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JOSÉ VASCONCELOS EN TULCÁN

- A los 172 años de su cantonización –

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Por:

J. Mauricio Chaves-Bustos

 

José Vasconcelos

 

Cuántas veces no hemos recogido nuestros pasos y los de nuestros ancestros por entre Ipiales y Tulcán, venciendo una frontera imaginada por ese Rumichaca que no separa sino que une, gozne al fin que permite contrabandear no solamente economías sino también ensueños de una ancestralidad Pasto que ha visto como suyo siempre ese hermoso territorio donde transitan libres las Nubes Verdes que vio Montalvo y cantó el poeta ipialeño Florentino Bustos, de esos Chiles y Cumbal que son y serán nuestros taitas tutelares, mucho más que paisaje, símbolo de una heredad que nos ha permitido transitar al Pacífico por entre una selva verde que aflora de vitalidad a cada paso.

Ahí se encantaron Humboldt y Bonpland, llamando a este territorio el Himalaya americano, volcanes que deslumbraron a Boussingault y a su misión científica, ya antes fray Juan de Santa Gertrudis se había inspirado en el misticismo sencillo de los lugareños que veneraban una virgen, pintada seguramente por otro viajero que se inspiraba en la imposición de mitos y leyendas nuevas en detrimento de las propias, fray Pedro Bedón. Viajeros europeos que pasaban por estos lares, muchos de ellos encontrando la fortuna anhelada o rehuyendo de sospechosas deudas allende las montañas y los mares, otros, más afortunados, enviados para explorar ese mundo contado por los cronistas, buscando verificar descripciones fantásticas y deslumbrándose ante lo que veían sus propios ojos en este territorio Pasto.

Dentro de estos viajeros está José Vasconcelos, una de las figuras más polémicas y controvertidas del pensamiento latinoamericano, político y educador, quien desde la rectoría de la UNAM promulgaba para que la educación superior correspondiera a las necesidades de sus pueblos. Como secretario de instrucción pública, desarrolló un proceso de difusión de la cultura popular, postulando intercambios educativos entre los países latinoamericanos, de tal manera que la educación y la acción social fueron parte de un engranaje filosófico y pedagógico que lo catapultaron para ser considerado “El apóstol de la educación latinoamericana”.  Tendrá un preocupante viraje hacia el nacionalismo, razón por la cual terminaría abogando por el Nazismo y el Fascismo, opuestos tanto al comunismo soviético como al capitalismo estadounidense, a los cuales consideraba los peores enemigos para estos países, hasta el punto de defender sus ideales en la revista Timón, que alcanzó 20 números, hasta finalmente ser prohibida por el gobierno mexicano en 1940.

En 1929 el sistema político de su país lo privó de alcanzar la primera magistratura, razón por la cual emprende en 1930 un viaje por Centro y Sur América, llegando al departamento de Nariño en Colombia y a la provincia del Carchi en Ecuador. Aquí, en sus descripciones de viaje contenidas en su libro “El Proconsulado”, pareciera reafirmar el concepto de “Raza cósmica”, libro publicado en 1925, donde postula la aparición de una quinta y última raza, que resume a la blanca, la negra, la india y la amarilla, el mestizaje como posibilidad de un humanismo nuevo, aunque en el fondo no deja de entreverse su posición, como la de muchos intelectuales de entonces, mesiánica y de un atento afrancesamiento cultural, de ahí que pese a esa mirada detenida sobre paisajes y costumbres, no deja de vislumbrarse un elitismo preferente.

En dos anteriores crónicas narramos su viaje por el Sur de Colombia, desde La Unión hasta Ipiales, el cual continúa, y como un homenaje al 172 aniversario de la cantonización de Tulcán, queremos rendirlo con las palabras del célebre visitante mexicano. Era 27 de junio de 1930, en Ipiales, al presentarse al consulado para solicitar permiso para entrar al Ecuador, el cónsul Sebastián Aldás con una frase resumirá la antesala de lo que sería su recibimiento: “Usted no necesita visa para entrar a mi país.”

