ELEGIA DE MANUELITA
¿Quién era esta apabullante heroína que encendía el apetito incontrolable de las pasiones?
Por:
Jorge Luis Piedrahita Pazmiño

El poeta ipialeño –pero ecuménico- Julio César Goyes ha dicho que si Bolívar y su entorno no estuvieron en Ipiales la literatura y el arte, las nubes verdes, la imaginación y la libertad permiten la licencia de recrearlos en nuestra villa, más si los antecedentes y materiales, la investigación y la verosimilitud también lo autorizan. Ya lo diría el filósofo, “el porvenir es de Dios, pero el pasado es de la historia. Dios ya no puede influir en la historia, en cambio el hombre aún puede esgrimirla y transfigurarla”.
Después de la agonía de Bomboná, el armisticio de Berruecos, la entrada triunfal en Pasto, Bolívar atraviesa por Ipiales y para el 16 de junio arriba a San Francisco de Quito en donde es recibido en plebiscito pletórico y allí conoce a su nueva “diosa coronada”, Manuela Sáenz Aizpuru, cuando se la presenta don Juan Larrea. Seis meses más tarde, en la noche de año viejo, pernoctarán novicios todavía, en Ipiales, a siete fechas apenas de la navidad nefanda. En la estación más risueña de su vida, ésta quiteña seduce al caudillo inverosímil a su entrada a la ciudad, apenas el guerrero sin reposo dejaba atrás el recuerdo atribulado de Cariaco. Desde ese instante mágico los dos sentirán la más delirante obsesión que no respetará gabinetes, ni ejércitos.
William Ospina pulsa la nostalgia: ¿Cómo era la corona que Manuela Sáenz le arrojó desde el balcón de Quito, esa corona que no cayó a los pies de su caballo, como ella quería, sino en el propio pecho del general bañado en flores, quien alzó la cabeza y la vio, todavía con los brazos extendidos, en el balcón; o cómo fue ese primer diálogo de los dos, aquella noche, al ritmo de los valses de entonces, cuando él le dijo que si sus ejércitos tuvieran la puntería de ella, ya los españoles estarían derrotados; o cómo era la calle, mucho más profunda que ahora, bajo la ventana por donde él tuvo que saltar para escapar de la furia de los conjurados?”
¿Quién era esta apabullante heroína que encendía el apetito incontrolable de las pasiones? ¿Quién, la mujer que había arrebatado los espacios totales de la vida apasionada de Bolívar? Toda la narrativa se arrebató con ella, palideciendo su biografía. Hubo quienes intentaron perfiles sobre “la verdadera Manuela”; fue descrita en la “Vida Secreta de Simon Bolívar” y en “Los Amores de Bolívar”, pero todo era especulación y viento sin ningún soplo de verosimilitud. Manuela Sáenz había levitado de la independencia y del reportaje bolivariano. Sin embargo, la mitología sobre esta apabullante hembra no se aquietaba; los eruditos que buscaban en los mohosos baúles los papeles nunca deshojados, comenzaron a exhumar tramos fidedignos de su vida, hasta ahora cuando su arrebatada biografía se hace imprescindible en el entramado hagiográfico del Libertador.
Por lo pronto, nuestro paleógrafo Camilo Orbes Moreno aporta la declaración de hija expósita que desenterró en el Archivo de la Real Audiencia; pero así mismo, el juicio de filiación que tramitó su padre.
Había nacido en Quito, hija clandestina de una rica hacendada criolla con un hombre casado, y a los dieciocho años había saltado por la ventana de un convento donde estudiaba y se fugó con un oficial del ejército del rey… Era astuta, indómita, de una gracia irresistible y tenía el sentido del poder y una tenacidad a toda prueba. Hablaba buen inglés, por su marido, y un francés primario pero comprensible, y tocaba el clavicordio con el estilo mojigato de las novicias.

