Por:
Graciela Sánchez Narváez

EL CUENTO: MÁGICA Y DRAMÁTICA REVELACIÓN
Todas las versiones que sobre cuento se pueden investigar, giran alrededor de comprenderlo como un género literario narrativo corto cuyo origen data de los 2.000 años a. de C. Aparecen en los pueblos orientales, entre los que se destaca Egipto. Empiezan como producciones populares orales que se trasmiten de boca en boca hasta incluirse en la estética literaria universal como uno de los géneros más preciados.
El cuento es, entonces, la dramática revelación que un ser humano, transformado simbólicamente en personaje literario. Él es quien opera a través de determinadas crisis respecto al mundo y a la vida. La historia sobre la cual se narra tiene distintos enfoques, desde los cuales se han clasificado estas obras literarias.
A propósito del tema, amables lectores, permítanme socializar con ustedes esta producción literaria de mi autoría.
LA CULPA
Bajo mis pies, los verdes y extensos potreros rodeados de eucaliptos descienden levemente hacia la aldea. Las hojas secas ruedan debajo de los árboles arrastradas por un viento frio que me hace estremecer. Desde esta cima mis ojos lentamente se detienen en cada andén empedrado desde donde se levantan las enormes casas blancas de humeante tejado y paredes gigantescas. Encuentro el mismo pueblo inmóvil y silencioso. Son las diez de la mañana y el humo gris, que se levanta como penacho en cada techo, me hace presentir a una mujer encorvada hacia el fuego en su lucha diaria por prenderlo y no dejarlo morir. De él dependerá el alimento de todos los días para su familia.
Toda mi vida está detrás de mí. La recuerdo toda. Como en una película me veo con mis seis años y mi ágil figura en camino hacia la escuela, me encuentro jugando en las calles iluminadas por la luna con mis cinco hermanos y con los vecinos de mi edad; revivo la salida de este pueblo rumbo a la capital con toda mi familia… Hoy me encuentro de regreso. Una confesión me ha traído hasta aquí. He venido desde tan lejos a contarle un secreto al señor cura de este pequeño territorio. Quiero descargar mi conciencia. Sí. Sólo para eso, pues soy la única que sabe la verdad.
El frío se hacía más intenso en este ambiente conventual. Ahora, estoy de pie mirando los enormes cuadros que cubren las paredes de este espacio oscuro. Se trata de la sacristía. Una voz leve pero ronca, de una señora vieja que se cubre con una chalina de lana desde la cabeza, me sorprende y me saca de mis pensamientos.
– El padre ya viene, puede esperarlo en esa banca-, dice señalando un pesado y envejecido mueble. No me siento, continúo en mi expedición hacia el recuerdo. Vuelvo a observar los cuadros viejos a los que se les ha levantado el papel con la pintura. Este era un cuadro de dos metros por cada lado. Se trata de “Las almas del purgatorio”. Fue responsable de despertar en mi todo el terror que alguien es capaz de sentir, cuando en mi niñez cometía un pecado de esos que mi madre advertía. Nos quemaríamos como ellas en el purgatorio si no cumplíamos con la ley de Dios. Ahora, estoy frente ante un cristo igualmente aterrador, cuelga desde lo alto, más sangrante que todos los que he visto, ahora no tenía ni manos ni pies, el tiempo se los había quitado. Aún me causa el mismo miedo. Es el culpable de todas mis limitaciones. Jamás pude disfrutar de más miel, como lo hacían mis otros hermanos. Yo no podía hacerlo sin permiso de mi madre porque, de lo contrario, este cristo sangraría más. No podía soportar esa culpa.
Ya la voz del sacerdote se escucha desde lejos y se eleva más en el silencio. Siento que se acerca mientras mi corazón se hincha de ansiedad.
– Me dicen que viene desde la capital y quiere contarme algo-, dice el sacerdote mirándome fijamente.
– Soy nuevo en este pueblo, continúa el anciano sacerdote.
– Sí, Padre-, atino a decir. El sacerdote cierra la puerta comprendiendo mi situación.
– Habla hija, me pide.
– Me manda el padre Guillermo, le digo.
– ¡Ahhh!… reflexiona. – ¿Se confesó con él?
– Sí, padre, es el párroco de la iglesia de Santiago, asiento.
