JOSÉ MARÍA HERNÁNDEZ Y LA GUERRA CON EL PERÚ
ELEGIA DE VARONES ILUSTRES EN LA PROVINCIA DE LA VILLAVICIOSA DE LOS PASTOS
Por:
Jorge Luis Piedrahita Pazmiño

Fue de espigada y épica narrativa digna de las más cruciales edades de nuestro acontecer internacional, el sortear la improvisada no obstante avasallante provocación inca allende el Amazonas. Dicen los relatores de aquellos tiempos que transcurrían los días y los meses en medio de la mayor monotonía, sin que ningún suceso alterara el curso lógico de la política colombiana, hasta cuando en forma sorpresiva estallaron los cables: “El 1 de septiembre de 1932, un grupo de civiles peruanos al mando del ingeniero Oscar Ordóñez y el alférez Juan de La Rosa, asaltó la población colombiana de Leticia…”.

Así informaba el gobierno colombiano sobre aquel extraño episodio que dio origen a una guerra internacional no declarada en el trapecio amazónico, la porción de territorio colombiano gracias a la cual nuestro país tiene acceso al río Amazonas, la mayor arteria fluvial de Suramérica y del mundo entero.
Eran contados los colombianos que habían oído hablar de Leticia hasta entonces, y el cable del Ministerio, que cayó como una bomba en la Legación de Londres, no agregaba ningún pormenor. De tarde en tarde se recordaban las prevenciones proféticas que en su paso por la provincia de los Pastos habían hecho los dos Rafaeles, Reyes y Uribe Uribe, cuando se percataron del fantasma de la guerra, tal como la del Portete de Tarqui y que nos iba a coger sin ni siquiera caminos de herradura ni vías navegables. Rafael Reyes desde 1876 indicaba al prefecto del Putumayo “que el paso menos quebradizo de la cordillera lo encontré partiendo de Ipiales por Potosí” (no se había fundado San José de La Victoria, 1917) como preámbulo del trazado de la carretera interoceánica.
Todo dizque se reducía a un asunto de policía -así lo dijo el gobierno colombiano- en el que un grupo de particulares adversos al Tratado Lozano-Salomón, que se había aprobado hacía apenas diez años, estaba actuando en forma espontánea para dar un golpe de mano sin mayores consecuencias. Sin embargo, a la vuelta de pocas semanas, las autoridades peruanas, inspiradas por el presidente de facto, el general Sánchez Cerro, les brindaron todo su apoyo a los invasores, secundando el sofisma de que el convenio de 1922, por haber sido negociado y ratificado durante la dictadura de Leguía, carecía de validez y podía ser desconocido por el nuevo régimen, en aras de la reivindicación de supuestos derechos del ocupante al norte del Amazonas.
El último hostigamiento entre tropas peruanas y colombianas había tenido ocurrencia en el punto llamado La Pedrera, situado sobre la orilla izquierda del río Caquetá, afluente del Amazonas, a mediados de 1911. La suerte no había favorecido a nuestras armas, dada la superioridad numérica de los peruanos que, al mando del teniente coronel Oscar Benavides, obligaron a los nuestros, comandados por el general Isaías Gamboa, a emprender la retirada. El canciller para esa desgraciada coyuntura lo fue Olaya Herrera; así que, esta nueva alevosía lo cogía más curtido y vengativo.
Con este antecedente, que no pasó a mayores, se abrió carrera entre los peruanos de todos los niveles, la creencia de que de hecho se había creado un título para desalojar a Colombia del Amazonas y extender la frontera peruana a territorios que, por tradición y en virtud de los títulos españoles, siempre nos habían pertenecido. Mediaba la peculiar circunstancia de que el Brasil jamás había querido acogerse al principio del Uti possidetis juris de 1810 (mantener las divisiones administrativas españolas tal como estaban en ese año), sino que invocaba el principio del Uti possidetis facti (como estaba la ocupación de hecho en el momento de la delimitación), que le resultaba más favorable, gracias a su mayor capacidad de expansión frente a países como Colombia, Perú, Bolivia, Paraguay, etc., que mal podían emular con su gigantesco vecino. La mentalidad que hacía de la ocupación un título al territorio se había generalizado de tal modo en la región amazónica, que el Perú, que por años había sido una potencia militar frente a Colombia, no desdeñaba echar su cuarto a espadas trayendo a cuenta sus presuntos derechos de ocupante.
