LA CONSTITUCION DE 1991: SIN DERECHOS DE AUTOR
¿Quién hubiera sospechado que transcurrirían treinta años desde la promulgación de una nueva carta constitucional, que nuestra generación soñó y puso en vigencia?
Por:
Jorge Luis Piedrahíta Pazmiño

¿Quién hubiera sospechado que transcurrirían treinta años desde la promulgación de una nueva carta constitucional, que nuestra generación soñó y puso en vigencia?
En efecto: apenas ingresados, en 1978, a la Facultad de Derecho del Externado de Colombia, la primera gran noticia jurídica que nos alertó sobre la eventual injerencia juvenil en la vida colombiana fue la de que la Honorable Corte Suprema de Justicia, al promediar mayo, con ponencia del magistrado nariñense José Marìa Velasco Guerrero, había invalidado la convocatoria de una constituyente que lideraba el gobierno del Presidente López Michelsen, fundamentalmente para reformar la administración de justicia y el régimen territorial.
Controvertida decisión que con el tiempo serviría de piedra de escándalo en las máximas instancias jurisdiccionales. Y que, paradójicamente, coloca a Velasco Guerrero como remoto antecedente de la constituyente, trece años después.
El propio ex presidente López Michelsen, en su última gira por Ipiales (2006) confesaba que la antigua Corte Suprema se había pronunciado más con antipatías que con premisas jurídicas para tumbarle su iniciativa. El aguerrido jefe con fama de erudito constitucionalista nos decía que la mesa directiva de la Corte había llamado de urgencia al magistrado José Marìa Esguerra Samper, a la sazón de licencia en Londres, para que venga a conformar el quórum mayoritario para decretar la inexequibilidad del Acto Legislativo número 2 de 1977.
Al finalizar 1981, otra noticia del mismo calibre sacudió nuevamente el entorno universitario y la opinión nacional: La Honorable Corte Suprema había anulado la reforma constitucional de 1979.
En esta ocasión, la Corte recibió el entusiasmado respaldo de las academias, del foro, de los catedráticos, de los universitarios, porque daba al traste con un “acto de tropel y de parranda” del Congreso y del gobierno Turbay Ayala al haber tramitado la reforma de la Constituciòn vigente sin respetar las liturgias imperantes. Eso dijo el demandante, nuestro profesor y mentor Manuel Gaona Cruz, que así nos lo enseñó en las aulas y que -por ello-, estuvo en ciernes de ser detenido allí mismo, en nuestra atónita presencia. Irónicamente Gaona ya era magistrado de esa misma Corte.
Esas dos decisiones de la Corte Suprema entrañaban una compleja y extraña supremacía de un poder constituido, arrebatándole sus funciones y decisiones al Congreso Nacional que actuaba como poder constituyente. Al fin y al cabo, el Congreso era elegido popularmente y la Corte se nutría incestuosamente. Entre ellos mismos por cooptación.
No obstante, el acatado expresidente Alberto Lleras Camargo afirmó que la Corte “había ido demasiado lejos”.
La Corte de 1978 dijo que, tratándose de la asignación de competencias por parte del pueblo -el constituyente primario- había allí un valor superior, de modo que la competencia recibida de esa manera era indelegable, y tumbó la reforma que había sido ya aprobada. Entonces dijo que el poder de reforma de la Constituciòn es un poder creado por el constituyente primario del cual emana todo el poder. Pero que es indelegable
Sin proponérselo, la Corte sembró allí imperceptible una célula, reiterada tiempo después cuando se presentó una acción de inexequibilidad contra el plebiscito de 1957. La demanda se resolvió en la sentencia 54 de 1987, con ponencia del magistrado Gómez Otálora, y allá la corte, inesperadamente, estimó que cuando la nación, en ejercicio de su poder soberano e inalienable, decide pronunciarse sobre el estatuto constitucional, no está ni puede estar sometida a la normatividad jurídica que antecede a su decisión. El acto constituyente primario es la expresión de la máxima voluntad política, cuyo ámbito de acción está por fuera de cualquier delimitación establecida por el orden jurídico anterior y, por tanto, escapa también al juicio que pretenda compararlo con preceptos de ese orden. La Corte establece que, aunque la convocatoria al constituyente para que se pronuncie sobre la reforma de la Carta pueda haber sido hecha por órganos que pudieren haber violado el orden constitucional precedente, una vez el constituyente se pronuncia y lo aprueba, el acto es una decisión de carácter político que se torna inapelable. ¡Helas!
