OBANDO-SUCRE-FLORES: CRIMEN SIN CASTIGO 

ELEGIA DE VARONES ILUSTRES EN LA VILLAVICIOSA DE LA PROVINCIA DE LOS PASTOS (7)

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Por:

Jorge Luis Piedrahíta Pazmiño

 

Jorge Luis Piedrahíta Pazmiño

 

 

Bien pudiera decirse que José María Obando Del Campo tenía entrañables entronques con Ipiales si se tiene en cuenta que su tío Antonio, vivió en Ipiales, tuvo descendencia y arraigo por años. Su hija, Antonia Josefina Obando Murillo, fue la infortunada ninfa que pagó con la vida su adhesión bolivariana. Así se sabe en el dictado del académico Edgar Dávila Muñoz y del biógrafo A. J. Lemos Guzmán. Este último adelanta que el capitán de milicias Juan Luis –padre adoptivo-, hijo del español Manuel de Obando, pudo nacer en Ipiales. Añádase que Ipiales antaño y hogaño ostenta la credencial de capital de la Municipalidad y de la Provincia de Obando, así llamada precisamente en homenaje de aquellos procuradores de la Patria chica, a instancias de Avelino Vela Coral desde octubre de 1863, apenas dos años luego del asesinato del caudillo en Cruz verde.

También con la Provincia de Los Pastos, especialmente con Cumbal de donde recibía correspondencia del Libertador, de su Cuartel General, por ejemplo, el 11 de octubre de 1826 que es encomiástica con el trabajo que adelanta como Comandante del departamento del Sur.

En Túquerres, lo propio, en toda la provincia, que fue teatro y anfiteatro de sus embestidas, como cuando se reconcilia con Flores, el 11 de octubre de 1832, “se encontraron, se abrazaron enternecidos, durmieron solos en un cuarto, se ofrecieron amistad, saborearon la espuma del champaña”, los dos tigres que han descuadernado la Gran Colombia.

Se impone advertir que José María Obando propia y sanguíneamente era de apellidos Iragorri Lemos. Sobre su aborrascada genealogía escribió una apasionante novela nuestro paisano el humanista y letrado Vicente Pérez Silva. Y los expresidentes Lleras Camargo y López Michelsen echaron también su cuarto a espadas sobre el transcurso legendario de esa gota de sangre

Valga decir que Lleras Camargo fue un escritor refinado, avisado periodista y prosista privilegiado del tramo preindependentista, por ejemplo. Su introducción a la vida de Mosquera es una apasionante crónica, que en este caso es el origen dramático de José María Obando del Campo, propia y sanguíneamente José María Iragorri Lemos, hijo de José Iragorri y Ana María Lemos Mosquera, nacido en la estancia de García, en el camellón de Güengüe, actual Corinto, en trigos caucanos, fruto de una turbulenta y trágica pasión. “Ha nacido otro varón terrible, que habrá de dominar a los hombres con su sola presencia, su gesto duro, su sangre de miliciano, su fatum siniestro, presiente Lleras Camargo. El escudo de los Mosquera no lo ampara en sus campos de plata. Sin embargo, será como ellos, pero un lobo solitario, lamiendo sangre sobre un desolado paisaje de sombras”. 

Deplorablemente quedó trunco el vibrante y escrupuloso relato que Lleras produjo a sus 37 años para la “Revista de América” y que prometía develar la biografía del Gran General cuatro veces presidente, edecán y amigo del Libertador.

El historiador Miguel Aguilera dice que no hay prueba fehaciente de la partida de nacimiento. Y Roberto Cortázar acaballado en un dictamen del hijo del caudillo y en la nuda transcripción de una anotación parroquial y cual sello enigmático ostenta el doble timbre del delito y la ilustría. Nada de ello afecta el honor inocente de su propia cuna.

Es un cruel sarcasmo del destino, pero fue la grávida y apabullante presencia de Sucre y de Melo, dos soberbios califas, la que salva a Obando de la medianía y acaso la inepcia. El diámetro del crimen en contra del Mariscal abrió tanto sus pliegues que sus ecos y resultas se difundieron asaz, que el inculpado del reato quedó convertido por conexión sombría, en descollante personalidad americana. Así lo habilitan Tomás Rueda Vargas y Eduardo Rodríguez Piñeres, hercúleos radicales, amén de santanderistas, que alegaron: “Sin la acusación justa o injusta que se le hizo a Obando por el asesinato de Sucre nadie lo mentaría hoy”. Que ratifica el decano de los historiadores José Manuel Restrepo: “la elección de Obando (mayo 1831-marzo 32) no fue bien recibida por tratarse de un militar de escasas luces y no justificado plenamente del asesinato de Sucre”. Y ya develaremos el igualmente descomunal episodio del golpe de 1854 cuyo estelar protagonista fue el general Melo Ortiz, héroe de Pichincha y de Centroamérica, y hasta lector y entendedor del griego.

Obando ciertamente fue una figura carismática, beligerante, controversial, gregaria, infortunada, a la que el país ni las ideas políticas de las que abrevó adeuda nada.

Oriundo (civilmente) de escudos chapetones, sus primitivas armas las amasó en los campamentos borbónicos, en cuotidiana pugna con el sable independentista y enardecido por el fuego calcinante de la indomable Pasto. A finales de 1821 se entrevista con Bolívar y se compromete con su empeño aportando sus blasones logrados en las breñas caucana daño aliento a sus correrías de empenachado soldado en provecho de la república embrionaria. Este es el esfuerzo magnífico e innegable que asocia a Obando una merced de simpatía y gratitud.

 

 

Simón Bolívar y Antonio José de Sucre

 

 

No se revela su audacia en ninguna de las mitológicas hostilidades independentistas. No comparece en Bomboná ni en Pichincha, no lucha en Junín ni en Ayacucho. Su coraje temerario lo reserva y exhibirá en emboscadas imprevistas, en rápidos asaltos de almogávar.

En Bomboná, y es una pena, incorporado recién al ejército libertador cae víctima de fiebres represadas y es inválido de hamaca. Pero alcanza a sugerir que el punto de ataque debía ser por Genoy, hacia la izquierda, en un asalto frontal sobre San Juan de Pasto. Logística que si se hubiera atendido quizá disimulara la angustia de Cariaco.

El coronel Obando ha continuado enfermo, y al marchar el ejército desde El Trapiche, el hospital es enviado a Popayán, siendo capturado; vino a salvarle la vida la capitulación de Berruecos, que, si no, hubiera sido fusilado.

Nadie puede derivarle savia ideológica ni norte intelectual. Venía de una lealtad instintiva a la corona. En 1822 se sacramenta con la República. En 1828 se alza en armas contra la fementida dictadura de Bolívar y porfía de anexar el viejo Cauca al Perú, después de haber firmado una de las actas en que pedía la autoridad suprema del Libertador. En La Ladera, en 1829, inflige dura derrota al coronel Mosquera, que había salido en defensa del Libertador; a su vez, derrotado por las milicias de Córdoba, se refugia en los valles del Patía con el torvo designio de mantener la resistencia, pero exaltando la dominación de Fernando VII, como seguro medio de encender el temperamento redomadamente realista de aquellos súbditos.

Todo es confuso y contencioso. Firma Obando la primera Constitución de la Nueva Granada, en su carácter de presidente provisional en 1832; la revolución de 1840, estalla con motivo de exhumarse una ley archivada, que clausuraba los conventos menores del Sur, el pueblo fanático de Pasto insurge en lomos de reproche y se lanza a los azares tornadizos de una feral revuelta. El cándido cura Villota, el cabecilla Andrés Noguera, el faccioso Mariano Álvarez, el intrépido Estanislao España –todos antiguos realistas, redivivos insufribles-  corren a los campamentos marciales con el séquito de las mesnadas indígenas.