La explotación del caucho había sido uno de los grandes rubros de exportación a principios del siglo y una firma peruana, la Casa Arana, había establecido sus reales desde Iquitos hasta bien entrados los afluentes del Amazonas en el actual territorio colombiano.
A medida que avanzaba la polémica entre los dos gobiernos acerca de la naturaleza del episodio ocurrido en la madrugada del 1 de septiembre de 1932, con la captura de Leticia -enseña el ex canciller López Michelsen-, se hicieron patentes las dos posiciones encontradas. Para el Gobierno de Colombia se trataba de un caso de policía, de un problema estrictamente doméstico, como era la toma por unos particulares de una población colombiana, mientras que, para el Perú, el golpe de mano, que había sido, en sus inicios, según sus propias palabras, una perturbación provocada por los comunistas, poco a poco se fue convirtiendo en una cuestión internacional, que el propio dictador calificaba como la expresión de “incontenibles aspiraciones” de la nacionalidad, herida por el Tratado. Era la revisión del instrumento de 1922, con lo cual Sánchez Cerro se proponía recuperar para el Perú el exclusivo dominio sobre el Amazonas en el sector comprendido entre el Ecuador y el Brasil. No pocos perspicaces ponían de presente que la mayor parte de las guerras se iniciaban con un problema doméstico, empezando por la guerra de Troya, y terminaban en un conflicto internacional.
Algunos pretendieron que el verdadero origen del desafortunado episodio que tantos dolores de cabeza le produjo al gobierno de Olaya, pero que en último término le sirvió a Colombia para interesarse en nuestra frontera sur y construir de emergencia los caminos que hoy nos permiten llegar por tierra hasta algunos de los grandes ríos afluentes del Amazonas.
Y es que … como en la tragedia griega … una mestiza de nombre Pilar, conocida como “La Pila”, era la amante del alférez peruano Juan de la Rosa, encargado de la guarnición de Caballo de Cocha, en las vecindades de Leticia, y, como en el caso de la guerra de Troya, también requería sus favores otro pretendiente, que era nada menos que el intendente colombiano del Amazonas don Alfredo Villamil Fajardo, uno de aquellos cachacos bogotanos de la época del Centenario. Dicharachero y galante, a pesar de sus atributos Villamil fue, en la competencia con el rudo soldado, quien perdió la partida, porque “La Pila” prefirió la compañía de De la Rosa y se estableció en forma definitiva en Caballo de Cocha. ¿Cómo iba a resignarse a tan afrentosa derrota nuestro compatriota? Sin parar mientes en que hacía apenas cuatro años que se nos había entregado el Trapecio Amazónico, y que era grande el descontento entre los peruanos, optó por raptarse a la bella, acompañado de tres o cuatro agentes de policía que la obligaron a volver a Leticia.
Eran muchos los incidentes que, por una u otra razón, tenían ocurrencia en la frontera que aún estaba en trance de consolidarse. Una gran hacienda, La Victoria, de propiedad de Oscar Vigil y de su sobrino el ingeniero Oscar Ordóñez, quien la administraba, se estaba negociando con el gobierno de Colombia, que se negaba a pagar el elevado precio que los peruanos demandaban. Si a lo anterior se agrega que el mismo ingeniero tenía algunos contratos de ejecución de obras en Leticia, cuando todavía estaba bajo el dominio peruano, y que el gobierno de Colombia con inexcusable ligereza intentó desconocer, se explica el encadenamiento de los hechos que culminaron en la toma de nuestro puerto sobre el Amazonas.
Indignado el ingeniero Ordóñez con el tratamiento de que era objeto resolvió, por sí y ante sí, dar un golpe sobre Leticia, y para tal efecto armó a sus peones con machetes y escopetas de fisto, dispuesto a recurrir a la fuerza si llegaba a encontrar resistencia de parte de los pocos agentes de policía que estaban al mando de Villamil Fajardo. Desfilaba Ordóñez con sus agentes por Caballo de Cocha, al caer de la tarde, cuando tropezó de manos a boca con el alférez Juan de la Rosa, la primera autoridad política y militar del lugar, quien, al inquirir sobre los propósitos que animaban a la temeraria avanzadilla, se enteró de lo que se trataba y, ni corto ni perezoso, se sumó con sus efectivos militares a la expedición improvisada de Oscar Ordóñez. Fue así como, al amanecer del día siguiente, los peruanos se tomaron a Leticia por la conjunción de los intereses sentimentales del alférez y los intereses económicos del ingeniero. Días después, a través del Brasil, el Gobierno Nacional se enteró de que la población estaba en poder de los peruanos y que el intendente Villamil, después de haber sido encuerado, había sido embarcado en una canoa y puesto en territorio brasilero. Cualquier semejanza con la guerra de Troya y el rapto de Helena es pura coincidencia.