De esa temperatura fue, pues, nuestro encuentro con el derecho público que desde esas fechas cautivó nuestra formación intelectual, por lo mucho de jurídico, político, sociológico, popular que contiene. Del eximio ius-constitucionalista maestro Carlos Restrepo Piedrahita habíamos aprendido que “el derecho público constitucional es ante todo históricamente, el derecho de la libertad política y la defensa de la libertad impone tomar posiciones estratégicas frente a las inexhaustas y siempre amenazantes legiones de despotismo”.
Al cabo de muy pocos años las cosas irían a cambiar espectacularmente en nuestro país, como quiera que el derecho público interno –por decisión de sus altos jueces- se encontraba petrificado y no había ni remotas posibilidades de que la Corte variara su jurisprudencia para abrirle espacios a la imaginación de nuestros dirigentes extraviados en el laberinto de las sinsalidas jurídicas.
Desde las aulas universitarias y las columnas de opinión de los periódicos, se dejaron venir las iniciativas. Por mi modesta parte, en mi tesis de grado de 1983 (“Las venas abiertas de la justicia constitucional”), es decir, siete años antes, ya proponía la convocatoria de una asamblea constituyente, elegida nacionalmente, para que promulgue una nueva constitución, funde una Corte Constitucional, que sea titular y máxima referencia de la jurisdicción constitucional, instale el derecho de amparo (o acción de tutela como finalmente se llamó), potencialice la regionalización y en fin, postulaba otras provocativas ideas propias de la ebullición juvenil intrauniversitaria incontaminada del mundo exterior. Tesis de grado que ardió en el gabinete de trabajo del Magistrado Gaona Cruz que allí la conservaba junto a la inmolación del propio jurista víctima propiciatoria de la toma y de la contratoma.
El país estaba atrapado en la encrucijada de su crisis permanente y su tragedia social más que centenaria, urbana como rural. El alma nacional desgarrada ante el espantable espectáculo de una patria que ya no tenía tierra para sepultar a sus hijos inmolados en guerra fratricida. Hasta la esperanza, que es el sueño de los hombres despiertos, según dijo el poeta, había sucumbido entre nosotros.
Pero el detonante final fue el asesinato de Luis Carlos Galán, en 1989, que provocó la ira universitaria y nacional, y de contera, la convocatoria de la constituyente de 1991. Como en 1929, como en 1957, en 1990 los estudiantes fueron el turbión inatajable que condujo a la revocatoria del ayer, lo que López Pumarejo llamó en su momento “la liquidación amistosa del pasado”, “esa cancelación cordial del peso abrumador de rencores y perjuicios” que demandaba el país para abrirle las puertas al porvenir.
Colombia necesitaba una nueva Constituciòn edificada sobre la voluntad nacional. Para una nueva sociedad pluralista cada vez más doliente y partícipe de las decisiones que afectan su día a día. Para una nueva ciudadanía incluyente de todos los sectores y primordialmente de los marginados y olvidados. Para asumir su rol en el nuevo orden internacional que se está gestando en la era de las revoluciones tecnológicas y de las inversiones sostenibles. Para trasladar poder al ciudadano común para que cuando sea tratado arbitrariamente tenga una salida a la agresión, para que una madre soltera pueda solicitar a un juez que ordene prontamente a un colegio admitir a su hijo y cese la discriminación en su contra, para que una persona cuya vida esté en peligro no se le pueda negar atención médica por carecer de recursos y un juez pueda ordenar a un hospital prestarle asistencia inmediata. Para que a nadie le sea negada la oportunidad de manifestar pacíficamente su inconformidad o sus ideas por heterodoxas que sean.
Es una verdad de a puño que todo problema de derecho constitucional es un problema de poder. Ese es el ojo del huracán: el bucear el punto de equilibrio entre la majestad del Estado y las libertades ciudadanas para erradicar toda forma de injusticia y arbitrariedad.
