico libro, recuerda que Humboldt sentenció que “en Pasto, Quito, Perú, los indios han cambiado un excelente gobierno como el de los incas, por un miserable: el español”. Y dice Julián: “A pesar de las constataciones de Humboldt, algunos historiadores aseguran hoy que los habitantes de Pasto vivían felices con Fernando VII, razón por la que se resistieron a la independencia de España”.
El Libertador, en el esplendor de su gloria tuvo tiempo para imprimir una biografía de Sucre que la escribió, la única, en homenaje de su Mariscal, su hermano en los delirios de la libertad.
Refiriéndose a la controvertida e incomprensible conducta de Sucre de hoy hace 200 años cuando la “pacificación de Pasto”, apunta:
“La pertinaz ciudad de Pasto se subleva poco después de la capitulación que le concedió el Libertador con una generosidad sin ejemplo en la guerra. La de Ayacucho, que acabamos de ver con asombro, no le era comparable. Sin embargo, este pueblo ingrato y pérfido obligó al general Sucre a marchar contra él, a la cabeza de algunos batallones y escuadrones de la guardia colombiana. Los abismos, los torrentes, los escarpados precipicios de Pasto fueron franqueados por los invencibles soldados de Colombia. El general Sucre los guiaba, y Pasto fue nuevamente reducido al deber”.
Julián Bastidas Urresty en su meritoria biografía del Obispo Salvador Jiménez de Enciso revela la desolación del Libertador cuando sabe del levantamiento de los pastusos, “pues los rebeldes rompían los acuerdos pactados en La Capitulación dando muestras de una tenaz resistencia al gobierno legítimamente constituido. Su disgusto fue mayor pues recibió la noticia en días difíciles cuando tenía dificultades para incorporar Quito a la república, discutir con San Martín el problema de Guayaquil y para organizar la campaña al Perú … Además, la insurrección de Pasto impedía la comunicación con el gobierno de Bogotá de donde recibía el dinero y las autorizaciones para adelantar la campaña” (p. 261). Además que el autor reconstruye las escenas de horror que padeció la sociedad pastusa y reconoce que esta acción desmedida fue un error político que acrecentó el odio y los deseos de venganza.
En un esclarecedor, aunque desconocido ensayo intitulado “Razones socioeconómicas de la conspiración de septiembre contra el Libertador”, (Biblioteca Venezolana de Historia, 1968, p. 27 ss.), entre otras causas, Indalecio Liévano Aguirre atribuye a la campaña para acabar con los resguardos el móvil de atentado septembrino. Mariano Ospina Rodríguez, uno de los conjurados, atacaba el empeño del Libertador dirigido a revocar la norma de eliminación de los resguardos que ordenó la Constitución de Cúcuta. Ospina descendía del titular de la poderosa encomienda de Guadalupe. Y la proyectada Constitución de 1826, manuscrita del propio Bolívar también prohibía la esclavitud.
La Constitución de Cúcuta también incluía autorizaciones para reprimir severamente las insurrecciones antiindependentistas permitiendo la repartija de los bienes confiscados a los rebeldes cediéndoselos a los militares. Allá rastreamos los excesos de los libertadores en las navidades de 1822: ¡estaban autorizados por los constituyentes de 1821!
Y es que Miguel de Pombo –junto con el federalismo de Filadelfia y los santanderistas- propuso desde 1810 la eliminación de los resguardos de indígenas.
“Lo lograron teóricamente en Cúcuta en 1821, y en la práctica en 1832. Con el general López en 1850, todas las tierras quedaron en comercio libre. El efecto natural de esta medida –dijo Luis Ospina Vásquez- fue el pronto paso de las tierras repartidas de manos de los indígenas a las de los hacendados y capitalistas blancos o asimilados a tales. Ocurrió un fenómeno de proletarización en el sector rural a escala nunca vista en el país. Los nuevos proletarios dieron brazos baratos a los cultivadores de tabaco y a los hacendados capitalistas del interior”.
Lo mismo ocurrió con los ejidos o tierras comunales alrededor de los municipios que permitían su subsistencia a las gentes pobres. Por lo menos y para evitar este despojo, Ipiales no tuvo ejido. Los resguardos eran terrenos adjudicados colectivamente a los indígenas. Su fin era el preservar la vida comunal de las tribus, darles protección y autonomía.
Bolívar era opuesto también al libre cambio. El primero de agosto de 1829 prohibió la importación de textiles al Ecuador.
Toda la élite (“la fronda aristocrática”) grancolombiana estuvo de acuerdo con la eliminación de los resguardos, de los ejidos, de los mayorazgos, del estanco, del proteccionismo. Eso significaba la eliminación del Estado. Y de Bolívar.
La batalla de la independencia en el sur, ¡la obstinada resistencia de los pastusos ante el acoso de Quito y eso del comercio y la expansión de los mercados lo tuvieron que justificar ex post facto, Sergio Elías Ortiz, Montezuma Hurtado, Edgar Bastidas hasta Jairo Gutiérrez Ramos y Gerard Massur!, y ese, como se sabe, ha sido siempre motivo de las grandes agresiones. Dígalo, Alemania e Inglaterra a propósito de las dos guerras mundiales.
Bolívar, Panamá y Gabriel García Márquez son la urna triclave universal, los únicos temas que han merecido aureola mundial.
Entristecen por eso las prosas e imposturas de un Juan Domingo Díaz, José Rafael Sañudo, Madariaga, Marx, Holstein, Bartolomé Mitre, Arturo Capdevilla, que más que estudios sobre una vida son una decapitación. Otto Morales siempre se afilió a la corriente que favorece la herencia histórica del general Francisco de Paula Santander. En ese prejuicio lo acompañan Germán Arciniegas, Carlos Restrepo Piedrahita, Roberto Botero Saldarriaga, Laureano García Ortiz, Maximiliano Grillo, Enrique Otero Costa…
No es prosa de epopeya, sino de historia disecada.
Pero Bolívar tiene también su “primera línea”, su escolta, la de más alcurnia: en el culto bolivariano ofician Indalecio Liévano Aguirre, López Michelsen, Álvaro Uribe Rueda, Guillermo Camacho Montoya, Fernando González, Luis Eduardo Nieto Caballero, Fernando Hinestrosa, Benjamín Ardila Duarte, Enrique Santos Molano, Víctor Otero Paz, William Ospina, Edgar y Julián Bastidas Urresty, Milton Puentes, Fernando Vallejo. (Cuando el parque de San Francisco fue convertido en parque “Santander”, dijo que “Han cambiado el nombre de un santo piadoso por el de un prócer dudoso”).
Nos redimió de la coyunda ibérica/ y aunque no tuvo hijos de sangre/ bajo la cruz del sur y las estrellas/ en coito con la historia universal/ engendró seis banderas. (Helcías Martán Góngora).
La reconquista española, de brutal represión, no ofreció ninguna alternativa de justicia social. El propio pacificador Pablo Morillo pidió su relevo más de doce veces ante tanta insensatez, porque como ahora mismo en 2022 en la Nueva Granada profunda, la tiranía exclusivamente responde con barbarie los inaplazables clamores populares.
La violencia la hacen los gobiernos débiles (antaño y hogaño) que ocupan a los militares solamente en faenas de sangriento sometimiento.