En Bogotá, la noticia de la invasión prendió la llama patriótica con inusitado fervor y, en el curso de pocos días, el país entero se movilizó en apoyo del gobierno para desalojar por la fuerza un puñado de peruanos que habían hollado nuestro suelo. En el Senado de la República, el jefe de la oposición, Laureano Gómez, que tan pronto como regresó a Colombia se había convertido en el más virulento crítico de Olaya, aprovechó para pronunciar su histórica frase: “¡Paz, paz en el interior, y guerra en las fronteras!”
Vásquez Cobo, el candidato minoritario en el debate presidencial, ofreció sus servicios, como militar retirado, para encabezar “una expedición punitiva”, y Guillermo Valencia, el otro conservador perdidoso, puso en el altar de la Patria “los restos supérstites de su personalidad abolida”, añadiendo el clásico apotema de que “bella cosa es la paz, pero nada vale sin el honor.”
Otros, con poco sentido del ridículo, como Augusto Ramírez Moreno, proclamaba a voz en cuello su optimismo bélico al reclamar para sí la alcaldía de Lima durante la inminente ocupación colombiana de la capital del Perú. Los periódicos de Bogotá patrocinaron la iniciativa de entregar al Banco de la República las argollas matrimoniales para la adquisición de armas en el extranjero y el propio doctor Eduardo Santos y su esposa, doña Lorencita, se pusieron a la cabeza de los donantes en medio del entusiasmo nacionalista que no conocía límites.
Para financiar los preparativos de defensa el gobierno pidió al Congreso autorización para organizar un préstamo interno de 10 millones de pesos. El gobierno excitó a las alcaldías para que fomentaran la creación de juntas patrióticas encargadas de colocar bonos y de recaudar otros aportes en especie, como mulas y reses. A los empleados públicos les dedujeron el 10% del sueldo durante el último trimestre de 1932 como inversión forzosa en bonos. En los distintos consulados y misiones diplomáticas desde El Salvador a Bruselas se hicieron colectas para adquirir bonos. Es fama que el joven Alfredo Vásquez Carrizosa, a la sazón de 23 años y diplomático en la OIT de Ginebra, donó cien francos suizos.
Sólo una voz desentonaba en el concierto, la de Alfonso López, (dice su hijo López Michelsen que es a quien venimos glosando) y que desde las primeras horas vislumbró la desproporción entre el fervor patriótico de las muchedumbres capitalinas y los recursos disponibles para librar una batalla en la selva amazónica. Sin subestimar las corrientes de opinión que abogaban por el pronto restablecimiento de nuestra soberanía, le pidió al gobierno que lo relevara de su encargo en Londres y optó por regresar a Colombia a trabajar por una solución pacífica.
Carecía Colombia de una fuerza naval que, todavía, a estas fechas, no existe en el Pacífico; la aviación militar estaba en sus comienzos, y las comunicaciones terrestres con el sur del país apenas llegaban, por caminos de herradura, hasta Florencia, población que en la época de la explotación de la quina había cobrado alguna importancia como centro de distribución. La empresa militar y económica de hacer llegar y mantener un ejército colombiano en la frontera revestía dimensiones titánicas.
Han transcurrido 90 años desde el conflicto con el Perú, se ha desarrollado la aviación en forma que nadie podía soñar con las aeronaves de propulsión a chorro, los recursos económicos de la Nación se han centuplicado y, sin embargo, el acceso a nuestro puerto amazónico, para abastecer siquiera a sus habitantes, sigue siendo magno problema que interesa a nuestra propia soberanía política, económica y cultural. ¿Cómo sería la cuestión logística en 1932, para comprometerse en una guerra de veras?
Se hizo necesario improvisar todo, menos el ardor patriótico, que suplía nuestras deficiencias en armas, en vías de comunicación, en experiencia bélica en aquellas regiones inhóspitas. Fue así como surgió la idea de la ‘expedición punitiva’ que, remontando el Amazonas desde Belem del Pará, aspiraba a llegar por agua a Leticia, sin contar con la posible neutralidad, casi hostil, del Brasil, y las mayores facilidades de que disponía el Perú en su nororiente, cuya capital, Iquitos, se ha contado siempre como un próspero centro de intercambio de productos en el departamento de Loreto, en contraste con nuestra Leticia, aislada del resto de Colombia, y dependiendo en gran manera del comercio con sus vecinos.