– Hermosa ermita, un tiempo fue monasterio, comenta.
Una música que venía del exterior se dilataba, se hinchaba como una bomba, como una voz que se lanzara sobre un fondo de rumores.
– Son las campanas nuevas que llaman a los habitantes a rezar el santo rosario. En las iglesias de Colombia, se las ha silenciado; ya no tocan como antes, creo que en su tiempo ni existían, afirma.
Parecía que este hombre sabía lo que para mi significaba narrar esta verdad, es más, llegué a pensar que ya sabía lo que le iba a relatar. Tomo aire y hablo como si lo hiciera a mí misma…
– Era domingo y mi amiga Juliana me había invitado a jugar a la casa de don Alberto, donde trabajaba su madre como empleada de servicio. Allí, las dos habían vivido siempre. Esta casa era grande y con muchas flores, me gustaba mucho, pero Juliana me decía que este señor era raro y que maltrataba a su mamá. Muchas veces la amenazaba con matarla si decidía irse.
– Este día, en la enorme sala, don Alberto jugaba cartas con su hermano y cuatro amigos más. La madre de mi amiga les servía café y los hombres reían y se divertían mucho. Nos acercamos para ver lo que la madre de Juliana les servía y, en ese instante, don Luis, hermano de don Alberto, quien era un hombre agradable, respetuoso y honesto, según mi madre, sacó una carta gritando vehementemente:
– ¡Les gané! ¡les gané!
Tomó el dinero que estaba sobre la mesa mientras repetía eufórico:
– ¡Les ganéeeeee!
Permanecía de pie y, después de dar algunas vueltas sobre sí mismo, recogió los últimos billetes. Nosotros nos habíamos escondido detrás de un biombo, una especie de puerta adicional que dividía una parte de la sala destinada a almacenar diversas cosas, como sillas y otros muebles sobrantes. Cuando quisimos salir no pudimos, porque ya se habían levantado todos. Como le teníamos miedo a don Alberto, preferimos permanecer quietas y en silencio.

Los dos amigos se fueron malgeniados porque habían perdido tanto. Sólo se quedaron los dos hermanos. Oímos que don Alberto le decía a don Luis que le devolviera el dinero, don Luis se negó y le dijo que lo ganó justamente. Don Alberto se enfadó y le reclamó insistentemente diciéndole que se lo devolviera. Por la ranura del biombo nos fue posible ver que don Luis se levantó advirtiéndole que se iría para su casa porque no quería discutir con él. Entonces… don Alberto, sacó una pistola de debajo de la ruana y lo tomó por detrás. Le acercó la pistola a la cabeza y le disparó por la quijada hacia arriba. Don Luis, gritó y cayó al piso. Don Alberto le puso el arma en la mano de su hermano y se la acercó al sitio de donde la sangre brotaba incontenible. Luego salió al patio gritando:
– ¡Auxilio! ¡Auxilio!
Lloraba desesperadamente.
– ¡Se ha suicidado mi hermano!, repetía muchas veces.
Llegaron corriendo vecinos y policías con el alcalde. La casa se llenó de curiosos, nosotros ya habíamos salido de nuestro escondite. Nadie se dio cuenta. El asesino lloraba a gritos abrazando al cadáver de su hermano, preguntando: “¿Por qué tenías que hacerlo hermanito querido?”
Yo corrí a mi casa a contarle a mi madre lo sucedido y mi madre me abrazó, sin saber qué decir. Luego cada vez que yo quería decir la verdad, mis familiares contaban que don Luis se suicidó. También la madre de Juliana, repetía lo mismo. Pero lo más grave padre es que, cuando salimos del escondite, encontramos a don Alberto amenazando a la madre de Juliana.
– Voy a matar a tu hija, si cuentas lo que has visto, le decía.
– Hija, ¿tú puedes decirme quién es don Alberto?, dice el sacerdote, después de mirar al cielo y oírme lo que le comento.
– En este momento es el alcalde de este pueblo. Me dicen que lo han elegido varias veces, le respondo.
El sacerdote mira al sagrario y se queda atónito. Luego levanta la mano derecha y me bendice.
– ¡Que Dios perdone tus culpas y vete en paz!
Salgo del templo en completa tranquilidad, como si me hubiese purificado por dentro. Siento que he descargado mi culpa.