Hicimos tránsito en aquel estatuto de un mero Estado de Derecho a un vigoroso Estado Social de Derecho que incluye la vigencia del sistema de democracia representativa, a la par con una democracia participativa, deliberativa y también con la democracia material que imponen los derechos fundamentales; un sistema de garantías judiciales muy fortalecido integrado por las jurisdicciones tradicionales ordinaria y contenciosa, pero que además se perfecciona con la constitucional, la indígena y la de paz (y ahora la de restitución de tierras). También todo un título para los derechos fundamentales de donde surge en toda su imponencia la teoría y praxis de los derechos humanos como el único camino viable hacia la convivencia pacífica y hacia un orden justo que procure la consolidación de la democracia.
Y a su lado, los derechos sociales y colectivos, porque de lo que se trata es de afrontar el hecho de que la real libertad no puede existir sin seguridad económica y sin independencia. Y lo socioeconómico debe ser una inspiración imperativa del Estado. La salud, por ejemplo, en su concepto mínimo y popular para buscar y obtener una vida digna y compartida con los demás no puede ser un privilegio de pocos sino un derecho de todos. Los nuevos vientos soplaron envolventes. La Corte Constitucional fue el timonel vigoroso y porfiado. Fueron los años dorados. No sin la solapada y persistente reacción de los estamentos privilegiados. De la llamada fronda burguesa, ganadera, terrateniente.
De La Calle Lombana, el Echandía de esta ocasión dijo que “la incidencia de los fallos solo era interiorizada culturalmente en capas altas de la sociedad y en parte del establecimiento. Ante un Congreso huidizo y acobardado, la Corte tuvo que llegar a los confines del control constitucional para impulsar emanaciones de los valores constitucionales ante el silencio del Congreso. Esa fue una primera desarticulación, porque nueve magistrados, sin representación electoral, tuvieron que echarse sobre los hombros (por fortuna) la tarea del impulso y el liderazgo”.
Pero algo de deformación constitucional fue el efecto secundario. Los temas que encarnaban serios dilemas culturales se fueron abriendo paso a codazos, sin deliberación suficiente en los foros habituales: la sociedad y el Congreso. Fuera de los muros del Palacio de Justicia la discusión ha sido escasa. Y ya en la cola, hay una sociedad al garete, preocupada por afugias diarias de pancoger, que no tiene tiempo ni espacio para constitucionalismos. Una gran clase media ocupada en su designio aspiracional y consumista y una Colombia andrajosa, traspasada de crimen y abandono, sometida al diario flagelo de la violencia.
La nueva Constitución, hoy treintañera, supuso un recio quiebre en la sociedad colombiana. Su mayor mérito va más allá de lo jurídico y se ubica en el ámbito cultural, es decir en el imaginario colectivo.
La Constituciòn ha perdido misterio, se abrió y se entregó al común de las gentes, ávidas de familiarizarse con sus instituciones y de emplearlas. Colombia devino un Estado laico, pluralista, sin religión oficial privilegiada. La Carta del 91 refleja el cambio de mentalidad y de cultura resultante de la incorporación de nuestras gentes a la actualidad. Colombia quiere ser un Estado social de Derecho en el que además de exigirse que los distintos preceptos y actuaciones de los gobernantes y administrados estén fundados en normas superiores y sean respetuosos de ellas, han de campear el propósito de protección a los débiles, de remover los obstáculos de toda índole, comenzando por los económicos, que se oponen a su desarrollo personal y a su participación en la vida política y social.
A despecho de presagios adversos, algunas creaciones de la Constituciòn han mostrado bondad y acierto con creces. La iniciativa de una Corte Constitucional, que otrora se tildara de esnobismo y se eludió por más de 20 años, respondió a la exigencia de que el control de la validez de las leyes y de los decretos con fuerza de ley, sea en verdad jurídico-político, dinámico, con poder creador, a fin de que la supremacía de la Constituciòn no sea un giro retórico sino una doctrina cuyos desarrollos han de regir también la aplicación de la normatividad precedente, cuya interpretación ha de estar penetrada del espíritu que fluye de la nueva Carta.
En “Memorias Dispersas” se lee: “De las ideas centrales sobre la Carta de Derechos se pasó a un clima espiritual generalizado que movió resortes insospechados, reemplazo de la noción ancestral de familia, remoción de los limites tradicionales en materia de aborto, eutanasia, libertad en hombros del libre desarrollo de la personalidad, estado aconfesional. En fin, una ola de libertad que movió la aguja de la sociedad, un brinco súbito hacia lo contemporáneo”.