… Dos modestas embarcaciones, artilladas de carrera, y tripuladas por marinos mercenarios, salieron de los puertos franceses en dirección a la desembocadura del Amazonas y llegaron sin tropiezos a su destino…

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Es una lástima, pero no ha sido documentada por los notarios nacionales la épica actuación de nuestro paisano, José María Hernández Vivas, agente de policía en el cerro de Tarapacá, que se refugió en Ipiranga (Brasil), puerto cercano sobre la orilla derecha del Putumayo. Eso es lo nudo y aséptico que sacramenta Alberto Donadio, (“La Guerra con el Perú”, Planeta, 1993) en la página 252 y de acuerdo con una entrevista con Bernardino Arévalo Quintero:
“Tarapacá, la primera población colombiana cuando se sube al Putumayo desde el Brasil, había sido ocupada por los peruanos después de la toma de Leticia y los informes sobre la presencia militar extranjera que poseía el Estado Mayor General provenían de José María Hernández Vivas, agente de policía de Tarapacá que se vio obligado a huir al Brasil con su familia a consecuencia de la invasión peruana”.
En las memorias de Alfredo Vásquez Cobo, “La expedición militar en el Amazonas” (publicadas por ProPatria y el Banco de la República, 1985), ni un saludo para Hernández Vivas y eso que dizque (Vásquez Cobo) “se había tomado triunfalmente el cerro de Tarapacá, que fue un verdadero duelo de artillería … convertido en un Gibraltar”.
Hasta el poeta soldado Juan Lozano dice que lo de Vásquez-Cobo fue un fraude militar e histórico, porque el cerro estaba desierto. Vásquez Cobo destaca la valentía de Roberto Payán, jefe liberal y del estado mayor de Leticia, vicecónsul de Belém do Pará, (padre del poeta Payán Archer), etc., pero que ninguna proeza acometió porque no hubo ninguna guerra…

El memorial de Vásquez Cobo parece arreglado por su hijo el ex canciller homónimo. Por lo menos, lo prologó y acaballa sus opiniones en documentos de 1969, cuando su padre murió en 1941. Ni una sola línea para Hernández Vivas ni para López Pumarejo si se tiene en cuenta su definitiva actuación en el desenlace del aprieto amazónico. Por lo menos se relieva el denso e irrefutable alegato de Guillermo Valencia como presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores. Y es que era incontrastable que el conflicto bélico que atendía Vásquez Cobo in situ, difería -en lo político, en lo militar y en lo diplomático- con los alegatos en Naciones Unidas después de Tarapacá.
De los dos portafolios sobre la tentativa de Perú -tanto el de Donadio como el de Vázquez Cobo- puede apurarse que el presidente Olaya se asustó de una muy posible victoria de Vázquez Cobo en el Trapecio y su inevitable candidatura para 1934 … si se tiene en cuenta que el “mono” guatecano favorecía la aspiración de Eduardo Santos … y por eso cambió de tercio. Finalmente resultó ganancioso Santos, lo que originó un indisimulable y perpetuo desafecto de Vásquez Carrizosa.

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Dícese sumariamente que nuestro héroe, en 1930, fue incorporado en Puerto Asís a la sección de policía de la intendencia del Amazonas y destinado como agente al corregimiento de Santa Clara, a órdenes del corregidor Mayor Luis F. Luna, solitarios y empenachados en el Cerro de Tarapacá; después de un año regresó a sus negocios de agricultura, ganadería y regateo de víveres y mercancías; se radicó en Puerto Asís, Putumayo, en donde casó con Gregoria Iles con quien tuvieron cuatro hijos, de los cuales sobrevivieron Justina y Sergio. Logró domeñar terrenos, hatos, selvas y ríos de esta feraz cosmogonía, lo que le valió solventemente para convertirse, años más tarde, en un inestimable baquiano para el ejército colombiano. Su casa, construida en Tarapacá, fue el alojamiento de las tropas militares.

Rodando el año 1933, Hernández se presentó al General Efraín Rojas, quien lo designó como ayudante de los barcos Nariño, Boyacá y Barranquilla. Fue un hombre clave para las tropas colombianas en cuanto se enseñoreaba en selvas, montañas y ríos de la zona, lucrativo para la estrategia de la guerra.