 

El puente de Rumichaca que cruzó Vasconcelos

 

“Un tanto divertido es el formulismo a que son tan afectos los sudamericanos; en vez de tomar un taxi de punto para cruzar la frontera, fue necesario esperar a que una comisión me llevara del hotel a la garita que está enfrente de la ecuatoriana. En esta última nos esperaba otra comisión de recepción, compuesta del alcalde de Tulcán, el jefe de la zona con dos ayudantes y diez o doce particulares. De la aduana pasamos al Ayuntamiento. Sala con estrado al fondo y sitiales, viejos retratos en los muros; el alcalde me sienta a su derecha; da lectura el secretario al acuerdo que me declara huésped de honor de Tulcán. Di las gracias en breve alocución; firmé un «pensamiento» en el libro de actas, y aunque eran menos de las once de la mañana, se sirvió champaña.”

Hospitalidad heredada por los actuales tulcaneños, ya que hemos sido testigos del afectuoso abrazo con que se nos recibe, de esas generosas viandas que se nos ofrece y de esos espumosos vinos con los que también hemos brindado por nuestra común herencia, formalismo al que quizá Vasconcelos no estaba acostumbrado, tradiciones propias de los Andes nos atreveríamos a decir.

“El programa señalaba un almuerzo para ese mismo día en el cuartel. Tomándome bajo su amparo, con gran amabilidad, el coronel jefe de la zona me hizo visitar su campamento, bien montado, limpio, distribuido en casas para oficiales y dormitorios para la tropa. Al mediodía, en un espacioso refectorio, se sirvió una comida excelente. Uno de los oficiales ofreció el agasajo; respondí agradeciéndolo y sorprendido de tales honores dispensados a un particular. Y llevé la mejor impresión de aquella oficialidad apuesta, disciplinada y culta.”

Como antecedente, conviene recordar que en la Secretaría de Relaciones de Ecuador estaba por entonces Gonzalo Zaldumbide, ilustre escritor y amigo mío de años atrás en su Legación parisiense. El gobierno de Ecuador se hallaba a cargo de un doctor Ayora, no muy querido al parecer, pero que se había sabido rodear de buenos ministros, como el de Guerra, un coronel Guerrero, que a su tiempo conocí en una comida, y era hombre de carrera, muy estudioso, complementada su educación en Europa. En general, procedía la clase militar de las academias. Y, aun así, era imposible no advertir el contraste de la Colombia civilizada y progresista, donde el soldado no aparece en la vida pública, y Ecuador, atrasado y empobrecido, pero con sus soldados en primera fila, desde las aldeas hasta la capital.”

Ya en su visita a Ipiales, Vasconcelos anotaba que el único lugar donde había visto militares era en la ciudad fronteriza, resaltando el aspecto civil de esta república, en contraste con todo el andamiaje militar que se vivía en Ecuador, resaltando, vale la pena anotar, el buen trato recibido por parte de éstos.

“Rendida, pues, la pleitesía al elemento dominante, se hizo entrega de mí al alcalde, que me tenía alojamiento en su propia casa. Era ésta de dos pisos; la mejor alcoba de los altos quedó a mi disposición; al ingeniero Restrepo le dedicaron otra lateral. En los bajos, en un salón espacioso, comenzamos a recibir después de la siesta a los buenos vecinos que acudieron a conversarnos. De cosas de México, de cosas de América, se informaban todos. Y opinaban con acentuado sentido continental, más exaltado, si se quiere, en países pequeños como Ecuador que en Argentina o la misma Colombia.”