En las vicisitudes de las rencillas, dan en el escondite de una cueva con las cartas sospechosas que simulan arrojar lumbre en el misterioso asesinato de Berruecos. Obando que estuvo llamado a juicio con antelación por la misma causa, prefiere huir y sumarse al carnaval sangriento, que izaba como enseña alucinante el planteo de la federación, que el decir criollo identifica a la autonomía provincial con códigos autónomos.

En septiembre de 41, derrotado en La Chanca el partido liberal, cuyo jefe es Obando, escoge los avatares que lo llevarán hasta El Callao y hasta Chile. Allá sufrirá la ignominia del destierro hasta 1848 y permanece en exilio forzoso, dedicado a descargarse del insufrible inri de asesino de Sucre, con el que el general Mosquera y una gruesa opinión granadina le imputaba. Desde el puerto de Paita, Manuelita Sáenz era corresponsal y espía.

El guerrillero audaz de todas horas, el que se opuso al Libertador en 28 y 29 y no tembló en el intento de desmembrar la patria en beneficio del Perú y eventualmente del Ecuador, país del que fue escalafonado, en combinación con Hilario López a órdenes de Flores, complicados los tres en el crimen del Mariscal.

También puntualizó que en el Congreso de 1853 se ahondó más la división del liberalismo entre gólgotas, que tenían mayoría en las Cámaras y los draconianos, encabezados por el Presidente Obando, y éste una vez expedida la Constitución de ese año, que no fue de su agrado, buscó un acercamiento llamando al ministerio de gobierno –no a Núñez como erróneamente afirma Liévano— sino precisamente a su contrincante en la lucha electoral y presidente del senado, el general Tomás Herrera, quien hubo de separarse prontamente porque el agua y el aceite nunca se juntan. Ahí Obando llamó a Núñez lo que disgustó a los gólgotas. Pero cuando (Núñez) vio venir a Melo, se bajó del trapecio, remata el perspicaz y puntilloso Rodríguez Piñeres.

Eduardo Rodríguez Piñeres, el consagrado jurista y último de los radicales remata: “Como Obando en el gobierno significaba la reacción contra el libre cambio y contra el federalismo, los interesados en mantenerlos, los conservadores y los radicales, no vacilaban en unirse para derribarlo. Y la imprevisión e inactividad de Obando fue entonces su perdición. En cambio, de tomar decididamente la jefatura del ejército, de entregar las armas a las Sociedades Democráticas, de ordenar el reclutamiento en el Gran Cauca donde todo el pueblo lo adoraba y de asumir él personalmente la dictadura, único medio capaz de permitirle librarse del absurdo régimen jurídico con que sus enemigos prácticamente lo habían amarrado, se limitó a dejar a Melo organizar el ejército en Bogotá y a las Sociedades Democráticas realizar sus inútiles y dispersos desmanes”.

Esta es una proclamación de la dictadura –dice el enhiesto comunero— “para cada vez que cualquier gobernante se sienta incómodo con las disposiciones de los artículos constitucionales, y que resta autoridad para combatirlos o criticarlos. Concepto netamente antirrepublicano, antidemocrático, enrazado de dictatorial, nazista o totalitario”.

Al recibirse como Miembro Honorario de la Academia Colombiana de Historia, en 1995, el ex presidente López Michelsen vibra con la vida azarosa y apurada de José María Obando, cuyo asesinato violaba el derecho de gentes o una de sus vertientes, el derecho internacional humanitario que en aquella época nacía:

“Si existe una deuda inconmensurable de la Patria con Obando es haberla dotado de un talante civilista que el transcurso del tiempo no ha conseguido desdibujar, pese a la constante embestida intelectual de la reacción contra el prócer neogranadino. Nunca desenvainó su espada sin motivo ni la guardó sin honor. Rastreado por sus implacables enemigos, que desde el gobierno ofrecían pagar su cabeza con jirones de territorio nacional como ocurrió con Flores el presidente ecuatoriano que aspiraba a anexar el sur de Colombia al Ecuador; jamás evadió el dedo de la justicia, sino que, por el contrario, siempre estuvo dispuesto a afrontarla y sólo en última instancia recurrió a las armas cuando se había colmado la copa de las provocaciones. Empuñó las armas al lado de Mosquera en defensa de la soberanía de los Estados conculcada por el presidente de la Confederación y al llegar a la sabana murió asesinado después de haberse rendido ante la inmensa superioridad numérica de los contrarios. Asesinado –remata el tajante internacionalista— porque, según los principios del derecho de gentes, es homicidio dar muerte con alevosía y a mansalva a quien ya ha depuesto las armas”. 

 

EL CRIMEN

 

Bolívar bien sabía que Sucre era su sucesor, aunque sabía también que sus ideas no eran populares entre el estamento de soldados. Amén de ser también venezolano.

“En un mundo de ingratitud y deslealtad, las relaciones entre estos dos hombres fueron verdaderamente excepcionales y, aparte de momentos accidentales de duda, se mantuvieron libres de toda impureza, dice Gerhard Masur.  Bolívar no le envidiaba su fama y Sucre sólo pedía la amistad del Libertador como recompensa por sus esfuerzos. Su personalidad flexible y receptiva tomaba las ideas de Bolívar y las hacía propias; su temperamento poroso y casi femenino, permeable a la inspiración de los hombres más grandes, encontraba satisfacción en ser el ejecutor de estas ideas. Sucre era el único que comprendía completamente los conceptos americanistas de Bolívar; el único que sería capaz de recoger la antorcha después de la muerte del Libertador.      

La misión asignada a Sucre en el Sur por Bolívar hubiese sido digna del propio Libertador. Su tarea consistía en apoyar la revolución en Guayaquil y en completar la anexión de Ecuador a Colombia. Cuando Sucre llegó a su destino, vio que Bolívar lo había enviado a la jungla. Se presentaba ante él un país impenetrable, así que comprendió que no tenía abierto el camino político ni el militar”      

Siendo primer presidente de Bolivia en 1826, Antonio José de Sucre, mariscal de Ayacucho, casó por poder con la quiteña doña Mariana Carcelén y Larrea, marquesa de Solanda. Ni siquiera un lustro iba a perdurar este equívoco enlace que ocasionó densas sombras de la fidelidad femenina. A partir de la muerte de Sucre la viuda apenas ni un año le guardó duelo para salvar las apariencias.

La vida militar, agitada y trashumante, no le permitiría disfrutar de la alegría y el calor familiar que contó sólo con Teresita, su precioso retoño.

Apenas concluyó el llamado Congreso Admirable de 1830 que Sucre presidió y en el cual por fin aceptaron el retiro de Bolívar -es un decir-, el Gran Mariscal también ha decidido volver a su vida civil. Un vidrioso artículo de la nueva Constitución que ha fijado en 40 años la edad mínima para ejercer el poder ejecutivo, -Sucre tenía 35- era un petardo cargado en su contra que él entendió como ultimátum del partido santanderista. Los odios contra Bolívar los heredó indefectiblemente su Mariscal amado.

Sucre a pesar de ser glorioso militar había procurado arrinconar los ímpetus castrenses y quizá a esto se debió su vinagroso distanciamiento con los hombres fuertes y armados de la Convención. Desde Sila no hay políticos militares abnegados que renuncien al poder, salvo cuando se han vengado de todos los enemigos, como Sila.

Les dijo que “los males públicos emanaban del despotismo de una aristocracia militar que, apoderándose del mando en todas partes hacía gemir al ciudadano por un absoluto olvido de las garantías y derechos ciudadanos”.

Con el propósito de contrarrestar esa azarosa influencia, Sucre proponía la renuncia de la cúpula militar para dejar paso a los civiles, más escrupulosos y analíticos. Esta también será la causa de su perdición.