Salió al encuentro del comandante en jefe de la guerra general Alfredo Vásquez Cobo, cuando se ubicaron en Tocantins. Recuperada Tarapacá por Colombia, José María recibió del alto comando, en compañía de otro colombiano llamado Francisco Vargas, la arriesgada encomienda -y resultó mortal para José María-, de subir el río Cotuhé hasta Buenos Aires, con el objeto de ponerse al habla con el cacique Hilario Sánchez y determinar con él la situación de las tropas peruanas derrotadas en Tarapacá, de las lanchas Libertad y Estefita y de los aviones que constantemente amagaban por ese lado.
Sin embargo, en la misión encomendada a Hernández y a Francisco Vargas para hablar con el cacique huitoto Hilario y conocer el estado de las tropas peruanas, luego de la derrota que tuvieron en Tarapacá con las tropas colombianas, fueron traicionados y entregados por el huitoto a los peruanos, quienes los llevaron hasta Leticia. En el viaje logró escapar Vargas, quedando sólo José María y llevado a Iquitos. Ahí se inicia su martirologio: de Leticia a Iquitos y allí procesado y ejecutado in continente por espionaje, el 17 de abril de 1933, a sus 41 años, cuando protestó su patriotismo identificándose con el legado de La Pola … “pueblo indolente… sufro una muerte y mil muertes más”.

El senador, su paisano y copartidario, José Elías Del Hierro promovió el trámite de la Ley 15 de 1940, por medio de la cual el gobierno colombiano ordenó la repatriación de los restos de José María Hernández, que hoy reposan en el panteón nacional de los héroes. El presidente Eduardo Santos los recibió. En Mocoa le dieron su nombre al Hospital Municipal. Una ley de 1936, Ley 99, había concedido a su hija sobreviviente, Justina, la suma vitalicia de $30 pesos mensuales que el ministro de Guerra, Gral. Hernando Correa Cubides, anuló seguramente por razones de regla fiscal… Jamás los recibió doña Justina.
Nativo de Tatambud, “tierra alta”, (de la vereda Guachá), blanco, de estatura más que mediana, fornido, de aproximadamente cuarenta años, de aspecto sencillo y taciturno, de poco hablar y con voluntad firme, tuvo siete hermanos, entre ellos Fray Mateo de Pupiales, capuchino, ordenado en Barcelona, España, y Sor María Ezequiela, franciscana, profesora del colegio de Almaguer. Estudió con los hermanos maristas en la cabecera municipal de Pupiales. En 1910 muere don Víctor Hernández, su padre, y viuda doña Rosario Vivas contrae matrimonio con el músico ciego Arquímedes Morán. De aqueste enlace nació Heriberto Morán Vivas, virtuoso artista que ha trasmontado las fronteras colombianas, quien dirigiera la banda Guatavita y en otras oportunidades miembro activo de grandes orquestas como la Filarmónica o la Nacional de Bogotá. Él le puso sentida música a la lírica encantada de sor Celina de la Dolorosa que le compuso el himno de su gloria.

Dice un jilguero vernáculo que gozando José María de plena juventud y habiendo recorrido con su recua los caminos hacia Barbacoas, La Unión, Pasto, Neiva, Popayán: conociendo los secretos del arriero, Ios trueques del comercio y los misterios de la noche; lo quebrantó el dolor de la muerte de su padre, el hombre que tanto influyó en su vida y que le enseñó a viajar tras la yunta de bueyes, silbando los aires marciales de la Guaneña; a mirar correr el agua del río Cuatis, a descifrar el tiempo a través de las estrellas, a caminar en la noche oscura, fría y lluviosa, y a “chalanear” el potro que lo llevará sobre su lomo.
Cuando corona los 20 años se vincula como obrero del Departamento para instalar la línea telefónica Pasto – Mocoa y por ese mismo camino que conduce a las selvas del Putumayo se rinde plácidamente ante su embrujo.
Monseñor Justino Mejía, tan poroso a la epopeya de los Pastos dijo que Hernández Vivas “es el primero y el último de los héroes colombianos del siglo XX. No hemos tenido otro, ni lo tendremos en los pocos años que faltan para rematar este siglo. Pasó la época de los héroes; estamos en el siglo de los pusilánimes. A nuestro departamento le correspondió dar el último de los héroes de la patria”.