“Esa misma tarde concertamos el viaje a la capital. Toda una larga jornada tenía que hacerse a caballo. Era tiempos de lluvias y esto hacía que los caminos fuesen bastante inseguros. Alegué que en mi país estaba acostumbrado a los malos caminos de montaña, y quedó convenido que partiríamos temprano al día siguiente. No quiso el alcalde que mi compañero Restrepo se ocupase de conseguir las bestias: todo corría por su cuenta; nos conduciría personalmente a la ciudad de Ibarra, donde hallaríamos ferrocarril para Quito. Estábamos en estos arreglos cuando llegó telegrama del Círculo Vasconcelista de Otavalo, agrupación que funcionaba años atrás; le había dado mi nombre a una escuela y había mantenido correspondencia conmigo. Acepté detenerme unos días para visitarlos.”

“Por la noche nos sirvió el alcalde un banquete suntuoso de más de cuarenta convidados. Hubo música y discursos y eran las dos de la mañana y no acababan las libaciones. El clima frío de la región incita a beber mucho y fuerte. Sirvieron en la mesa vinos de uva, pero después de la comida se empezó a beber un aguardiente homicida semejante a nuestros mezcales. «El azote de la meseta», pensé. Y empezó a preocuparme el reloj. Estaba convenido que partiríamos a las cinco de la mañana. «Confíe usted en mí —decía el alcalde—; yo estaré listo, aunque no duerma»; pero yo no, medité, y por fin logré escapar; dormí unas horas.”

“Apenas amaneció, desperté a Restrepo. Sintió la casa nuestro movimiento y pronto apareció ya con las botas puestas el buen alcalde, que era hombre alto, robusto, blanco, muy decidido y simpático. Y aunque no deseábamos comer, se nos bajó a la mesa servida con carnes frías y panecillos, dulces y frutas y el famoso chocolate ecuatoriano que yo había reclamado. Mientras comíamos, a pesar de la hora temprana, empezó a llegar gente; conversábamos y no partíamos. Alguien informó que los caminos estaban impasables, que era prudente esperar. Viendo mi ansiedad, el alcalde ordenó que a pesar de todo partiéramos. Encabezó él a los jinetes: un grupo numeroso de a caballo nos acompañó una o dos leguas fuera del pueblo.”

“Estaba neblinosa la mañana y el terreno mojado. Avanzamos despacio; va la ruta sobre montañas interminables. En una pendiente vimos que las mulas de unos arrieros, bien cargadas, se deslizaban cuesta abajo, por las ancas. Un lodo resbaladizo impedía el ascenso. Llevábamos buenos caballos y tomando la delantera pretendí poner el ejemplo. Mi caballo, respondiendo al castigo, inició el ascenso con brío; a los pocos pasos patinó, dobló las manos, me echó sobre el fango. Levantándome, quise subir a pie; mis pisadas resbalaron como sobre jabón. Parecía realmente imposible seguir adelante y recordé aquellos relatos de la abuela sobre los caminos que tuvimos que atravesar por Guatemala, siendo yo un nene de dos años. ¡No eran fábulas de anciana: existían caminos impasables mientras dura la lluvia! Y fue entonces cuando el alcalde mostró su temple.”

“En vez de ordenar el retroceso, cosa que ni mi aguda impaciencia habría censurado, se acercó, me ayudó a montar de nuevo y resolvió: «Nos saldremos del camino, iremos a campo traviesa», y forzando un cercado nos metió por unas siembras, rodeando el caserío de una aldea, hasta tomar de nuevo el sendero. El paso era lento; el campo, cubierto de grama, estaba cenagoso; se atascaban las bestias, resoplaban; luego, al azote, seguían. Y esto duró varias horas. Subimos, sin embargo, hasta que la vegetación fue perdiendo color. En el páramo ya no se ven sino pequeñas palmas cloróticas que llaman frailejones por la especie de capucha blanca que les sale en la punta. La acción clorofílica se vuelve nula en aquella altura de cuatro mil metros sobre el mar. Nunca he sido fuerte para los cambios bruscos de presión.”