Lo dice el cronista mayor, testigo y protagonista, José Manuel Restrepo: “Los pueblos no podían ya sufrir el espíritu militar que dominaban por doquier. Militares eran los jefes superiores, militares los prefectos y militares los gobernadores de las provincias. Tanto el Libertador como el ministro de guerra Urdaneta, habían prodigado los grados y empleos de la milicia, de modo que los militares y el ejército absorbían todas las rentas públicas. He aquí el cáncer que devoraba a Colombia. Las autoridades civiles eran nulas y muchas veces ultrajadas por los militares; estos no las obedecían cuando les desagradaba lo que mandaban. Aquellas estaban envilecidas a la vista de los pueblos que en silencio deploraban la tiranía y los excesos de los libertadores. Se hizo entonces muy común el dicho de que “no habría libertades mientras hubiera libertadores”.

Y Masur reitera: “Sus ideas eran liberales; generoso y bueno, parecía que era odiado y perseguido sólo a causa de estas virtudes. Había demasiados pillos y granujas para quienes un hombre como Sucre era una espina clavada en la carne. Su talento era tan brillante y tan innegables sus méritos, que más tarde o más temprano habría sido electo presidente. Los enemigos de Bolívar no consideraban terminada su obra cuando lograron exiliarlo; enfrentaban aún la necesidad de destruir a su heredero”.

El subcontinente recientemente liberado estaba bajo los espadones y las botas lustrosas de los venezolanos. Páez en Caracas, Flores en Ecuador, Urdaneta en la Nueva Granada. Escoltados de Bermúdez, Arizmendis, Monagas, Briceños, Soublettes, Montillas. De veras, insufribles.

En todo caso fue comisionado ante Páez para tratar de impedir, infructuosamente, la separación de Venezuela. A su regreso, el 8 de mayo no alcanza a despedirse del Libertador que ya ha emprendido el camino hacia el Caribe y hacia la inmortalidad. Las cartas que se cruzan destilan la infinita amargura que pesa con la convicción doliente de la perfidia de sus contemporáneos: “Cuando he ido a su casa de Ud. para acompañarlo, ya se había marchado. Acaso es esto un bien, pues me ha evitado el dolor de la más penosa despedida. Ahora mismo, comprimido mi corazón, no sé qué decir a Ud.”.

“Mas no son palabras las que puedan fácilmente explicar los sentimientos de mi alma respecto a Ud.; Ud. los conoce, pues me conoce mucho tiempo y sabe que no es su poder sino su amistad la que me ha inspirado el más tierno afecto a su persona. Lo conservaré cualquiera sea la suerte que nos quepa y me lisonjeo que Ud. me conservará siempre el aprecio que me ha dispensado. Sabré en todas las circunstancias merecerlo”.

 

Antonio José de Sucre

 

“Adiós, mi general, reciba Ud., por paje de mi amistad las lágrimas que en ese momento me hace verter la ausencia de Ud. Sea Ud. feliz en todas partes y en todas partes cuente Ud. con los servicios y con la gratitud de su más fiel y apasionado amigo. A. J. de Sucre”.

La respuesta del General es más conmovedora y filial:

“Mi querido general y buen amigo: La apreciable carta de usted, sin fecha, en que se despide de mí, me ha llenado de ternura, y si a usted le costaba pena escribírmela, ¿qué diré yo? ¡Yo que no tan solo me separo de mi amigo sino de mi patria! Dice usted bien, las palabras explican mal los sentimientos del corazón en circunstancias como esta; perdone usted pues, las faltas de ellas y admita usted mis más sinceros votos por su prosperidad y por su dicha.      

Yo me olvidaré de usted cuando los amantes de la gloria se olviden de Pichincha y Ayacucho”

Sucre ha decidido viajar a Quito a compartir las mieles esquivas hasta entonces de su reciente paternidad, sin sospechar que esa felicidad también le sería negada.

Como en la tragedia latina algunas voces le anticiparon la siniestra conjura por ese camino que escogió por Neiva y Popayán y Pasto. Desechó la ruta del Pacífico más líquida y blindada. Quería disimular el héroe esquiliano que a su lado marchaba la fatídica maquinación.

El complot estaba tan bien calculado que cuatro días antes del alevoso golpe, el periódico bogotano “El Demócrata” tituló: “Quizá Obando haga con Sucre lo que no hemos hecho con Bolívar”.

Existe una escandalosa carta de Flores a Agustín Gamarra dirigida a Lima para hablarle de “la muerte desastrosa del General Sucre acaecida apenas diez días”, (es decir diez días antes), crimen cometido “en la provincia de los pastos”“en un punto llamado La Venta, en las montañas de Berruecos tiraron los asesinos”. (Apabulla la desubicación territorial en un general que había ensayado todas las estrategias en contra de los patriotas y de los realistas en aquellas breñas) Imputa a los facciosos, fanáticos, partidarios del Rey el crimen. Y le pide que “me participe Ud. lo que se diga de mí”. Nada sorprendente si no estuviera rubricada el 16 de mayo, cuando El Mariscal no había partido de Bogotá. Sólo sesenta años después descubrió la infame carta el presidente ecuatoriano Eloy Alfaro.

José María Obando interceptó otra carta puesta por Luis Urdaneta también el 16 de mayo a Juan José Flores, carta misteriosa y críptica: “Es preciso que Usted redoble su vigilancia con el M”. El “M” es el Mariscal.

¡Ah, las cartas reveladas y reveladoras!

El 11 de mayo comienza su viacrucis al sur y el 27 ya está en Popayán, ciudad de glorias y dolores. Sus amigos los Mosqueras, lo alojan cálidamente y no dejan de insistirle en esquivar la ruta homicida.

Todos los vaticinios señalaban que ese viaje por la Provincia de Pasto era más que temerario. El Vicepresidente Caicedo le había rogado tomar la ruta de Buenaventura-Guayaquil que el Mariscal descartó para su fatalidad.

En compañía del señor Andrés García Trelles, diputado al Congreso por Cuenca, y de los ordenanzas Lorenzo Caicedo y Francisco Colmenares, de un peón llamado Francisco y de dos arrieros, emprende el Mariscal el itinerario de la muerte.

Significativo es el hecho comprobado de que un posta privado precedió las etapas Bogotá – Neiva, Neiva – Popayán y Popayán – Pasto. Pese a todos los dantescos augurios y rumores sobre el sombrío atentado, Sucre logra arribar sano y salvo a Popayán a finales de mayo, lugar en donde se detiene unos días por problemas de caballerías y donde nuevamente sus amigos le suplican mirar al Pacífico.

El 2 de junio, en horas de la tarde, tras atravesar el valle del Patía, la comitiva llega al Salto de Mayo y se hospeda en casa de José Erazo, comandante de “la línea de Mayo”, escalofriante techo en aquellos desolados parajes, en donde pasan una oscuridad de zozobras, para reemprender el viaje en la mañana del día 3, dejando a Erazo aparentemente satisfecho por la remuneración recibida.

El mismo Obando, baquiano de la comarca revela la postal: “El Alto de Mayo es un paso difícil y preciso en medio de un despoblado, que en tres leguas a su circunferencia no hay un solo viviente; está situada la pequeña choza en que vivía Erazo desde fines de 1829, sobre la explanada de Mercaderes, cerca de una legua al norte del río Mayo y dista de La Venta más de tres leguas de un camino malo, y absolutamente preciso para caballerías”.

Del Salto de Mayo, solamente un flaco camino lleva al caserío de La Venta de la Capilla –hoy floreciente ciudad de La Unión- en un trayecto de doce kilómetros, distancia que fue consumida por los 7 aquel 3 de junio, sin aproximarse con persona alguna. Al dar repentinamente en tienda de La Venta con el mismo Erazo que aparentemente había quedado en su casa del Salto de Mayo: “Usted será el diablo, que habiéndolo dejado yo ahora poco atrasado, ya lo encuentro delante de mí”, dícele, a lo que éste contesta con evasivas; pocas horas después arriba a la misma pascana procedente de Pasto, el comandante Juan Gregorio Sarria, quien era antiguo amigo y compañero de guerrillas realistas de Pasto en la época de la Independencia y actualmente servía también en el ejército republicano bajo las órdenes del general Obando. Acompañábalo el comerciante cubano Manuel de Jesús Patiño.