“En el plano histórico, es como si la revolución del 68 en Paris, aplazada en estas tierras, irrumpiera de un momento a otro y tomara cuerpo y realidad. La nueva Constituciòn vale tanto por los cambios funcionales como por la creación de un clima de libertades y valoración de los derechos, que llevó a la sociedad a ponerse a tono con las ideas centrales del mundo occidental. Lo que comenzó como respuesta a una crisis, terminó siendo un proceso que recogió elementos libertarios de contracultura, provocó la muerte de un positivismo jurídico desnudo, apegado a las formas y sin mirar los principios, acogió los derechos humanos, cambió la cultura mediante ese instrumento formidable del libre desarrollo de la personalidad, todo ello al lado de una aspiración a la equidad, sobre la base de un tejido de solidaridad, frustrado en parte por razones fiscales y en parte por una cerrada oposición del poder”.
El colombiano, antes de 1991, debía ser católico, liberal o conservador, blanco, hijo legítimo, indivorciable, heterosexual, citadino. Al colombiano de hoy se le respetan todos sus credos, porque el Estado confesó que es laico y que a sus súbditos se le respetan su escogencia partidista, su filiación extramatrimonial, su independencia conyugal, sus preferencias culturales, sexuales, deportivas.
El arsenal estratégico de la Constitución tiene varios componentes: el pluralismo es la piedra de toque. Y el motor de mayor incidencia en la configuración de una sociedad más abierta es el libre desarrollo de la personalidad. Nada influyó más en la germinación espiritual de una sociedad más emancipada.
También se desató el catálogo de derechos, no como emanación del Estado nodriza muy parecidos a la cristiana caridad sino como deuda del Estado para con sus habitantes, como obligado crédito del ciudadano con mecanismos infalibles de protección. Acción de tutela, acciones populares, acciones de grupo y todo un nuevo derecho procesal constitucional para salvaguardar el formidable repertorio de los derechos de todas las generaciones.
En segundo lugar, la vigorización de la carta de derechos. Por un lado, el cierre de la brecha entre la Constitución y el juez. Antes de 1991, la carta era un compendio de intenciones que requería la intermediación de la ley, lo cual no pocas veces paralizaba su eficacia. Haber dicho que la Constitución es norma de normas no fue retórica. Fue la manera de destruir la posible capacidad obstruccionista de la ley en el terreno de los derechos fundamentales.
Y el instrumento de la tutela significó un diseño de poder acorde con esa idea. La república remolona en derechos se adormecía en la inercia de Congreso y Ejecutivo. La tutela transfirió dosis importantes de poder a los jueces, con la esperanza de que el cambio viniese por allí. La Corte Constitucional, como locomotora poderosa, amplió el margen de acción. Se incluyeron algunos derechos sociales a través de la jurisprudencia.
La Constitución recogió el acervo de garantías propias del estado de bienestar. Por lo que se hizo evidente el conocido como Estado Social de Derecho. Lo que ya era cuotidiano en otros mundos, en Europa, aquí era un sueño incumplido. ¡Cómo sería que a la sección para atender a los pobres en los hospitales públicos se le denominaba “pabellón de caridad”!
La Carta de Derechos es por ello la tabla protectora del indefenso y anónimo colombiano.
La tutela reconocida como la nueva vedette de la justicia, verdadero tren de aterrizaje de la Constituciòn, ha respondido por fin a la necesidad de justicia, tantas veces insensiblemente aplazada.
Pero no todo ha salido bien…
Si bien, los constituyentes separaron nítidamente las esferas de lo teológico y lo estatal e hicieron de Colombia un Estado laico, gobiernos como los de Uribe Vélez, retornaron el confesionalismo a las aulas escolares algo propio de las tinieblas de la Regeneración que creíamos tiempos idos. Bien hubiéramos podido seguir a los reformistas mexicanos de Benito Juárez que al separar las dos potestades entendieron que la Iglesia dejaba vacío el espacio para que la cultura lo llenara. El estado se vio compelido a promover la cultura como uno de sus designios esenciales.
“El Estado de opinión”: del mismo talante, que pretende volcar la democracia refrendaria contra la esencia del pluralismo, que no es solo el respeto a las ideas ajenas sino un esquema de coexistencia de poderes diferenciados, se anuncia como la mayor amenaza. A ese ritmo, se revocarían las cláusulas garantistas. Se pretende acudir a la democracia directa para subyugar derechos esenciales de las minorías bajo el ropaje de un falso “estado de opinión”, creando un panorama ominoso para una democracia creciente.