En los “Anales de la Cámara de Representantes”, y en la Revista de la Policía Nacional se puede saldar el itinerario de la gesta, sin que los analistas, historiadores, críticos y panegiristas de los episodios nacionales (que hemos consultado) hayan siquiera reparado en la biografía legendaria e infausta de nuestro conterráneo de la provincia de los Pastos.
“Producido el asalto de Leticia el primero de septiembre de 1932, y un mes después de la ocupación de Tarapacá por los peruanos, el corregidor, su secretario y los demás colombianos allí residentes, se refugiaron en territorio brasileño, logrando sacar los archivos y armas del corregimiento, Hernández fue el último en salir, y se situó en Ipiranga, puerto cercano, sobre la misma orilla derecha del Putumayo. Se supo que el 1 de septiembre de 1932, se encontró en Leticia y tuvo que refugiarse en Brasil. Cuando las fuerzas colombianas llegaron a la frontera pletóricas de fervor patrio, fue el primero en ofrecerse voluntariamente, con la convicción de que sería útil a sus servicios a la causa sagrada de la patria, toda vez que él era conocedor de esas regiones.

Cuando en febrero de 1933, la expedición del General Alfredo Vásquez Cobo llegó a Tonantin, Hernández se presentó al general Efraín Rojas, y fue destinado por éste como ayudante de los que conducían el vapor Nariño. Tanto este barco como en el crucero Boyacá y en el cañonero Barranquilla, prestó la más eficaz colaboración, por su conocimiento del río, de los sitios y de la gente de aquella región. Quienes fueron entonces sus compañeros de armas, entre ellos el ex Intendente del Amazonas, señor Alfredo Villamil Fajardo, quien lo conocía bien, y destacaba su servicio hacia la patria, lo había conocido en Leticia en noviembre de 1931. Hernández establecido en Tarapacá, había viajado a la capital de la intendencia para liquidar algunas cuentas y recibir un saldo del sueldo de policía que le tenía encargado. Hernández, radicado definitivamente en Tarapacá, pues ya tenía sementeras y pastos donde mantenía algunas reses de su propiedad, compradas con lo que había ahorrado de sus sueldos.
En Tarapacá no se supo del asalto a Leticia sino el 20 de septiembre por unos cholos de los alrededores del Amacayacu, que huyeron al río Cotuhé por un varadero que sale arriba de Tarapacá.
El 18 de septiembre sin noticia todavía de lo ocurrido, Hernández escribió al intendente Villamil Fajardo para solicitar de nuevo puesto en la policía de la intendencia. Y decía su carta: “me veo obligado a abandonar el comercio, por no dar resultado alguno”; agregaba “le suplico me dé un puesto en la policía, ya sea para prestar servicio en este corregimiento o donde usted lo estime conveniente darme de alta, que seré estricto en el cumplimiento de mi deber”. (Nunca fue soldado que sí lo eran los suboficiales Cándido Leguizamo y Juan Solarte Obando).

De Ipiranga volvió a escribir al señor Villamil Fajardo, a La Esperanza, el 25 de octubre de 1932, para darle valiosos informes y para expresarle su airada inconformidad con lo que estaba sucediendo. “Aprovecho la ocasión para contarle como verdadero hijo de Colombia, la pésima situación en la que nos encontramos por el abuso que el Perú ha cometido queriéndose llevar nuestro pedazo de tierra que con tanto sacrificio habíamos recuperado. Nosotros salimos el 30 de septiembre, día en que pasaron cuatro embarcaciones peruanas, después de cuatro días que subió la América. Nos vimos obligados a abandonar el lugar al ver que el señor corregidor y secretario eran los primeros que bajaban. A mí me tocó estar hasta el 6 de octubre, bajando lo que pudiera de mi ganado. Casi perdí todo, y lo demás quedó botado, perdiendo mi tiempo, plata, etc.”
“Hasta la actualidad no estaba ocupada Tarapacá. Sabemos por un conocido que bajó de La Esperanza, que en el Yaguas hay 30 hombre armados con un cañón y una ametralladora, y que el Capitán que subió en la Libertad iba dejando la orden que a todo colombiano que encontraran en el Putumayo lo pongan preso, y Rengifo le dijo que mejor sería matar de una vez, y le contestó que todavía no había orden. Los barcos mercantes están en el algodón, es cuanto le puedo informar.”