El permanecer en medio de éstos dos malhechores despierta las sospechas de Sucre y acompañantes; tratan de atraerlos con el obsequio de algunas copas de licor que aquellos aceptan para, en seguida, pretextando urgencia de comisiones militares, ponerse en marcha aparentemente en dirección al Salto de Mayo; si en aquel momento de la retirada de Erazo y de Sarria hubiese decidido Sucre atravesar la montaña de Berruecos, posiblemente lograra salvarse; la fatalidad le impulsó a pernoctar en La Venta, tomando la precaución de hacer cargar sus pistolas y las carabinas de sus servidores y pasó la noche vigilante en la compañía del comerciante Manuel de Jesús Patiño, quien habiéndose encontrado con Sarria en el camino, había llegado con él, procedente de Pasto. Este mismo Patiño fue quien les comentó al enterarse dónde habían pasado la noche anterior: “Ustedes viven de milagro; han dormido en medio de asesinos”.

A la madrugada del viernes 4 de junio de 1830 –¿por qué todos los magnicidios se dan los viernes? -El de Jesucristo, el de Bolívar, el de Uribe Uribe, el de Gaitán, de Galán, de Kennedy?-. Los forasteros reanudan el fatídico itinerario; a un kilómetro hacia el sur de la posada de La Venta se vislumbra la ruta para cruzar el sombrío bosque de Berruecos por pantano y trocha; la languidez del sendero obliga a los marchantes a separarse marchando en fila india: adelante los arrieros con el ordenanza Colmenares, en seguida el diputado García Trelles con su criado, a continuación el mariscal Sucre y cerrando el desfile el asistente Caicedo. A poco de penetrar en la espesura, en un paso que se hace especialmente difícil por el barro y por los troncos de árbol que obstaculizan la vía, se escucha un disparo de fusil y con la exclamación “¡Ay! ¡balazo!”, comienza a cumplirse la ominosa profecía; seguidamente, tres disparos impactan en la humanidad del héroe que rueda exánime sobre el barranco.

 

 

“La Muerte de Sucre en Berruecos”, (1895) obra del pintor venezolano Arturo Michelena. 

 

 

Caicedo, conmovido, testigo de tan escalofriante escena vuelve sus pasos hacia La Venta a divulgar el suceso estremecedor. Nerviosamente dijo que vio a los cuatro forajidos con sus escopetas y fusiles. El diputado y los suyos siguieron velozmente la marcha hasta cuando fueron alcanzados por la mula en que cabalgase el Mariscal, acémila también herida, y ahí fue cuando tuvieron la certeza de que se había perpetrado el magnicidio.

El lúgubre camino y paisaje de Berruecos “de funesta nombradía por los crímenes, muertes y asesinatos cometidos allí desde que estalló la independencia”, según dijo José Manuel Restrepo, impidieron el reconocimiento del cadáver y sólo al otro día fue sepultado por Patiño, Caicedo y otros, en un pequeño espacio llamado “La Capilla”, hoy perímetro urbano de La Unión, con tosca cruz de madera.

El historiador Enrique Herrera puntualiza que “todo indica que una mala interpretación del macabro hecho en el texto que trae José Manuel Restrepo en su libro “Historia de la Revolución en Colombia”, publicada en 1858, despistó a los historiadores al atribuir erróneamente a Berruecos como el sitio donde fue asesinado Sucre. En verdad habla de Berruecos al principio de su narración: “Sucre y sus compañeros partieron de La Venta a las ocho de la mañana, y entraron inmediatamente en la montaña de Berruecos… Apenas habían caminado media legua los viajeros cuando en Angostura de la Jacoba, que llaman también El Cabuyal, se oye un tiro de fusil y exclama Sucre: “¡Ay balazo!”. En el momento suenan tres tiros de un lado y otro del camino, y el héroe de Ayacucho cae vilmente asesinado”. Fue pues el cerro o montaña de la Jacoba, el sitio exacto del crimen, sentencia Herrera.

Noventa años después el apacible presidente Marco Fidel Suárez recorría a pie la provincia de Juanambú: “Saliendo de La Unión, ciudad puesta hoy en el sitio de la antigua Venta; y andando menos de medio kilómetro y entrando a mano derecha por una senda pendiente y resbaladiza a causa de la lluvia, llegamos después de recorrer unos pocos metros al sitio donde según la tradición pereció Sucre al golpe de manos asesinas que lo sacrificaron, juntando en uno la gloria, la virtud y el infortunio”.

Hasta los playones de la bahía de Cartagena llegaron los ecos del aciago atentado, a un hombre que se estremeció con la noticia: “¡Dios excelso! Se ha derramado la sangre del inocente Abel; es imposible vivir en un país donde sus más famosos generales, los hombres a los cuales América debe su libertad, son cruel y bárbaramente asesinados. Creo que la finalidad del crimen era privar a la Patria de mi sucesor”, exclamó aturdido el Libertador.

El joven general cumanés de 37 años, Libertador del Ecuador y del Perú, Primer Presidente de Bolivia, Jefe Superior del Ecuador, vencedor en el Portete de Tarqui contra las tropas peruanas, había sido el genio de las cuatro grandes victorias de la Independencia; presidente del último congreso grancolombiano y alto comisionado para impedir la disgregación internacional. Era el legítimo sucesor de Bolívar.

El Libertador, en el esplendor de su gloria tuvo tiempo para imprimir una biografía de Sucre que la escribió, la única, en homenaje de su Mariscal, su hermano en los delirios de la libertad.

Refiriéndose a la controvertida e incomprensible conducta de Sucre cuando la “pacificación de Pasto”, apunta: “La pertinaz ciudad de Pasto se subleva poco después de la capitulación que le concedió el Libertador con una generosidad sin ejemplo en la guerra. La de Ayacucho, que acabamos de ver con asombro, no le era comparable. Sin embargo, este pueblo ingrato y pérfido obligó al general Sucre a marchar contra él, a la cabeza de algunos batallones y escuadrones de la guardia colombiana. Los abismos, los torrentes, los escarpados precipicios de Pasto fueron franqueados por los invencibles soldados de Colombia. El general Sucre los guiaba, y Pasto fue nuevamente reducido al deber”.

Nada se pudo esclarecer y a nadie castigar por el crimen. La investigación se hizo imposible, al trastocarlo en motivo de retaliación y de victoria de los dos partidos nacientes, a lado y lado de la frontera. Sobre Juan José Flores, el intrépido y proteico tirano del Ecuador, soplan los más contundentes juicios. “Pirata internacional”, llámalo el eminente internacionalista Germán Cavelier. Y son imputados también los demagogos de Bogotá, los generales Obando y López, los grupos de matones que servían de instrumento a los hombres más poderosos que se movían tras las bambalinas y que no necesariamente estaban en Bogotá, ni en Quito, ni en Lima; quizás en Europa…

Hay una carta que el general Santander puso a Vicente Azuero, en los días de 1836, en los que se ambientaba la candidatura de Obando y que respaldaba el presidente: “Si Obando no hubiera sido nombrado vicepresidente, encargado del poder ejecutivo por los eminentes patriotas de la Convención Granadina, quizá no estaría por él; pero ya ha gobernado por más de seis meses, no obstante que había servido con los españoles, que había muerto Sucre, y que tenga los defectos que se le imputan”. A pesar de la ausencia de la preposición (a), lo traicionaba al taimado cucuteño su fuero interno y quizá el peso de una impenetrable responsabilidad…

En el cuartel general de Pasto se escuchó al Comandante José María Obando: “Ahora que son las ocho de la mañana, acabo de recibir de la hacienda de Olaya, en esta jurisdicción una noticia que al expresarla me estremezco. Ella es que el día de ayer se ha perpetrado un horrendo asesinato en la persona del General Antonio José de Sucre, en la montaña de La Venta, por robarlo. El aparte es tan informe que solo comunica el suceso sin detallar ningún particular. En este mismo momento marcha para este punto el segundo comandante del batallón Vargas con una partida de tropa, para que asesorado por las milicias de Buesaco, inquiera el hecho, haciendo conducir el cadáver hasta esta ciudad para su reconocimiento”.