Se repite por ese sector que el Estado de opinión es una fase superior del Estado de derecho: “el Estado de opinión está por encima del Estado de derecho y que, en sus propias palabras, será el pueblo colombiano el que irá creando las ‘condiciones de malestar’ para obligar a sacar adelante las reformas que propone”, afirmación que se hizo a propósito de una iniciativa de referendo propuesta en esa ocasión para eliminar varias cortes, revocar los magistrados y derogar la jurisdicción especial de paz.
En ese mismo contexto, ante una decisión de la Corte Suprema de Justicia que afectó al expresidente, su respuesta y la del propio presidente Duque fue la descalificación de la Corte y la reiteración de la apelación al pueblo para reformar la rama judicial.
La administración de justicia, no es cumplida ni pronta. Y por ello es lo más cercano a la injusticia. No sólo en la arquitectura constitucional, sino, particularmente, en la vida cotidiana. En efecto, la mora total en el sistema judicial, esto es, lo que se demoraría la evacuación si no ingresaran procesos nuevos, es de 9 años en la jurisdicción ordinaria y de trece en la contenciosa. El Consejo Superior de la Judicatura, muy tardíamente sustituido, amén de ser refugio de los políticos cesantes escandalizó al país con la conducta de algunos de sus magistrados, elegidos por el Congreso en contubernio inaceptable.
El modelo económico: fuera del ancla de la libertad de mercado, permitió la amplitud necesaria para que los gobiernos ejecutaran su política sin que la Constitución fuera un escollo. Instaurar el derecho a la competencia, no como privilegio del empresario sino como derecho del ciudadano, fue un avance. Esa noción de economía abierta se articuló alrededor del concepto de solidaridad, que era el canal para que el estado de bienestar pudiese convertirse en realidad.
Y para evitar algún desmadre, de manera simultánea se creó una junta independiente de la banca central, comprometida con la moneda sana. Del 28 % de inflación el 5 de julio de 1991 se pasó a la cifra del 3 %, incluso antes de la pandemia.
No obstante, el modelo de economía social de mercado fue legislado a favor del sector privado: el sistema financiero, los oligopolios industriales y los gremios agropecuarios. El ponente de la Ley 100 de 1993, el inefable senador Álvaro Uribe Vélez, quien cedió a las EPS el negocio de la medicina para la clase media solvente y le dejó al Estado la salud del 60 % de la población. Esa misma ley le cedió el ahorro pensional al sector financiero (que hoy llega a $310 billones, casi un tercio de la riqueza nacional), el cual fijó altas comisiones a las pensiones obligatorias (el 1 %, el triple de lo usual en la intermediación financiera pasiva) y excesivas a las voluntarias (hasta el 4 %). Esa jugadita habilitó a dos grupos financieros para que incursionaran en otros sectores de la economía, como la construcción de infraestructura en el caso del grupo de Sarmiento Angulo. Además, colgó a las nóminas parte de los pagos de la seguridad social, lo que aumentó la informalidad y el desempleo en forma estructural. Aún más, las obras públicas se financiaron con peajes y no con el raquítico presupuesto de la nación, lo que encareció el transporte y empobrece a toda la sociedad.
Los retrocesos en materia de progreso social y económico están a la vista. De acuerdo con el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), más del 40% de la población se encuentra en la pobreza y los índices de pobreza extrema han aumentado considerablemente. Los efectos relacionados con la pandemia han resentido una situación social que en Colombia ya era grave, expresada a través de desigualdades profundamente arraigadas, servicios públicos precarios y falta de oportunidades laborales en un contexto de altos índices de informalidad. Con este telón de fondo de angustia socioeconómica, los colombianos están doblemente castigados por la corrupción y la impunidad, particularmente de la cúpula de la clase política.
El banco central, fue bien pensado, obtuvo autonomía del Poder Ejecutivo, aunque no tanta porque su junta directiva es presidida por el ministro de Hacienda. Sólo le puede prestar al Gobierno por decisión unánime de la junta, lo que no ha hecho hasta ahora, obligando así a la disciplina fiscal. Sus mejores resultados han sido reducir la inflación y, con ella, bajar las tasas de interés
El régimen departamental siguió colapsado. En las discusiones de 1991, la existencia de los departamentos se salvó por un voto. Son y eran cadáveres insepultos. Ante los municipios vigorosos no hay espacio para la entidad departamental. Más de quince proyectos de ley orgánica de ordenamiento territorial sucumbieron ante la indiferencia de los congresistas que no quieren modificar la geografía de sus feudos podridos.
