HOY DESPERTÉ EN EL INFIERNO.
En muchas partes de ese lugar miré la bandera tricolor invertida, como si el irrespetar los símbolos patrios fuera un signo de protesta, que reivindicaría a un pueblo enardecido el cual había sido sometido por años.
Por:
Nina Portacio

“El más allá no existe. El cielo y el infierno están aquí mismo en la tierra”.
Inés Margarita Carvajal M.
Al observar todo a mi alrededor pensé que me había equivocado de vida. Sentí que estaba en el lugar incorrecto de una época medieval. O en el lugar apropiado, pero no en el tiempo correcto. Percibí un mundo con discusiones nuevas sobre odios antiguos. Por un momento, volví a cerrar los ojos e imaginé con ansias locas un espacio armónico sin esos problemas perpetuos, donde poder vivir tranquila en conexión con la tierra y el tejido humano. Sin embargo, por mucho que intenté, siempre desperté en ese mismo lugar: todo ardía. Todo era violento. Todo era agresivo. Todo lo destruían. Todo lo robaban. Era un mundo horrible con seres humanos ilógicos aunque parecieran lógicos. Seres tan crueles como despiadados y en muchos escenarios distintos. A veces con hechos magnos y a veces con hechos mínimos, pero todos igual de fuertes.
En ese lugar artístico y musical considerado un lugar feliz y con un premio Nobel de Paz, miré gente matando gente, mataban con piedra, con balas perdidas, con bombas, con palos, con cuchillos, robaban, secuestraban, extorsionaban, torturaban, destrozaban, quemaban, amenazaban a mansalva. Miré gente muriendo por un virus porque no había oxígeno. Los muertos por el virus eran miles. Miré ambulancias llevando contrabando o bloqueadas sin poder llegar a destino con un enfermo.
Por otro lado, estaban destruyendo cualquier omisión u acción posible con videos, imágenes y frases digitales, que destilaban odio puro. Eran locales y ajenos, civiles y Estado, como una turba exaltada queriendo acabar o defender lo poco que habíamos logrado construir en muchos años, aunque se perdieran vidas en el intento. Eran demasiados atacando o defendiendo ideologías extremas por doquier. Un mundo frenético e insano. No tuve duda, estaba en el infierno. Y, de inmediato recordé a mi abuela Inés Margarita quien en algún momento de mi infancia me había dicho: “El más allá no existe. El cielo y el infierno están aquí mismo en la tierra”. Pero yo, en el paraíso de mi inocencia, no le creí. Sin embargo, esas palabras sabias retornaron a mi mente, para confirmar, que una vez más, mi abuela tenía toda la razón.
Era un espacio aterrador donde un grupo de personas defendía los derechos del pueblo tratando de quemar vivos a varios seres humanos por el hecho simple aunque relevante de ejercer como policías, en un país con ejército, paramilitares, guerrilla propia y extranjera, guerrilla disidente y contraguerrilla escondida. El mismo lugar donde se percibía que quizás bajando esculturas de los parques o descuartizando monumentos de épocas históricas se lograría bajar los salarios del congreso o reivindicar el lastre de un proceso aniquilante llevado a cabo durante la colonización y subsanar todos los rezagos de un conflicto armado de más de cincuenta años que había cesado pero seguía vigente. Era, sin duda, un pueblo que había perdido la última esperanza de cordura. Un territorio donde los dirigentes pretendían en pleno caos laboral y en la más dura recesión económica debido a una pandemia insospechada, subsanar desfases presupuestales de la Nación con una reforma tributaria; imponiendo, entre otros, impuestos a la leche y a los huevos -me preguntaba si este impuesto incluiría los huevos de codorniz-, y cobrando más peajes por transitar trayectos, cada vez más cortos. En ese lugar con excepción de respirar todo tenía impuesto y respirar -por este tiempo- tenía también sus riesgos.
Observé personas encerradas mirando desde la ventana con miedo, miré gente en bicicleta que era atropellada, mascotas tristes, sucias y desorientadas atravesando las calles y otras muertas en la vías, porque a los conductores temerarios les costaba disminuir la velocidad o hacer la fila respectiva. A lo lejos observé gente botando basura por todas partes. También miré ríos que fluían con agua contaminada, peces muertos, tortugas ahorcadas con bolsas plásticas, monos y pájaros en cautiverio, mares y océanos con desechos o plásticos flotantes. Miré flores muertas, bosques talados, montañas quemadas y páramos destruidos.
En muchas partes de ese lugar miré la bandera tricolor invertida, como si el irrespetar los símbolos patrios fuera un signo de protesta, que reivindicaría a un pueblo enardecido el cual había sido sometido por años.
Ví extranjeros vecinos con el rostro incierto y agotado, recorriendo a pie ese mismo lugar de Norte a Sur y luego de Sur a Norte, sin abrigo, sin comida, sin donde pernoctar, dejando atrás su tierra y buscando un futuro donde no lo había. Miré a otros caminantes sin destino, en el campo y a altas horas de la noche, tratando de robar un marrano para poder comer durante su recorrido y luego miré al dueño del animal, que corría atrás disparando al aire, tratando de salvar el pellejo de su engorde.