 

 

Juan José Flores, venezolano, primer presidente del Ecuador

 

 

Y a Juan José Flores también le dice: “He llegado al colmo de mis desgracias. Cuando yo estaba contraído a mi deber y cuando un cúmulo de acontecimientos agobiaban mi alma, ha sucedido la desgracia más grande que podía esperar. Acabo de recibir parte que el General Sucre ha sido asesinado en la vereda La Venta, ayer 4. Míreme Usted como hombre público y míreme por todos mis aspectos y no verá sino un hombre todo desgraciado. Cuanto se quiera decir va a decirse y yo voy a cargar con la execración pública… Este suceso horrible acaba de abrir la puerta a los asesinatos. Ya no hay existencia segura. Todos estamos a discreción de los partidos de muerte.      

En estas circunstancias, las peores de mi vida, hemos mandado a un oficial y el capellán Vargas para que puedan decir a Usted lo que no alcanzamos. Soy de Ud. su amigo, Jose María Obando”

Y la respuesta de Flores: “En este estado recibo tu sorprendente carta del cinco del corriente. Ella me ha sorprendido y me ha helado de horror. La muerte atroz del General Sucre ha producido en mi corazón una serie de sensaciones que yo mismo no alcanzo a explicar.      

Es preciso confesar que aquí nadie te ha culpado, porque nadie ha podido figurarse que un hombre de sentimiento sea capaz de semejante iniquidad. Aunque tú por tus circunstancias hayas desconfiado de mi amistad, yo he sabido como antes ponerte al abrigo de toda sospecha”.

Entrambos estaban al corriente del suceso. Flores lo había anticipado al Cuzco, a Guayaquil, a Lima. Su desazón era fingida.

 

 

Monumento del Mariscal Sucre, cuya construcción data de 1943, en la Unión Nariño

 

 

El asesinato de Sucre en La Jacoba, desata una polémica que va a durar más de un siglo. Obando y Flores se acusan mutuamente. Los dos sospechados sospechosos. Un enjambre de dudas revolotea alrededor de sus cabezas.  

 

imagen flores

 

¿Quién es Flores?, se interroga Camacho Carrizosa: “Fue realista hasta 1822; en seguida patriota americano, pero patriota encarnizado y cruel con España; en 1826 tomó partido con los bolivianos contra los defensores de la Constitución (1821); en el 29 ofreció apoyar con su sangre los proyectos de una monarquía en América; en el 30, consumó la disolución de la primera Colombia y en el 46 anduvo en tratos con María Cristina, para traer al Duque de Riansares al titulado trono de los Andes. Un architraidor”. Veinte mil pesos tuvieron que pagársele para que abandone el Ecuador. Como se hizo con el virrey Amar y Borbón al que se le abrió las arcas reales con tal de que se fugue.

Aún la propia esposa Mariana Carcelén está bajo sospecha. Víctor W. Von Hagen en su apasionante biografía de Manuelita Sáenz, sostiene la acusación: “Había ganado Sucre todas las batallas militares. Pero había perdido la batalla consigo mismo. La joven marquesa, su esposa, tenía un amante, un general de su propio estado mayor, Isidoro Barriga. Sucre solamente lo sospechaba, pero la idea lo tenía abrumado. No hablaba del asunto; el honor no se lo permitía, pero trasladó todo su amor y toda su pasión a su hijita, Teresa, a la que idolatraba. Cuando dejó Quito para venir a Bogotá hizo un curioso testamento: “En este momento mi esposa, Mariana, no está embarazada. Si yo muriera, mi hija Teresa adquirirá todos mis bienes; sólo en el caso de que mi hija muera antes que yo pasarán mis bienes a mi esposa”.      

Curioso y premonitorio testamento. Su Teresita también fue víctima de un siniestro juego de Barriga, general y abogado bogotano, pretendiente de la Marquesa, que la dejó caer mortalmente (16 de noviembre de 1831)

Antes de que se venzan los primeros quince meses de viudez ya la Marquesa se había desposado con “el joven, gallardo, galante y jugador” Isidoro Barriga, con quien tuvo inmediatamente descendencia y emparentaron con los Flores Jijón.

Barriga dilapidó con la complacencia de la Carcelén, toda la fortuna supérstite que Sucre tenía en el Alto Perú. La Carcelén dijo que eso era una bendición porque no quería ni el recuerdo del Mariscal. “Con Barriga me casé. Con Sucre me casaron”, dijo.

Para los alumnos de pregrado en la Universidad Externado de Colombia había sido motivo de examen el itinerario mortal –iter criminis– contra el mariscal de Ayacucho. El maestro Antonio Rocha era expertísimo en su juicio probatorio, amén de admirador nato de Sucre como de Obando. El autor del tratado “De la Prueba en Derecho” enseñaba con el caso Obando el valor probatorio del indicio, con el cual se pretendió encartar al payanés. Y es que, en la guerra de 1840, en una convenida cueva –de lo que ya habíamos hablado- hizo aparición un inusitado papel que literalmente decía: “Buesaco 28 (no hay año, ni mes) El dador de esta le advertirá de un negocio importante que es preciso lo haga con él. Él le dirá a la voz todo, y manos a la obra. Oiga todo lo que le diga, y usted dirija el golpe. Suyo, José María Obando”.  En el reverso venía el destinatario y su ubicación: “Señor Comandante de la Línea del Mayo, José Erazo. Venta”. Comandancia que ejerció, ciertamente, Erazo, pero en 1826 y 1827. Pero desde 1829 la suprimió el Libertador. Indicio que se evapora entonces -dice el profesor Rocha- al analizar imparcialmente lo que se puede desentrañar del papel, su año, el mes, el lugar y, en fin, todas las circunstancias, de tiempo, modo y lugar como dice la liturgia.

El cotizado escritor Mauricio Vargas Linares echó también su cuarto a espadas en este espantable episodio del crimen de Berruecos. Con algunos lapsus calami que el profesor Rocha deploraría, como eso de hablar de “Santa Fe” para 1830 (p. 13), cuando ese nominativo desapareció desde el Congreso de Angostura, o del peregrinaje de los restos dizque “escondidos por la marquesa en la cripta familiar de la capilla de El Deán” (p. 360), cuando es sabido por las averiguaciones de Luis Martínez Delgado que de los restos del Mariscal nadie sabe, ni existe documento que certifique que fueron exhumados del sector de La Capilla, en la ciudad de La Unión. (Si se excluye la que se practicó el 6 de junio de 1830 a los dos días del magnicidio. Luis Martínez Delgado, Berruecos, Editorial Bedout, 1974, ps. 45 y ss.) Inclusive el erudito historiador y arzobispo González Suárez terció en la investigación.

Por otra parte, Vargas Linares insinúa la hipótesis de que Sucre regresaba a Quito, instruido por Bolívar, para iniciar desde el Sur la recuperación del gobierno para los bolivarianos en cabeza del propio caraqueño.

¡Pero, para ese año execrable, ni la edad ni el prestigio del Libertador alcanzaban para ninguna gesta!