A partir de la entrada triunfal de Bolívar a Quito, después de la angustia de Cariaco (abril de 1822), ese encendido embrujo con Manuelita no se apagará por ocho años. Vendrían sus charreteras de “generala”, de “caballeresa del sol” que le colgó San Martín, de “extranjera”, de “reina de la Magdalena”, de “esposa de Bolívar” que le adjudicó Sucre, de Coronela, que se ganó en Ayacucho, de “insepulta de Paita” que le rubricó Neruda, pero ante todo el más justo y preciso será el de “Libertadora del Libertador”, ablución del propio Simón, que nos impidió cometer a los colombianos el horrendo crimen del parricidio. Rafael Correa, presidente constitucional del hermano y bravo pueblo ecuatoriano –y recio descendiente del gran Eloy Alfaro- le impuso justicieramente, en 2007, las charreteras de Generala honoraria de la Independencia suramericana. Y en 2010, la República Bolivariana de Venezuela la hizo Generala de División.
Y no se trata de desplazar a tantas otras que sedujeron la intimidad del héroe que fue intensa y arrobadora. Umaña Bernal recitó que “la mujer y la espada tuvieron entre tus manos una idéntica y pura desnudez temblorosa”. López de Mesa dice que las mujeres, sus mujeres, no amaron a Simón sino a Bolívar, no al individuo, sino al héroe, como Bernardina, como Fanny de Villars, Teresa Lesnais, Ana Lenoit, Julia Cobier, y Joaquina Garaicoa. O Pepita Machado, la única venezolana que se sepa. Más de tres decenas le llevaba la cuenta su mayordomo. Gabo le inventó a Miranda Lindsay, amante imaginaria que sopla pasión a la crónica romántica y arrebatada.
Graciosa, gárrula, valientísima, necia, con inocultable guiño “machista” que adquirió de niña en Panamá, pero que acaso la hacía más provocativa, lo empuja al Libertador, lo entusiasma, lo emociona, lo provoca, lo protege, pero también “lo asiste” como dice el historiador Groot.
La póstuma e inesperada sacralización de Bolívar, a partir de los dos primeros lustros de su muerte, trajo como consecuencia que Manuelita Sáenz Aizpuru fuera desaparecida de la ya de suyo legendaria vida del titán inalcanzable. De no ser por el antropólogo Víctor Von Hagen –valiéndose de las memorias de Boussingault-, por su compatriota Rumazo González, por el venezolano Vicente Lecuna y ahora por Antonio Cacua Prada, que la rescataron de las densas tinieblas, no hubiéramos sabido nada de aquella amazona que ofició profanamente en el templo bolivariano. Indudablemente esta Venus será la más persistente rival que tendrá Marte para el Libertador del Continente; vestal obsesiva apostando el mundo, por lo que su presencia se hará cada vez más inmanente y agobiante en los planes y en los pensamientos de Bolívar. Y se hará más impertinente y ruidosa en los despachos y cancillerías militares. Inclusive, por ser la archivista oficial de toda la documentación de la Independencia, designada por el propio Libertador-Presidente.
Para apreciar bien lo que se sabe de esta diana cazadora, basta que tengamos presente lo impropio de las biografías del Libertador que repiten toda clase de necedades e imposturas acerca de Manuela: su “fiel esposo, el Dr. Thorme” que le suplica que vuelva; ella negándose; él enviándole dinero que ella rechaza; el doctor fallecido en 1840 y dejando a la sedicente la mayor parte de sus bienes; y ella rechazando de nuevo esta generosidad.
Los indicios ya han probado que Manuelita fue raptada por el coronel Fausto Delhuyar –hijo del descubridor del Tungsteno- del convento dominico en Quito y repudiada luego por el infortunio de su infertilidad. Thorme no era médico, sino naviero. Después de 1827 perdió todo contacto con Manuela. No murió en Lima en 1840, sino que fue asesinado en 1847 en Pativilca, cuando se paseaba con una de sus queridas. Tuvo dos amantes y engendró cuatro hijos extramatrimoniales, a todos los cuales menciona en su testamento. No asignó en éste a Manuela más que los ocho mil pesos de su dote; como nunca los recibió, planteó pleito para obtenerlos.
Fue de las primeras heroínas ya en Lima ora en Quito o en Bogotá, que se alistaron en defensa de la causa patriota. Su condecoración de “Caballeresa del Sol” discernida por San Martín, es el primer aval a su compromiso emancipador. En la batalla de Pichincha se ganó su rango de “Teniente de Húsares del Ejército Libertador”.