 

Tulcán, Plaza de la Independencia, 1919

 

Enrique Restrepo fue el joven estudiante de Ingeniería que se le unió en el viaje desde Popayán, testigo de los avatares que les suponía un viaje a lomo de bestia desde dicha ciudad hasta Ibarra, ahí tomaría el tren que lo conduciría a Quito, donde lo esperaba Gonzalo Zaldumbide, escritor, político y diplomático ecuatoriano, a quien había conocido en Europa y a quien comparaba con Alfonso Reyes, el pensador mexicano eterno nominado al Nobel.

“El terrible soroche, mareo de la montaña, empezó a preocuparme; los oídos zumban; los rostros de los acompañantes se miran pálidos. Sólo nuestro amigo el alcalde avanzaba impertérrito, rubicundo. A mi lado Restrepo no se quejaba, pero en un desnivel, al bajar una pendiente, le resbaló el caballo y él se fue por las orejas. Animosamente se levantó y volvió a montar. Reímos todos, pero yo pensaba: «Si a mí me tira, ya no tendré fuerzas para treparle a la montura.» Me sentía al borde del vértigo. Me afirmaba en los estribos y procuraba alejar la preocupación que agrava, a menudo, precipita el colapso. El alcalde llevaba un mozo de la región y lo hizo adelantar, a fin de que, de una finca ya no muy distante, nos mandaran, en caso necesario, auxilio.”

“Cuando ya desesperábamos se abrió una de esas visiones que hacen la grandeza del paisaje en las montañas. Perdida en la extensión inmensa de un valle limitado por cordilleras, se veía la casa de una hacienda. Un anfiteatro de cumbres cerraba a gran distancia el horizonte. Pero el descenso fue penoso, largo. Resultaban tan pronunciadas las pendientes que era menester un esfuerzo para no rodar con todo y bestia. Los animales mismos van tomando la horizontal; a ratos parece que la desandan, pero lentamente se avanza y también, muy despacio, se va recobrando la confianza porque el aire es menos delgado; se respira mejor, se va saliendo de la región peligrosa del vértigo. Lluvias intermitentes nos habían mojado por debajo de la manga de viaje, pero la proximidad del refugio nos hizo olvidar el frío, la incomodidad.”

“A la mitad de una de las cuestas más pronunciadas nos alcanzaron los caballos de la hacienda, pedidos por el alcalde. Remudamos y se hizo más fácil la marcha. En la casa de la finca nos salieron a recibir los dueños, dos hermanos ingenieros jóvenes, educados en Estados Unidos. Atendían sus cultivos de trigo, sus ganados y se daban buen trato; en el salón, alfombras y ponchos finos; en la mesa, revistas en inglés. Y en la chimenea, un buen fuego, que seca nuestras ropas, en tanto que el whiskey nos devuelve a una sana temperatura. Eran como las cuatro de la tarde: nos sirvieron de comer y se habló por teléfono a Ibarra; contestaron que salían autos a nuestro encuentro. Para ganar tiempo, los dueños de la finca nos subieron en su propio automóvil. Y avanzamos por una carretera que corre a la falda de una sierra escarpada, granítica, por una garganta estrecha que baja a la tierra caliente y atraviesa una hoya no menos famosa y malsana que la del Patía. Pero se cruza rápidamente gracias al auto. En uno de los claros de la montaña, bajo la hondura de un cielo de límpido azul, pasó volando una pareja de cóndores majestuosos.”

 

Tulcán, canoas en el parque Ayora.

 

De las atenciones de José María Grijalva, gobernador del Carchi, Carlos Velastegui, presidente del Consejo de Tulcán, Miguel Ortiz, comandante del batallón Manabí, entre otros, al soroche; del frailejón a las casas campesinas; de las iglesias a las costumbres primigenias; así es el ojo avizor de José Vasconcelos, sin duda alguna uno de los relatos que termina por describirnos desde una mirada ajena pero a la vez cercana, viaje que servirá para reafirmar, a ecuatorianos y a colombianos, nuestras historias comunes.

 

J. Mauricio Chaves-Bustos

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