 

 

SOSPECHA CONTRA JOSÉ HILARIO LÓPEZ

 

 

José Hilario López (Foto: Franco, Montoya y Rubiano, Knomrm y lithograph)

 

Empero, y en lo que tiene que ver con el crimen de la Jacoba, en “El Mariscal que vivió de prisa”, se puede deducir la responsabilidad de un personaje hasta ahora mismo descartado. En efecto, el autor, valiéndose de las memorias del General Mosquera –que murió en 1878, cuarenta y ocho después del asesinato- arroja estas severas incriminaciones:

“¡Ay, general, estoy lazarino! –recordaba en sus memorias que le dijo José Manuel Elizalde, el mayordomo de Luis Montoya, en 1847. Y tal vez es un castigo de Dios por haber llevado unos pliegos al general (José Hilario) López que me dijo mi patrón.

“El relato de Elizalde era estremecedor: yo debía marchar a Neiva a entregarlos, dándome su mula de silla para que hiciese el viaje con prontitud, y una vez allá, el general López hizo llamar inmediatamente a don Carlos Bonilla para comprometerlo a que, en el paso de Domingo Arias, en el rio Magdalena, volcara la canoa en que fuera Sucre, para ahogarlo, pero Bonilla se indignó y se negó a hacerlo.      

“Los historiadores estaban obligados a aplicar la duda a las memorias de Mosquera, por décadas enemigo de declarado del hombre al que tantas evidencias acusaban del asesinato. Pero la historia de la junta liberal en casa de Arrubla y de los pliegos enviados a Neiva y a Popayán, sería confirmada años más tarde por el Presidente Francisco Javier Zaldúa, un amigo de Obando que había sido además ministro de Gobierno de José Hilario López. Se la contó a su ministro José Marìa Quijano Wallis, quien la incluyó años más tarde en sus memorias. Zaldúa sostuvo siempre ante Quijano que Obando no había querido comprometerse en el crimen, pero que le indicó a Flores quiénes podían ejecutar el asesinato.

Hace poco menos de un mes, el 13 de mayo, la provincia de Pasto, a instancias de Juan José Flores, se había anexado al Ecuador, lo que desesperadamente Sucre trataría de impedir. Los hombres fuertes del Cauca, Obando y López porfiaban por desgajar el descomunal departamento o agregarlo hacia Antioquia o hacia el Ecuador. Por lo pronto, Flores los recibió en Quito con credenciales de constituyentes.

El Libertador había confesado en Bucaramanga en El Diario que confeccionó Perú De la Croix, que José Hilario es un hombre “malvado, indelicado y sin honor. Todo valor consiste en el engaño, la perfidia y la mala fe. Es un canalla”. Y el retrato de Obando era más demoledor: “Más malo que López. Es un asesino con más valor que el otro; un bandolero audaz y cruel, verdugo asqueroso, un tigre feroz, no saciado aún con la sangre que ha derramado en Colombia”.

“Son dos forajidos que deshonran al ejército que pertenecen y las insignias que llevan. Dos monstruos que preparan días de luto y de sangre para Colombia”.

Entrambos se alzaron contra Bolívar, estuvieron con el dictador Lamar en sus intentos del Portete de Tarqui. En 30 y 31 soliviantaron los pueblos, luego se hicieron “supremos”, guerrilleros, contra Márquez y contra Herrán y luego, Presidentes.

El 11 de noviembre de 1830, en Buga, se decidió la anexión del Gran Cauca al Ecuador. Allí concurrió José Rafael Arboleda, padre de don Julio y don Sergio, seguramente con el secreto propósito de emular la presidencia de todo Ecuador. El Acta de marras declara que el Circuito de Popayán se agrega libre y espontáneamente al Estado del Ecuador, bajo un sistema constitucional y leyes que lo rigen, sometiéndose al jefe del estado. Las autoridades que actualmente nos gobiernan continuarán en el ejercicio de sus funciones hasta que el supremo gobierno de Ecuador resuelva otra cosa conforme a la Constitución y las leyes del estado”.

En las “Memorias” de López se lee: “Tuve la inspiración de proponer a muchas personas notables de Popayán agregarnos al Ecuador condicionalmente, puesto que el gobierno colombiano no existía”.      

Comparecen pues los tres generales ante el tribunal de la historia a responder por el asesinato del Mariscal Sucre.

La viuda sospechaba de Obando y de Flores, Obando de Flores, Flores de Obando, ¿quiénes redactaron el ultimátum de Bogotá?, la verdad concluyente la dijo J.A. Lemus Guzmán en su investigación “¿De Cruzverde a Cruzverde? Rafael Urdaneta, dictador encargado, también complica a López y a Obando.

José Marìa Obando asumió reiteradamente su defensa con todo el rigor procesal. Y fue absuelto de todo cargo y definitivamente por la Alta Corte de Justicia que presidió José Félix de Restrepo.

 

 

El 29 de abril de 1861, cayó atravesado por una lanza, el General José María Obando, presunto autor intelectual del homicidio del Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre

 

 

A José María Obando, dos veces Presidente de la República, caudillo popular si los ha habido, le echaron la responsabilidad del horrendo crimen. Bolívar lo pudo sospechar tímidamente, pero entonces no sólo de Obando sino también de otros como Hilario López y/o Juan José Flores, el pirata internacional, pérfido gobernante vitalicio de Ecuador, quien tuvo razones comprobadas para eliminar al militar cumaneño merecedor como el que más de la silla consular. Allí tenía que invocarse el sabio latinajo: “¿is fecit cui prodest?”, ¿a quién convino el crimen? ¿Acaso Flores no se apropió del gobierno ecuatoriano que muy seguramente y con todos los merecimientos se lo rivalizaría Sucre?

También el crimen de Berruecos del 4 de junio que fulminó la vida atribulada del Mariscal pudiera ser tenido como gran conspiración toda vez que en su entramado y ejecución estuvo comprometido el santanderismo en llave con Juan José Flores, jefe supremo de Ecuador y “pirata internacional”, según lo llamó Germán Cavelier, que determinó que para esa misma época el departamento del Sur se separara definitivamente de la Gran Colombia. Se supo que Bolívar había hecho un encargo secreto al Mariscal ante el sombrío Flores, que tenía que ver con la integridad territorial. Gestión que no convenía al nuevo dictador ecuatoriano ni tampoco a los santanderistas.

 

EL GOLPE DE MELO

 

Uno de los capítulos más apasionantes y reveladores que tiene que ver con Obando es la revolución que protagonizaron los artesanos el 17 de abril de 1854, revolución que los llevó al poder fugazmente. En el subsuelo de este episodio yacía el debate a muerte entre librecambistas y proteccionistas. Es decir, entre gólgotas y draconianos. O lo que es lo mismo, entre la oligarquía y el pueblo. Por aquellas calendas los partidos se calificaban de progresistas o de retrógrados teniendo en cuenta si eran amigos de la libertad de comercio o abogaban por una sana barrera proteccionista que defendiera a los artesanos de las garras de lo que hoy se llama capitalismo salvaje o neoliberalismo. Paradójicamente los gobiernos de Márquez (1837-41) y Herrán (1841-45) a fuer de anti-santanderistas eran proteccionistas. Los ministros plenipotenciarios de Estados Unidos y Gran Bretaña urgieron al gobierno de Tomas Cipriano de Mosquera a suprimir el proteccionismo “retrógrado” y a implantar en la Nueva Granada el sano librecambismo progresista. El oro fue el primer metal que se exportó libremente. Y no era para intercambiarlo por oro europeo sino por mercancía de importación lo que los artesanos rechazaron y propugnaron para que no se rebajaran los derechos de importación de muebles, vestuario, calzado y todo lo producido por la incipiente industria nacional. El acucioso abogado santandereano y eminente constitucionalista, uno de los pioneros en todo el Continente, Florentino González, fue nombrado Secretario de Hacienda en septiembre de 1846 y no demoró en suscribir el Tratado de Libre Comercio, Paz y Amistad con Estados Unidos. “En algunas cláusulas de ese tratado se encuentra el germen de la futura pérdida del istmo de Panamá”. (Ver Política Internacional de Colombia, de Germán Cavelier)

También Otto Morales Benítez compiló y divulgó dos robustos tomos que así también lo documentan.