El revisionismo histórico de mediados de siglo XX la destacó como ícono del feminismo latinoamericano. “Manuela Libertad” la conocieron sus paisanas Nila Martínez y Nelly Londoño que glosaron su vida de infortunios, pero de aureolados gestos.
¿Cómo, pues, todos estos atisbos se evaporaron de la crónica? ¿Cómo nadie los detectó en el siglo que siguió a la muerte de Bolívar?
“Bastó que Bolívar muriera para que todos los odios se convirtieran en veneración, todas las calumnias en plegarias, todos los hechos en leyendas, dice William Ospina. Muerto ya no era un hombre sino un símbolo. La América Latina se apresuró a convertir en mármol aquella carne demasiado ardiente, y desde entonces no hubo plaza que no estuviera centrada por su imagen, civil y pensativa, o por su efigie ecuestre, alta sobre los Andes. Por fin en el mármol se resolvía lo que en la carne pareció siempre a punto de ocurrir: que el hombre y el caballo se fundieran en una sola cosa. Aquella existencia, breve como un meteoro, había iluminado el cielo de su tierra y lo había llenado no sólo de sobresaltos sino de sueños prodigiosos”.

Cuando Simón Bolívar metamorfoseó en semidiós por genuflexión de aquellos mismos que años antes lo habían execrado, Manuela Sáenz, por insistencia de los nuevos aduladores, tuvo que esfumarse de los anales históricos. Se engavetaron oficialmente todos los pormenores de su vida, desaparecieron los papeles que la mencionaban y ella misma tuvo que morir -más que vivir- furtivamente, sus últimos veinte y seis años en la oscuridad de la bahía de Paita. Echada por Santander y Lorenzo María Lleras de Bogotá, el primero de enero de 1834. Muchos años después, un chuznieto, Carlos Lleras expulsó también a otra extranjera, Marta Traba, por oponerse a la ocupación militar de la Universidad Nacional. (La Traba, era la mujer más ocupada dijeron. Casada con Alberto Zalamea su nombre completo fue: Marta Traba Zalamea Borda).
Y para que la inmolación fuera completa, la férvida y erótica correspondencia fue incinerada, apenas a tiempo con la propagación de la difteria. Por inmensa fortuna O’Leary había rescatado los baúles que reposaban en Bogotá. El general O’Leary relata en el tomo III de sus “Narraciones” que Manuelita ordenó en 1846 que se le entregara a él un cofre que tenía en Bogotá, con centenares de cartas del Libertador.
Cincuenta años de olvido sobrevinieron sobre la quiteña y sus ardientes requiebros. Olvido y cenizas porque eran insoslayables las conveniencias por escabullirla de la vida piadosa y esotérica del Libertador de seis naciones. Y si no, repárese en el suplemento especial, del 28 de septiembre de 1828, en el que la Gaceta de Colombia da la versión oficial del atentado contra Bolívar en el cual la actuación de la heroína fue esencial:
“Por la distancia y por su propia importancia se prefirió empezar por el asalto del Palacio. Lo ejecutaron el Comandante Carujo, Horment, Florentino González, Capitán López y Wenceslao Zulaibar, que acaudillaban a los asesinos. Horment por sí mismo hirió de muerte a tres centinelas y seguido de los otros, entraron en los salones de arriba, donde sin embargo de su tierna edad se les opuso denodadamente el teniente Andrés Ibarra, oficial de órdenes del Libertador, hasta que habiendo quedado fuera de combate por un sablazo recibido en la mano derecha, pudieron los otros penetrar hasta la habitación, mas estando solo contra todos, trató de hacerse fuerte en su propia alcoba y como ya fuese imposible resistir por más tiempo, voló a la calle por un balcón y dando vuelta a parte de la ciudad, consiguió llegar al batallón Vargas. El ataque a ese cuartel había empezado ya luego que se tuvo noticia del Palacio. Dirigiólo el comandante Silva, abocando un cañón a la puerta, mas la guardia de prevención sostuvo su puesto con firmeza…”
Para nada aflora la gesta salvadora de “la libertadora del libertador”, llamada así por el propio Bolívar, acto seguido de su rescate. Tampoco entran en escena los conjurados “Azuerito”, Vargas Tejada ni Mariano Ospina Rodríguez. El puente de El Carmen que agudizó el paludismo en aquella madrugada siniestra se evaporó también de los planos del escriba oficial.