La mecánica política no mejoró. Se reconoce que con la inmunidad (impunidad) parlamentaria de antaño no hubieran sido encarcelados por narcotráfico, por el 8.000, paramilitarismo y otros crímenes, un centenar de congresistas y en turno otros que prefieren renunciar a su credencial para ir a un juicio ante la Fiscalía complaciente, ejemplo dado por todo un ex presidente. La mecánica política no sólo sigue siendo la profesión (?) más desprestigiada, sino que muy pocos ciudadanos decentes se someten a sus designios clientelistas y corruptores.
Se le han hecho reformas a la Constitución, la mayoría de ellas inocuas. Unas antidescentralistas, de duro castigo a la autonomía territorial y otra de ellas perversa, que permitió la reelección inmediata de Uribe Vélez, con su herencia de vergüenza mayor en todos los frentes del Estado. Por fortuna, la Corte Constitucional, como guardiana de la integridad de la Carta, atajó la segunda reelección que hubiera sido el camino para la dictadura perpetua.
La Asamblea se instaló el 5 de febrero y proclamó la Constitución el 4 de julio de 1991, cuando aún el texto de 380 artículos y 60 transitorios no estaba listo. Después de su promulgación, se expidieron certificaciones secretariales que implicaron ajustes y modificaciones en dos codificaciones adicionales, publicadas en las Gacetas Constitucionales 116 y 127 de 1991. Un ex fiscal-columnista dijo que los constituyentes incursionaron en el delito de falsedad ideológica en documento público por haber firmado un documento en blanco.
A la fecha, la Constitución ha sido reformada 53 veces: cinco, relativas al Acuerdo con las Farc, algunos transitorios; cuatro, creadores de distritos especiales; tres, sobre justicia penal militar; tres, de circunscripciones electorales especiales; tres reformas al régimen de regalías; dos reformas políticas, dos al control fiscal y dos reformas para incorporar a carrera administrativa a quienes estaban provisionales. Además de reformas a las asambleas departamentales, extradición, expropiación, Bogotá, nacionalidad, periodos de gobernadores y alcaldes, reelección, pensiones, salud, moción de censura, sostenibilidad fiscal, doble instancia, entre otros.
La jurisprudencia constitucional, a pesar de sus innegables méritos, no ha sido pacífica; establecer, por ejemplo, un término para el ejercicio de la acción de tutela cuando la norma señala que se puede hacer en cualquier tiempo; o crear la tesis de la sustitución de la Constitución cuando la norma señala que las reformas sólo tendrán control por vicios de procedimiento, dentro del año siguiente.
Aunque una teoría moderada de los límites a la sustitución de la Constitución es sana, la Corte Constitucional ha puesto ejemplos válidos. No puede el Congreso, que no es poder constituyente sino constituido, eliminar la forma republicana, implantar la monarquía, eliminar el sufragio. Suena casi obvio. Pero el problema es ¿dónde trazar la línea? ¿Quién define aquello que es casi intangible?
Porque cuando ya se arribó a que una norma que permitía la inscripción extraordinaria en la carrera administrativa a algunos funcionarios provisionales pertenecía a aquellas decisiones vedadas al Congreso porque afectaban la estructura básica, entonces ya abordamos la soberanía judicial (Sentencia 588 de 2009).
Y una cosa es la parte meramente orgánica, y otra, la dogmática, que es la irrefragable.
Empero, muchas de las providencias tendientes a desarrollar la normatividad constitucional han sido emanaciones de la Corte Constitucional. Al magisterio moral y doctrinario de la Corte se le debe la modernidad jurídica y aún política de nuestra sociedad y de nuestro tiempo. Pero ha sido a un alto precio de incomprensiones, muchas de ellas hipócritas. Sin la intervención decidida de los jueces constitucionales muchas o todas las pragmáticas superiores estuvieran huérfanas, congeladas en el catálogo de vitrina. La Corte las volvió actuales, vigentes, coercitivas.