Acto seguido vinieron las leyes que dieron muerte a la industria local. Los escribas del neoliberalismo, de ayer y hoy, saben que su acometividad es para los carteles del poder económico y político, cumplidos comerciantes, magnates industriales y financieros, pero que es demoledor para los pequeños industriales que los empobrece y arruina.

En 1848, ciertamente un fantasma revolucionario recorrió Europa, del que hablaron Marx y Engels. Pero no devino en la asunción del poder por las clases trabajadoras. En el único país del mundo que se dio, y seis años no más después, fue en Nueva Granada. “El 17 de abril de 1854 los trabajadores neogranadinos dieron un golpe revolucionario, desalojaron a la oligarquía dominante y se tomaron el poder. Lo conservarían por ocho meses turbulentos y fascinadores”. Y aquí se abre el pasmoso relato que puede hacerse desde la fundación de la Sociedad Democrática de Artesanos, en 1847, el rompimiento con el gobierno de Mosquera, la irrupción de los liberales moderados, los liberales librecambistas (gólgotas o radicales) y los liberales draconianos. (Los gólgotas y los draconianos finalmente se conocerán como liberales.) Hasta la discutida elección de José Hilario López en agosto de 1848. Se impone rectificar a los que señalan a Ezequiel Rojas como fundador del partido liberal por el remitido “La razón de mi voto”, que publicó en el periódico “El Aviso” en 1848.

Debe precisarse igualmente que entre los presuntos fundadores del partido conservador había distancias. Mientras José Eusebio Caro era proteccionista, Mariano Ospina Rodríguez era librecambista y apoyaba las ideas y prácticas de Florentino González. (¿Manes de su hermandad septembrina?)

El 7 de marzo de 1849 el Congreso neogranadino perfeccionó la elección y dio como ganador a José Hilario López no sin la presencia de acontecimientos tormentosos.  Yerran quienes rastrean la frase de Ospina Rodríguez como gesto de valor y dignidad cuando dizque escribe en un papel secreto que “voto por López para que los diputados no sean asesinados”.

Los inermes artesanos no iban a matar a ningún senador, sino que estaban muy frescos los sucesos de enero de ese mismo año cuando en Caracas las huestes del presidente José Tadeo Monagas se trenzaron con las del expresidente José Antonio Páez y resultaron una veintena de muertos de los dos bandos. Ello es lo que prevenía Ospina. Además, que no quería la presidencia para su copartidario el proteccionista Rufino Cuervo sino para su correligionario librecambista José Hilario López. Ospina era un acaudalado comerciante y terrateniente de Cundinamarca y Antioquia.

Hace su aparición también el espectral doctor Raimundo Russi, secretario de la Sociedad Democrática, inspirador y guía de su gremio, amigo personal del presidente López de quien esperaban la aplicación de una clara política proteccionista a favor de los artesanos.

Russi, en la noche del 24 de abril de 1851 fue víctima de una celada junto a la puerta de su casa en un enigmático y trágico episodio del que ya habían dado cuenta, furtivamente José Marìa Samper, Elisa Mujica y José Marìa Cordovés Moure, pero sin los alcances procesales y políticos de rigor. El misterioso abogado nacido en Villa de Leyva fue asesinado por el régimen el 17 de julio.

En “Los ojos del basilisco” (fea palabreja próxima a Laureano Gómez), el prolífico Germán Espinosa reivindica la vida de Russi y de delincuente común lo ubica en el trabajo político que se enmarca en la cíclica disputa de las escuelas económicas, generadoras de los más encendidos enfrentamientos entre la clase dirigente. Los sacerdotes del librecambismo sacrificaron a un inocente que fue coherente con su devocionario proteccionista. El cinismo del régimen prefirió ejecutar a un antiguo aliado para salvar todas las apariencias. Para la élite de entonces el cadáver de Baccellieri (Russi) demostraba la eficacia de la administración de justicia en contra de la maldad de los enemigos del orden social. El profesor Antonio Rocha en su legendaria cátedra de derecho probatorio igualmente se servía del caso Russi para apreciar judicialmente el valor del testimonio. (¿Luego, habló?).

Paralelo a todos estos sucesos venía creciendo la prestancia militar de José Marìa Melo, antiguo héroe de la independencia y ya para junio de 1851 General y Jefe del ejército permanente. El otro militar de moda era José Marìa Obando elegido para Presidente. No tardaron los gólgotas en entrabar su gestión presidencial. Aprobaron la elección popular de alcaldes y gobernadores. Y reformaron igualmente la Constitución de 1843 que de riguroso centralismo pasó a paralizante federalismo. El presidente terminó de comodín. El nuevo sistema avigoró el librecambismo dejando en ruinas las aspiraciones del artesanado

Indalecio Liévano Aguirre, autor de “Los Grandes Conflictos Sociales y Económicos de Nuestra Historia”, así explica la nefasta política:

“La competencia de los productos ingleses, al suprimirse el sistema proteccionista, fue devastadora para la incipiente industria nacional. Al tiempo que en el agro se privaba de sus tierras a los campesinos ante el estímulo o la indiferencia de la política oficial, en las ciudades se sometía a los obreros y artesanos a un tratamiento paralelo y no menos despiadado. Permitida la entrada –prácticamente libre de derechos- a las mercancías extranjeras competidoras de los productos nacionales, en pocos años se arruinaron las manufacturas artesanales y el desempleo en las ciudades, por el cierre de los talleres, tuvo tan magnas proporciones, que las famosas “sociedades democráticas” perdieron pronto su carácter de ligas educativas o culturales de los artesanos para convertirse en clubes revolucionarios que bajo la dirección de Lorenzo María Lleras, Ambrosio López y Miguel León, desencadenaron las graves perturbaciones del orden público ocurridas en 1853 y 1854”.

Coincidencias o conveniencias en el gobierno de Obando lo fueron acercando a los poderosos gólgotas y alejando de los desposeídos artesanos. Coyuntura que se le hizo insalvable al jefe del ejército para que se tomara el poder en nombre de los sectores desahuciados.

El 16 de marzo de 1854 el presidente Obando y su esposa fueron víctimas de un atentado criminal y luego de otros más institucionales, pero igualmente desestabilizadores de su gobierno como la aprobación de la ley que eliminaba el ejército permanente. El presidente objetó la ley gólgota y mandó llamar al general Melo “y le hizo la propuesta más insólita jamás formulada por un jefe de Estado. Dijo que le recomendaba un golpe por parte de los artesanos y del ejército, y que lo miraría con simpatía”, siempre y cuando asumiera el mando el general Melo.

 

Los draconianos (artesanos), se opusieron a las medidas económicas de libre mercado del gobierno. Estos dieron un golpe de estado liderados por José María Melo.

 

Golpe revolucionario de los trabajadores, obreros, campesinos, artesanos, intelectuales, militares y de todos aquellos que derivan el sustento de su trabajo.

Al cabo de nueve meses, los detentadores de los “factores reales del poder” no podían seguir tolerando el gobierno “de facto” y armaron la contrarrevolución autodenominándose “ejército constitucional”, a la cabeza del cual se colocaron los tres generales expresidentes de la república, y se lanzaron por San Diego al asalto de Bogotá, defendida por escasos 2.000 artesanos y militares maltrechos. La superioridad de los atacantes obligó a la rendición y la batalla dejó 300 cadáveres revolucionarios y 400 constitucionales, entre estos el del general Tomas Herrera, panameño que tenía derecho de sucesión.

Obando fue destituido de su cargo, juzgado por complicidad y finalmente absuelto. Al expresidente Melo se le desterró con su hijo de quince años, se fueron para Centroamérica y en 1859 se unió al ejército del benemérito Benito Juárez que peleaba una guerra contra el ultramontano Miguel Miramón. Finalmente, el 10 de junio de 1860, fue sorprendido, capturado y fusilado en el Estado de Chiapas.