“En este lugar estamos todos esperando el momento oportuno para ingresar a nuestras filas en defensa de nuestra Patria. Ojalá se digne darnos algún aviso por donde podamos ser más útiles, porque usted sabe lo que es el Brasil; no se puede ganar ni para la subsistencia. No por mí, pero los demás compañeros no tienen nada; si ha de haber guerra que sea pronta. Queremos vengarnos del ultraje que nos están haciendo: tener patria y hoy encontrarnos en patria ajena. Pero habrá un día que siquiera tengamos libres las aguas del Putumayo, para regresar, aunque sea en la última miseria, pero con la satisfacción que hemos cumplido un deber de colombianos”
Camino al martirio

Recuperada Tarapacá por Colombia, José María recibió del alto comando, en compañía de Francisco Vargas, la delicada tarea de subir el río Cotuhé hasta Buenos Aires, con el objeto de ponerse al habla con el cacique Hilario Sánchez y determinar con él la situación de las tropas peruanas derrotadas en Tarapacá, de las lanchas Libertad y Estefita y de los aviones que constantemente amagaban por ese lado.
Hernández y Vargas lograron llegar hasta la tribu del indio Hilario Sánchez y pasaron un día y una noche, pero el indio los traicionó, llamó a las fuerzas peruanas y los hizo capturar. Fueron conducidos inmediatamente a Leticia, allí después de una semana de prisión, Vargas pudo fugarse y pasar a Tabatinga; Hernández fue llevado a Iquitos, allí lo esperan los interrogatorios, las torturas y finalmente la farsa de un consejo de guerra. Y se le condenó a muerte por el delito de espionaje, que en las condiciones de Hernández no podía ser delito. Sin embargo, los miembros del Consejo, intelectuales descendientes de los pacificadores españoles consideraron darle un escarmiento. Y con toda la frialdad lo llevaron al cadalso donde Hernández se le encaró al pelotón de fusilamiento. “Yo no me dejo vendar”, exclamó. Quiero ver al asesino frente a frente, reflejaba su serenidad. Tampoco quiso sentarse, de pie casi sonriendo esperaba la descarga.
En el momento de disparar los soldados, los detuvo con un ademán, levantó la mano para imponer silencio y gritó: “Mi muerte le conviene a mi patria, Colombia sabrá vengarme”. La escolta disparó, y el Héroe pasó al sitio donde comienza la historia. Ese hombre era un colombiano y murió como un colombiano, nos dijo el doctor Vigil y contó además cómo había impresionado ese valor y esa injusticia a los espectadores de Iquitos.
No se le probó a Hernández el cargo de espionaje, pero aunque se le hubiere probado, no merecía la muerte, porque en la guerra civilizada, tan tremenda pena sólo se le aplica al traidor. Hernández no estaba siquiera averiguando secretos enemigos, sino estableciendo comunicaciones. Su fusilamiento fue un asesinato que mancha a sus victimarios y deja una aureola inextinguible en torno a la cabeza de este héroe.
Hernández dijo en su postrer alegato patriótico: “para morir hemos nacido”. Además, es lengua que, prisionero en los calabozos, fue atropellado a las cuatro de la mañana y fue él mismo quien cargó las herramientas para cavar su propia tumba.
Subido a una plataforma, el pelotón peruano quiso vendarlo, pero Hernández, con valentía les manifestó que quería ver a sus enemigos, se negó a sentarse: según la publicación de la Brigada de Logística No 1, esto fue lo que dijo “¡Ningún colombiano se deja vendar para morir, yo muero por mi patria, así que no me toquen! “.
Luego de recibir la descarga del pelotón, gritó y dijo a todos los peruanos congregados: “Colombia sabrá vengar mi sangre”. Aunque recibió varios disparos, sobrevivió y el ejército peruano lo arrastró por las calles de Iquitos.
“No olvidemos su nombre ni su acción. Quien muere con la certidumbre de prestarle un servicio a la Patria, merece el recuerdo agradecido de las generaciones”, termina el informe parlamentario.
Bien pudiera saludársele póstumamente con los versículos de Cernuda ante el cadáver también yerto pero erguido de García Lorca: “Te mataron porque eras/ verdor en nuestra tierra árida/ y azul en nuestro oscuro aire”.
Luis Eduardo Nieto Caballero, que tantas necrologías escribió exaltando los valores de la raza -por lo que se dijo que ningún héroe se le quedó en el tintero- en diciembre de 1933 y en el propio lugar de los hechos (lquitos) pudo recoger un testimonio de excepción relatado por el propio testigo Doctor Enrique A. Vigil y de otros ciudadanos peruanos, las circunstancias del heroico sacrificio al que se enfrentó José María al pelotón de ejecución lanzando como despedida suprema o como lengua de fuego que recorrió toda la selva amazónica un ¡VIVA COLOMBIA!