Es el Congreso el que ha permanecido impávido, cobarde, abúlico, sin dar señales de vida frente a temas tan acuciantes y palpitantes de la vida nacional. Algunas cuestiones –eutanasia, aborto, formas diversas de familia- han sido sistemáticamente excluidas de la agenda legislativa, auspiciando de esa manera, los ataques a las supuestas extralimitaciones de la Corte.
Los tratadistas dirán que “los representantes del pueblo soberano se transforman en los soberanos representantes del pueblo”. Y Schmitt: “El protector fácilmente se convierte en árbitro y señor de la Constitución, produciéndose así el peligro de una doble jefatura del Estado”.
Balance
Se pudiera asumir que la acción de tutela, el derecho de petición, la doble nacionalidad, los mecanismos de participación ciudadana y el derecho fundamental a la salud han resultado airosos. Se ha podido materializar, aún con fallas, la atención a las personas del régimen subsidiado y del régimen contributivo. Sin embargo, aún hay enormes retos en esta materia, como lo confirma el hecho, según la Defensoría del Pueblo, de que actualmente en Colombia cada 34 segundos se presenta una tutela por violación al derecho a la salud.
La acción de cumplimiento, el censo de población y electoral, la moción de censura, la revocatoria de mandato y el principio de buena fe han tenido resultados irrisorios.
Desde 1996 a la fecha se han solicitado ante la Registraduría 109 revocatorias, de las cuales solo una ha prosperado en las urnas, la del alcalde del municipio boyacense de Tasco, quien había sido elegido para el período 2016-2019 y le fue revocado su mandato el 27 de julio de 2018. A seis meses de terminar su período.
¿Y la necesaria y necesita Paz?
No es nada nuevo decir que Colombia continúa polarizada. El Acuerdo de Paz de 2016 con las (FARC) dividió al país y es uno de los mayores obstáculos para el progreso. Alcanzar el consenso se ha vuelto cada vez más difícil. Con el paso del tiempo, las élites económicas y políticas han perdido su estatus y, desde la perspectiva de una generación más joven, más movilizada y socialmente conectada, estas élites se han visto en gran medida desacreditadas.
De la Calle insiste: “el panorama acumula indicios preocupantes. Masacres a tutiplén. Asesinato de líderes y excombatientes son evidencia de un grado de descontrol territorial. Una muestra, también, de que la política de seguridad ha sido rebasada. Y de que la oportunidad que brindó el Acuerdo del Fin del Conflicto no ha sido aprovechada. Es probable, además, que, de cara al proceso electoral venidero, estos indicios se intensifiquen.
La Colombia actual es la república del miedo. Todo el mundo tiene miedo de la pandemia, del desempleo, del hambre, de no tener las tres comidas al día, de la inseguridad callejera. Pareciera que el partido de gobierno también está inmerso en el miedo. O, al menos, ese es uno de sus mensajes políticos principales. Miedo a que Venezuela termine apropiándose de Colombia, miedo a que las elecciones las defina Cuba y miedo a perder las elecciones del 2022. Un esquema de este jaez es extraordinariamente paranoico. Quizás por eso el Gobierno se puede haber contagiado.Y que el abordaje de los órganos de control, del Banco de la República, de la Corte Constitucional, es como un propósito de apertrecharse a fin de resistir un largo sitio, asediado por antagonistas, que concibe como malévolos corsarios”.
Aunque no hay necesidad de reemplazar la Constitución, es necesario tomar prestados el espíritu y la metodología de este proceso ejemplar emprendido en 1991, comprometerse seriamente con una nueva generación de colombianos en un esfuerzo por encontrar un terreno común y desarrollar políticas constructivas y realistas que aborden las necesidades reales del país.
El recuerdo de estas dos décadas temblorosamente nos ha empujado al pasado cuando éramos jóvenes fletados de sueños y ambiciones. Tuvimos que ver con este proceso constituyente y por eso es que con nostalgia y lealtad que lo evocamos en el entendido de que, desde nuestras bancas universitarias nos preocupó el devenir de nuestra Patria.
No sólo por mi desprevenida contribución con mi tesis de grado a la temática de la Asamblea Constituyente sino porque fui candidato (por sugerencia y recomendación de Parmenio Cuéllar) en el tercer renglón en la lista que el Nuevo Liberalismo integró, mi recuerdo es solidario con sus orígenes y con sus desarrollos que son todavía, aún hoy, surco propicio para sembrar la justicia social en nuestra amada Patria.