Melo fue víctima también como el doctor Russi de los insalvables enfrentamientos entre las teorías y prácticas económicas en boga. Con el apoyo de los indígenas supérstites, de los campesinos, de los mestizos, de los negros, de los ahora desempleados –quienes resultaron siendo los artesanos-, es decir de los sectores marginados de la sociedad, Melo reclamaba el arco protector del gobierno. Suponía que el radicalismo iba a ser consecuente con sus proclamas y consignas. Ramiro de la Espriella escribe: “1854. Golpe de Estado del General Melo bajo la presidencia del general Obando. Se sindican de “comunistas a las sociedades democráticas y se forma una alianza política, especie de “Frente Nacional”, entre gólgotas y conservadores”.

Tomás Rueda Vargas, Carlos Lozano y Lozano, Alfonso López Michelsen, Darío Ortiz Vidales, entre otros, han trazado, “atisbos y esbozos” de este chaparraluno efervescente. El general Melo, dice: “Rueda Vargas, era un gran jinete… Por no exponer a sus caballos a las plagas de la tierra caliente no se movió de la altiplanicie en los ocho meses que duró la guerra y este amor fue su perdición. Facatativá, donde las aguas y los pastos son buenos, fue su Capua, y cuando por todos los puntos le cerraron las tropas constitucionales, apenas presentó tímidamente sus caballerías renombradas en los llanos de Chamicera. El 4 de diciembre, al sentirse abandonado, perdido, bajó las escaleras de su cuartel de San Francisco, las mismas que todas las mañanas subía el zaino para mirarse en el espejo de su amo, y mató a sus caballos favoritos con su propia mano. Luego trepó a la glorieta. Por sobre el humo del combate echo su última mirada cariñosa y honda a la Sabana, nodriza de sus buenos caballos, sobre cuyo piso blando y elástico se resorta y se hamaquea el potro fino con la suavidad de una berlina, a esa Sabana que engarzó a la corona española un puñado de jinetes caballeros en corceles árabes, acabados de abandonar por los moros en las dehesas de la sierra de Córdoba y de La Vega de Granada, antepasados lejanos de su zaino y de su overo… y libre ya el mayor de los temores que afligen a todo montador de sangre: que un chambón pueda usar sus cabalgaduras, izó bandera blanca y se entregó sin condiciones al enemigo”. 

Su coterráneo Lozano y Lozano reivindica el talante civilista de Melo: “Es un honor para esta República, tan solícitamente preocupada por el decoro de sus gobernantes, y que ha elegido siempre para la silla consular a varones de gran envergadura, eminentes de verdad en cualquiera de los aspectos de la superioridad humana, que el general José María Dionisio Melo y Ortiz no hubiera sido, como lo pretenden algunos, un sargento bárbaro, ni un hombre señalado por el oprobio, o de una conducta sombría… Autor del más grave atentado que se haya cometido en el país contra las instituciones públicas, de un golpe de estado que carece de toda justificación, responsable de grandes abusos y depredaciones, pero no de crueldades durante el ejercicio de su arbitraria autoridad, inhábil como hombre de gobierno … no puede figurar sin embargo en la galería de los caudillos bárbaros de la América Latina, pues no se manchó nunca con peculados, asesinatos ni fusilamientos, ni llevó una vida de depravación moral, fue siempre un caballero, y en múltiples oportunidades dio muestras de idealismo y de grandeza de alma”.  

Entre tantos libros que se han escrito sobre los dictadores tropicales –conceptúa López Michelsen- “difícilmente se encuentra una página más afortunada sobre el estilo de los nuestros y, en particular, de este general Melo, militar de renombre, que acabó siendo fusilado en tierras mejicanas al servicio de la causa liberal. No es el dictador tropical. No es el dictador millonario. No es el dictador sediento de sangre de la verdad y la ficción latinoamericana, sino el dictador “sui generis” de la Colombia mulata, mestiza y tropical cuyo centro de gravedad fue, durante el siglo XIX, esta Sabana de Bogotá, entre moderada y escéptica, pero que le dio a la Nación entera un sello peculiar, ese talante caballeroso y legalista, que singulariza a Colombia entre las naciones del Continente”.

Enrique Gaviria Liévano, recientemente difunto, antiguo Presidente de la Academia de Historia, tratadista y catedrático, es encomiástico de la parábola internacional del pijao: salió rumbo a Costa Rica, en el que su primer mandatario era Juan Rafael Mora, y de ahí se dirige a El Salvador, donde fue bien recibido por el entonces presidente Gerardo Barros, quien además lo nombró inspector general del ejército y en esa condición fundó la Academia Militar salvadoreña. No obstante, desavenencias provocadas por gentes interesadas en ello, lo distanciaron del gobernante salvadoreño, tuvo que salir del país rumbo a Guatemala. Aquí gobernaba hace 20 años el general Rafael Carrera, quien con el apoyo del clero se había hecho al poder dictatorial y pretendía extender su influencia sobre toda América Central. Seguramente conociendo el liberalismo de Melo, el presidente Barros no sólo lo expulsó del país, sino que lo persiguió hasta la frontera con México.

El general granadino llega a Chiapas en 1860 para unirse a la revolución de Benito Juárez. A su llegada le dan la bienvenida tanto La Bandera constitucional, órgano oficial de la provincia, como el gobernador liberal Ángel Albino Corzo, quien hace que el presidente Benito Juárez lo nombre en el “ejército fronterizo”, en formación, con el mismo grado de general.

Melo organiza un destacamento de caballería de algo más de cien jinetes y traslada a Comitán y de allí a proteger la frontera con Guatemala, zona de frecuentes incursiones del general conservador mexicano Juan A. Ortega, refugiado en ese país

Nuestro arrojado general se prepara para la batalla definitiva contra Ortega y sólo espera la llegada de un destacamento de infantería para completar su ejército y acabar con las organizaciones conservadoras que transitaban por el estado de Chiapas. Pero la vida le hizo una mala jugada.

El primero de julio de 1861, mientras esperaba la llegada de los batallones anunciados, decide acampar y pernoctar con su caballería en la hacienda Juncana, cerca de Margarita, cuando a la madrugada es sorprendido, rodeado por el ejército y fusilado vilmente, sin juicio previo, por órdenes del general Ortega.

En esa antigua hacienda, “frente a la humilde y vieja capilla se levantan erguidos dos cipreses, dejando en medio una rústica cruz de madera destruida por la acción del tiempo, que señala todavía el lugar donde reposan los restos de aquel temerario soldado de Bolívar”, no siempre bien comprendido por la Historia.      

Sus restos seguirán siendo el símbolo de dos pueblos hermanados en la lucha común por la libertad y la memoria imperecedera de quien, como el general Melo, ofrendó su vida en aras del americanismo solidario”.

La República de los Trabajadores que se constituyó por los artesanos de la Nueva Granada, y que vivió entre el 17 de abril y el 5 de diciembre de 1854, fue la primera república de trabajadores que existió en el mundo. Su influencia en los acontecimientos políticos y sociales de Colombia se extendió de manera profunda hasta finales del siglo XIX. Sin su participación decisoria y decisiva no habría ganado Mosquera la guerra de 1861, ni las elecciones de 1865; sin el respaldo de los artesanos no hubiera podido el radicalismo adelantar su formidable reforma educativa, ni sostenerse contra la embestida clerical de la década de los setenta; sin los artesanos no hubiera ganado Núñez las elecciones de 1880, las de 1884, ni la guerra 1884-1885.

Y los artesanos eran la clase industriosa, la clase trabajadora del país, la que producía bienes y servicios, en la que militaban los liberales que reprochaban el liberalismo librecambista del general Santander y sus herederos (radicales o gólgotas), y predicaban el liberalismo filosófico, revolucionario y científico que por lo menos ideológicamente los había escudado de los diletantes manchesterianos.

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