“EL RETRATO DE MI CASA”
A propósito del libro “EL RETRATO DE MI CASA” de la poeta Jenny Tenorio
Por:
J. Mauricio Chaves-Bustos

Conocí a Jenny Tenorio en Bogotá a través de las redes sociales; escuché su voz y me atrajo, había una fuerza inexplicable en esa voz de una mujer del Pacífico, de Tumaco, a la cual cariñosamente llamamos La Perla, de tal manera que la busqué por todos los medios hasta que logramos vernos y conversar toda una tarde. Ahí recibí su libro “Entre el olvido y la esperanza” (2019), pero más allá de eso, pude conocer a una mujer que amaba su tierra, que denunciaba toda la malquerencia que esta patria ingrata ha tenido con el Pacífico colombiano, por eso quizá nos hermanamos, ya que encontramos que teníamos propósitos comunes desde diferentes ópticas que, en suma, intentan mostrar la realidad de ese hermoso territorio que ella heredó de los suyos y que yo he hecho también mío.

Jenny salió de Tumaco hace muchos años, debió enfrentar la fría capital de la República, la cual se apropia después de muchos años y a la cual se llega a querer como si fuese también la matria nutricia, esa es nuestra Bogotá; acá debió enfrentar los retos de una ciudad que no era la suya, donde el compadrazgo y la familia extensa desaparecen en la puerta de donde uno vive; así que, siendo casi una niña, debió sortear toda suerte de desapropiaciones y distanciamientos que impone esta ciudad cuando recién se llega a ella. Entonces, es cuando aparecen las saudades, es decir esa nostalgia que sale desde los huesos y atraviesa todo nuestro ser, y que en ella se convierte en un sentir poético, por eso su palabra está cargada de una fuerza que rememora su aire y su mar, pero que van tomando fuerza de columna vertebral y, con las experiencias vividas en esta ciudad estratificada, donde impera soterradamente un clasismo y un racismo que fluyen por sus arterias viales, entonces se vuelve denuncia que no pasa inadvertida.
Quizá para soportar la tristeza de saberse lejos de los suyos y de lo suyo, hizo que buscara en el teatro un refugio para vivir otra realidad, por eso ingresó a la Compañía Nacional de Teatro, una posibilidad de nuevos encuentros con lo que se es o se ha dejado de ser, ahí el histrionismo permite asimilar otros cuerpos, por eso hay un misticismo en su palabra, es una renuncia a sí misma para asimilar otras sensaciones, para combinarlas con las suyas y sentir, entonces, una especie de desdoblamiento donde lo sentipensante cobra especial importancia, no solamente en la creación literaria, sino en el reconocimiento del otro como un hermano más, así, como cuando en el Pacífico la familia extensa es todo el territorio.
Pero su universo necesitaba también una explicación, trajo del Pacífico el apego a la vida, pese a todo lo que puedan pensar la mayoría de los colombianos que desconocen el territorio y que se nutren únicamente de lo mediático, quizá eso la motivó a estudiar Filosofía y Letras, una carrera que se prolonga por toda la vida, porque el saber y el conocer está también fuera de los libros y de la academia; sus recuerdos y sus añoranzas alimentan la pulsión que habita en Jenny Tenorio y su ancestralidad, en una religación que va mucho más allá de lo puramente nominal para sentir también una historia espiritual que llegó con los suyos en forma de resistencia para no perecer en los viajes y, mucho menos, ante los maltratos de los esclavistas, por eso su supervivencia es no solamente corpórea, sino también espiritual. Y mucho más allá del existencialismo o del idealismo, lo que su vida contiene es vitalismo, donde la denuncia marca un derrotero para mostrarle al mundo lo que hemos sido y lo que somos.
Cuando leemos poesía, buscamos una ilación que conecte a un poema con otro, inclusive a un poemario con otro; eso obedece, quizá, a nuestra conectividad neuronal que enlaza dendritas para producir pensamientos y sentimientos, o a un mero capricho que tal vez no requiere mayor explicación. En mi caso particular, encuentro un elemento común en la poesía de Jenny Tenorio, y es la búsqueda constante de una morada, la casa como una rememoración o el hogar como una añoranza latente, por eso me ha sorprendido gratamente el poema que da título a este poemario: El retrato de mi casa, porque encuentro ahí gran parte de la esencia de lo que es la obra de nuestra poeta tumaqueña. Habita ahí la soledad junto con el recuerdo, el desorden ante el afán de la inmediatez de salvar la vida ante la huida inesperada que obliga a dejar todo, inclusive el retrato de los abuelos que fundaron esa heredad.
Claro, no se puede desconocer la realidad que permanentemente nos toca, por eso en estos poemas se retrata parte de esa realidad, pero es la fotografía, como en el poema antes mencionado, que se deja con dolor y que jamás se olvida; es el retrato del Pacífico colombiano, del Pacífico nariñense, donde la violencia campea libremente al amparo de la desidia de muchos y la complicidad de otros tantos; un lugar que para muchos, inclusive para los propios nariñenses, no deja de ser una postal de El Morro o el recuerdo de una caminata en la playa; de ese territorio que jamás nos cansaremos de exaltar en su grandeza y en su riqueza, donde tantos extraños se han enriquecido a costa del sufrimiento de miles de mujeres y de hombres que tienen que permanentemente llorar a los suyos, que son también los nuestros, como lo apropia la autora en sus poemas.
Tiene Jenny su propia Canción de la vida profunda que, como en el canto del incomprendido y multiforme Barba Jacob, describe esos días donde la condición humana nos marca los derroteros de nuestros tedios o de nuestras fortalezas, esos días “Que uno tras otro son la vida”, como lo cantó Aurelio Arturo describiendo su Morada al Sur, la que comparte también la poeta tumaqueña, en un puesto del mundo que es mucho más que violencia, consecuencia y no causa como lo hemos dicho insistentemente, como se recoge magistralmente en todos y cada uno de los poemas que componen este libro.
He aquí la radiografía de nuestra patria, cargada de dolores y de ausencias, de esas que desgarran el corazón cuando la muerte ha llegado a destiempo; de los olvidos, aun en las permanencias, pretendidos y estructurales frente a una nación donde impera la indolencia; de los lutos permanentes en los que se visten los ríos, playas y esteros, cuando los dolores inundan sus aguas y sus caminos; de esa patria que no es matria, por eso se describe el machismo imperante, el clasismo reinante y el racismo disimulado. Gracias Jenny por permitirnos volver la mirada al retrato de tu casa, que también es nuestra casa; gracias por tu palabra poética que es toda Pacífico, donde la vida pulula y la esperanza anida, estamos seguros de ello.
Para finalizar, una muestra de esta portentosa poeta:

EL RETRATO DE MI CASA
Cómo se ha deteriorado mi casa.
Los profundos agujeros en el techo la inundan con los aguaceros,
que caen continuamente, debilitando los puntales de los cimientos que la sostienen.
La tierra parece inestable, ante los movimientos naturales,
de los vendavales que trae el invierno.
Las grietas cada vez más profundas, la ponen en riesgo eminente.
Las paredes que antes lucían inmaculadas, almenadas de belleza épica
se ven grisáceas, se están cayendo a pedazos.
Los muros que un día fueron fuertes, hoy están a punto de derrumbarse.
La fachada deteriorada por la voracidad de los golpes, opaca su belleza.
Los marcos que sostienen las puertas, están a punto desprenderse,
Poniendo en riesgo a los espíritus que la habitan.
Las ventanas, por la que un día entraban raudales de vientos tranquilos,
hoy están oxidadas, en ellas están las marcas de las ráfagas y metralletas
y del estallido de las pipetas de gas que dejaron las emboscadas,
que destruyó la escuela, las letras, las frases y las palabras.
El puesto de salud, que hace rato padecía dolores que lo aquejaban, también se vino abajo.
El piso está inestable, por los marasmos continuos al que ha sido sometido por los insurgentes,
los grupos armados y el Estado.
La puerta pende de un hilo. Pareciera que va a caerse, ya casi no cierra,
Ha perdido fuerza, tratando de sostener el piso débil.
Nadie habita ya mi casa. Se deteriora de prisa.
La polvareda que reposa en ella crea un ambiente enfermizo,
acompañado de un hedor fétido incrustado en todos los rincones.
Mi casa se ha envejecido, ahí ya no vive nadie.
Nos fuimos, huyendo de la violencia, a habitar otra casa,
en otro sitio, con otras personas, con olores y dramas distintos.
Mi casa se deteriora por la violencia prolongada, acosada por las balas y la pobreza.
Sigue en pie, no se ha caído, sigue resistiendo.
En ella persiste el miedo, la soledad, los malos aires, la humedad, el moho la ha vuelto rancia.
Los veranos y los inviernos permanecen, extrañando los tiempos de sosiego.
Ella se cuida sola, sin trancas, sin cerrojos, ni chapas, su seguridad, fue nuestro despojo.
Lo único que quedó en una de las paredes fue el retrato de los abuelos.
Una fotografía en blanco y negro, que no alcanzamos a bajar por la prisa
del clavo que la sostenía.
La dejamos con tristeza, pero la trajimos en la memoria.
Tristes deben estar los abuelos, en medio de ese abandono inmerecido.
Los trastos de la cocina, que reposaban en el viejo mesón, también se quedaron,
no había espacio para ollas viejas, platos, vasos,
tazas y cucharas aporreadas por el uso y los años.
Algunos recuerdos siguen intactos. Otros se han ido borrando,
para darle espacio a otra historia, en la memoria secular
que habita en nuestro presente hace rato.