El General Efraín Rojas, que fue su comandante sigue en el mando a bordo del cañonero “Nariño”, cuando se entera del infeliz acontecimiento. En soberbio acto hace rendir homenaje póstumo en la propia cubierta del cañonero en el que lamenta profundamente la muerte de su compañero y compatriota, a la vez que condena públicamente la actuación peruana, pero no se queda con el solo hecho de rendirle homenaje, sino que el cable al Ministerio de Guerra de Colombia envía un mensaje dando el parte del insuceso:
“Siete de junio de 1933.
A.S.S
El ministro de guerra afectuosamente refiriéndome suyo. Es cierto que en Iquitos fusilaron de modo infame a José María Hernández quien fue a la muerte lleno de coraje y negándose hasta última hora a suministrar datos contra la Patria. Honremos su memoria y escribamos su nombre donde lo puedan leer todos los colombianos. Atentamente, Servidor, Efraín Rojas. General”.
Carlos Uribe Gaviria (hijo del también inmolado Rafael Uribe Uribe) a la sazón ministro de Guerra remite al pueblo de Pupiales el siguiente exhorto sobre la vida y vicisitudes del ciudadano ejemplar José María Hernández Vivas:
“José María Hernández, quien fue fusilado en lquitos por fuerzas del ejército peruano, no fue dado de alta en las filas de nuestro ejército, aúncuando así (sic) prestó importantes servicios en las regiones del sur sin que tomara parte en ninguno de los combates de Tarapacá, Buenos Aires o el río Cotué, pues precisamente, cuando se libró esta acción de armas, ya Hernández había sido enviado a una comisión consistente en ponerse al habla con una tribu de indios, misión en que fue acompañado por el Sr. Francisco Vargas. Estos dos señores llevaban como guías a algunos indios, uno de los cuales entregó a estos dos compatriotas a las tropas peruanas, las que los condujeron a Leticia, en donde logró fugarse, quedando prisionero Hernández, que fue conducido luego a lquitos, en donde lo pasaron por las armas.
Aun cuando sin estar sometido a la disciplina militar, como miembro del ejército, Hernández no vaciló en prestar a su patria el servicio que él exigía y animado de ese sentimiento aceptó la comisión que le confiara, lo que le trajo como consecuencia el sacrificio de su vida, la cual entregó en una forma tan varonil que sus mismos victimarios tuvieron que admirar su serenidad y valor ante la muerte. Muy justo sería todo homenaje, que se tribute a este buen patriota, especialmente es esa población de donde con orgullo dijo ser oriundo y llevó en su frente y en su corazón el nombre de su Pupiales querido, muy conveniente que se recomiende a la posteridad como ejemplo de patriotismo, de desinterés y de valor.
Verdad que se ignoraban los pormenores de nuestro héroe y que durante varias décadas permaneció y quizá aún permanece en el rincón del olvido el sacrificio de este patriota nacido en las entrañas de los campos de Colombia”.

***
Himno en honor del héroe José María Hernández Vivas.
Letra: Sor Celina de la Dolorosa
Música: Pedro Heriberto Morán Vivas
CORO
¡Oh patria, glorifica
al héroe vencedor
que supo dar su vida
por defender tu honor! (Bis)
I
Colombia te saluda
José María Hernández;
antorcha que en los Andes
esplende libertad.
En la contienda ruda
Izaste en las fronteras,
el tricolor bandera
como pregón de paz.
II
Una pasión sublime
fue nervio de tu historia:
la gloria de Colombia
que consagró tu ser.
La Religión tuviste
por eje en tu destino,
y fue tu lema altivo
“morir en el deber”.
III
En actitud serena
la muerte desafiaste.
“¡Colombia ha de vengarme!”
clamaste vencedor,
y la descarga fiera
al apagar tu grito,
prendió en el infinito
tu fama con fulgor.
IV
Sellaste con tu sangre
el triunfo de la patria.
Amor, bienes y fama
rendiste con tu honor.
Mas… hoy tus ideales,
son la esperanza viva,
de pueblos que conquistan
un porvenir mejor.
V
Tu vida fue un instante…
Mas pasarán los siglos
cantando tu heroísmo
con invencible fe.
Y te verá radiante
como laurel amigo,
que surge siempre invicto,
tu pueblo nariñés.
