Por: Oscar Seidel

No solo era el efecto del confinamiento por la pandemia del Coronavirus que azotaba al planeta, sino que el gobierno nacional había decretado el cierre parcial de todas las actividades comerciales que había menguado sus ingresos económicos. Pensó ante esta situación, litigar de medio tiempo como abogado que era, profesión que dejó de ejercer por los pocos clientes que tenía en Puerto Perla, y además porque se cansó de perder todos los pleitos que los clientes le asignaron. Pero, los juzgados también estaban cerrados a pesar que el juez, el secretario y el mensajero recibían sus salarios cumplidos, y esto lo obligó a seguir como vendedor de mostrador ya que sus salidas a la zona rural quedaron suspendidas.
Esa mañana, poco a poco, al quitarse la cobija descubrió su transformación en un cucarrón picudo: sus cuernos en la cabeza, los tres pares de patas, y su cuerpo dividido en tres regiones: el abdomen abombado, el caparazón que sustituyó a su espalda, y un pico alargado para alimentarse de las hojas y del tallo de las palmas de coco y chontaduro. Pese a la gravedad de la situación, la primera preocupación de Goyo Venté fue la de justificar su nuevo estado físico en el empleo. El turco Abdul, dueño del almacén donde Goyo trabajaba, decidió ir a buscarlo a su casa debido a su inusual retraso, que, pese al nuevo horario implementado, no había incumplido hasta ayer. Goyo hizo un gran esfuerzo por abrir la puerta de su dormitorio y, entonces, el turco y la familia Venté se percataron de su nueva forma: la de un enorme cucarrón picudo. Este era un animal desplazado de su lugar de origen por la talada de madera, y por los sembrados de coca, la otra peste que llevaba azotando a la región desde hace muchos años, a la que no pudo vencer un destacamento de 9.000 soldados desplegados por toda la costa. No teniendo más opción para un nuevo hábitat, el picudo encontró en las palmas de chontaduro y de coco el lugar ideal para alimentarse y reproducirse.

Goyo Venté, hasta ese momento había guardado el secreto que en su última correría por el campo quedó traumatizado, y todas las noches soñaba con la plaga del cucarrón picudo, que tenía en aprietos económicos a todos los campesinos para vender sus productos en buena calidad; información que no fue divulgada para evitar que llegarse a oídos del turco Abdul, y éste de inmediato cortara el crédito a los campesinos que venían pagando con puntualidad.
Al principio, la familia Venté no supo cómo hacer frente a la nueva situación. Su padre se enfureció y lo despreció porque Goyo no volvió a trabajar, y puso en problemas la manutención de todos. El turco Abdul, quien lo había humillado y criticado por su forma de trabajar ahora en el mostrador, pues no cortaba bien los metros de la tela popelina Canciller, aprovechó la situación del Coronavirus para despedirlo, asunto que le causó una gran depresión. Sin embargo, su hermana Miguelina, la cual sentía gran cariño por Goyo, se apiadó de él y se encargó de alimentarlo con chontaduro y hojas de cocotero, y además limpiarlo y cuidarlo. Después de asear su habitación durante un tiempo, la hermana comenzó a repudiarlo por el fuerte olor a escarabajo que desprendía y por el excremento redondo que dejaba en el piso. En otra ocasión, a la madre le dio un vahído al ver su intención de volar hacia la ventana. Entonces, el padre culpó al cucarrón picudo de los males sucedidos y le pegó con la escoba de yarè para acribillarle, sin lograr su cometido gracias a que se interpuso la hermana.
En ese proceso de transformación, se desdibujó poco a poco su identidad. Goyo perdió importancia en el momento en que fue dependiente de Miguelina y se descubrió como una pieza inútil, un badulaque, una carga para sus padres y su hermana.
El sentido de la responsabilidad que Goyo tenía con su familia lo hizo sentir culpable en el momento en que se dio su metamorfosis. Goyo llegó a la conclusión que era mejor estar muerto que vivo y se abandonó a sí mismo. El sentimiento de culpa y la frustración lo condujeron a su fin. Por primera vez, imploró a la naturaleza para que el Coronavirus lo exterminara. Pero, él ni los empleados de la brigada de salud del municipio sabían que el virus no afectaba a los escarabajos.
La economía familiar se vio amenazada debido al estado de Goyo, además, ni el gobierno nacional, ni el departamental y menos el municipal, le dieron el tratamiento adecuado a la pandemia. Fue tanto el desespero de los habitantes que tuvieron que cuidarse con hojas de “matarratòn” y hacer buches de agua del mar. Entonces, la familia Venté realizó algunos ajustes en la casa: recortó los gastos del hogar; redujo a dos las comidas en el día, y alquilaron varias de las habitaciones desocupadas a nuevos inquilinos, que habiendo venido del campo a vender sus productos quedaron “enchuspados” en Puerto Perla, sin poder regresar a sus veredas de origen. Fue entonces, cuando a Goyo le agarraron las ganas por volar para salir de esa oscura y maloliente habitación. Quiso escapar de aquel sitio, que además lo tenía sin poder dormir, porque los vecinos del barrio en su mayoría aglutinados en grupos de jóvenes nativos, llevaban celebrando el alabao de nueve días del velorio de un “compa”, que se lo llevó la peste del narcotráfico por una merca que no entregó.

La transformación de Goyo Venté se produjo de manera acelerada; del cuerpo humano de aquel locuaz vendedor de telas y camisas ya no quedaba nada. Su familia, como lo había abandonado, no se dio cuenta en qué momento se convirtió en un bicho cualquiera. Una noche, pudo escapar del obligado confinamiento, con tan mala fortuna que al volar pasó cerca de uno de los campesinos hospedados en la habitación alquilada de su casa, quien cansado del zancudero y de la rumba eterna de algunos vecinos que no dejaban pegar el ojo, lo confundió en la oscuridad, y con un abanico de rampira estrelló su cuerpo contra la pared segándole la vida.
[Oscar Seidel. Su obra literaria ha sido publicada en El Magazín El Espectador de Bogotá, Periódico El País de Cali, Periódico Occidente de Cali, El Diario de Pereira Sección Las Artes, Revista LETRALIA de Venezuela, los periódicos El Puerto y La Batalla de Buenaventura, y en Academia.es de USA. Tiene una columna de opinión en el periódico virtual http://xn--pgina10-hwa.com/ de Pasto. La Fundación César Egido Serrano y el Museo de la Palabra, de Madrid (España) lo nombraron Embajador del idioma español de su país en el mundo, en 2018. Ocupó el cargo de Director Ejecutivo de la Fundación de Escritores del Pacífico colombiano (Fuespacol). Recientemente se ha vinculado a la revista Tdn y al periódico digital http://xn--testimoniodenario-uxb.com/].