Miré gente trabajadora pagando múltiples impuestos con su salario modesto y gente con pereza de trabajar recibiendo ayudas -de esos recaudos- o comprando teléfonos móviles de última generación con el poco dinero que lograban obtener durante un jornal. Había personas trabajando de sol a sol, sin posibilidad alguna de pensión, pero pagando a tiempo todas sus obligaciones. Observé pensionados que continuaban como trabajadores activos; entre tanto, había mucha gente buscando trabajo sin opción alguna. Observé personas muy preparadas sin trabajo y personas “recomendadas” ocupando cargos altos, que no sabían ni siquiera donde ponen las garzas. Miré empresarios nuevos cansados de pagar por todo y empresarios antiguos evadiendo impuestos. Miré ricos emprendiendo y pobres con pereza de mover un dedo. Mire pobres trabajando y ricos holgazanes. Miré gente que le daba vergüenza dedicarse a vender algo, pero no le daba vergüenza robar. Miré ladrones pobres y ladrones ricos. Circulaban farsantes, estafadores cibernéticos y timadores de todo tipo, engañando a incautos de toda clase. Jóvenes sin dinero con ganas de estudiar y jóvenes con dinero sin querer formarse. Observé redes sociales de gente culta e interesante con tan solo tres seguidores y canales de personajes estrafalarios o burleteros con bandada de seguidores. En cada lugar que miraba había algo incoherente o algo atroz.
En ese lugar encontré con estupor niños abusados por pederastas con votos de pureza, niñas engañadas y embarazadas por catequistas, niños robados o vendidos para donación de órganos. Mujeres quemadas con ácido, violadas en las calles por hombres bien vestidos y otras que eran maltratadas o asesinadas por sus maridos, al igual que encontré maridos tiranizados y sometidos por sus mujeres.
En ese infierno y en otros escenarios, observé a quienes creen que toda esta deflagración sociopolítica acontecida en el nuevo milenio es culpa del último presidente o, digamos mejor, que plantean que es culpa del presidente en turno y algunos marchan con carteles doctrinales afirmando que por su culpa, los niños se están muriendo de hambre. Aunque si hacemos memoria, muchos niños se han muerto desde los tiempos sin reloj por muchos factores extremos y no, precisamente, presidenciales; entre tanto, hay otros que piensan, que todo el “movit” lo ha gestionado el candidato presidencial que perdió las elecciones anteriores, para sabotear la gestión del ganador. Los fanáticos y los fundamentalistas extremos, se amedrentan y enseñan entre sí. Se insultan, se ofenden, se irrespetan en línea y de paso trasmiten ese irrespeto a las nuevas generaciones. Todos creen tener razón aunque su verdad no sea absoluta ni su perspectiva logre ser de 360 grados. Pero les importa tener la razón, aunque su razón contenga una verdad relativa y no integral. No hay derecho a la opinión personal, ni verbal ni oral ni escrita, cualquiera que ella sea; porque de inmediato lo estigmatizan sin compasión como un mamerto, tibio, morrongo, de izquierda peligroso o de ultraderecha. Lo definen con rigor como si fueran un tribunal de juicio extendido.
Hay muchos quienes opinan que la Iglesia es la culpable de todo este debacle por no abrir las puertas del cielo o, al menos, las puertas de las sacristías para acoger a los contagiados por COVID, o a los heridos de las protestas, perdonar a los furibundos y dar de beber a los sedientos de destrucción. Y hay otros tantos que consideran que son los feligreses de doble moral, los que han destruido a esta sociedad. Algunos en cambio analizan en retrospectiva, y creen que, quizás todo esto es culpa de la Santa Inquisición por no haber quemado vivas a todas las brujas en la noche del Walpurguis y, que tal vez por eso, ahora sus nietas continúan marchando y protestando para defender sus derechos o haciendo uso de la palabra.
En este lugar de cruzadas irracionales hay muchos culpables. Culpables señalados a dedo a lo largo y ancho del país; en trópico de altura, trópico medio y en trópico bajo. Lo curioso es que en ese lugar implacable donde siempre se busca a uno o a muchos culpables; nadie, absolutamente nadie, se considera culpable. En este lugar exuberante, siempre son otros los culpables del destino del mundo. Todos menos el que ataca, todos menos el que ofende, todos menos el que irrespeta, todos menos el que destruye o agrede en mayor o menor, medida. Todos menos el que no hace nada por ayudar a un cambio. Todos. Y, en ese preciso instante, en el que observaba incrédula este episodio dantesco; que era tan real como mi existencia, sin saber por qué, me sentí culpable y lloré. Lloré amargamente, largo rato, tratando de entender por qué la raza humana es tan mezquina, tan frívola e insensata, tan cruel. Pero sobre todo me cuestioné ¿por qué es incapaz de vivir en paz con sensatez y con respeto? en un lugar tan hermoso…
CopyRight.
DPA/DMA Reservados.