Al parecer, uno de los primeros cronistas en referirse a Manuelita, fue José Manuel Groot, quien al reconocer su coraje en la noche septembrina habla de que ella “asistía al Libertador”.
Y Manuelita salvó, por lo menos en otra ocasión, la preciosa vida del Libertador. Don Marcelo Tenorio refiere que la decisión de asesinar a Bolívar en el teatro de El Coliseo (enfrente de Palacio) a las doce, quince lunas antes de la nefanda noche, es un hecho que, si no puede probarse, no por eso deja de ser cierto. Y dice que habiéndose encontrado con el comandante Carujo, “más taciturno y bebedor que de costumbre”, le confesó la intención que tenían: “dentro de media hora, al golpe de las doce, morirá el tirano”. “Pocas veces se había manifestado el General Bolívar en concurrencias de aquella clase, tan contento como esa noche, cuando una ocurrencia sumamente desagradable para él le hizo salir intempestivamente, y se salvó. Se hallaba en el patio con el coronel Fergusson, y de repente vio pasar desgreñada, sucia y mal vestida, a la misma hermosa señora que dice el doctor Florentino González se le presentó en palacio, con espada en mano la noche del 25; Bolívar la conoció porque iba sin máscara; y volviéndose a su edecán, le dijo, como dudando de lo que veía: “Coronel, ¿es?”… – “Sí, mi General”. “Esto no se puede sufrir”, replicó Bolívar y salió precipitadamente, sin despedirse de nadie”. Váyase a saber si fue una puesta en escena calculada de Manuelita para sustraer apenas a tiempo a su amado de aquel entorno electrizado. Cuadro que habilita Laureano García Ortiz cuando muchos años después entrevistó a Delfín Caballero, mayordomo supérstite de Santander que fue testigo del episodio.
En esto de los rastros extraídos o extraviados sospechosamente, recuérdese que el travieso historiador Pedro Marìa Ibáñez hizo lo propio con el archivo ardiente de sus tías, las melindrosas Bernardina y Nicolasa. Idéntica previsión de la viuda de Santander, doña Sixta Pontón Piedrahita, que purificó en el fuego sagrado la memoria arrobada del prócer, cuidándola de otra Piedrahita que había sido su censurado enlace prematrimonial.
Más la pista se había ya esfumado para entonces. Casi todas las cartas reveladoras que Manuela había puesto a su amante fueron dadas al fuego en la bahía miseranda de Paita; el volumen de las Memorias del general O’Leary que hablaba de los amores entre Manuela y Simón Bolívar fue abolido; y el volumen señalado con el número 56, Correspondencia y Documentos relacionados con la señora Manuela, que demuestran la estimación que en ella hacían varios jefes y particulares, y la parte que tomaba en los asuntos de la política, se volatizaron de los expedientes de Bogotá.
¿Quién iba a sospechar que, al finalizar el siglo, un indiscreto viajero que había conocido personalmente a Manuela, y que estaba al tanto de los motivos secretos de su leyenda, vería editadas las memorias de la misión francesa que vino a Colombia en 1822 y permaneció en el país diez años? Jean Baptiste Boussingault había traído una carta de presentación de Humboldt para Bolívar. Carta en la que Humboldt habla de la provincia de los Pastos como del Tíbet suramericano, región que había visitado a comienzos de siglo, en compañía del sabio Caldas.
Boussingault era un científico, autor de renombre, miembro de la Academia de Ciencias de Francia, que fue amigo y funcionario de Bolívar, y que conoció a la Sáenz y dejó el retrato de su guapeza.
“Él contó cómo eran las costumbres, las inclinaciones de los indígenas, las manifestaciones de la vida de relación, dice Otto Morales Benítez. Básicamente, son apreciables sus evocaciones por la picardía humana que tienen, la exaltación de las mujeres que con él rozaron, las aventuras que le dieron un tinte de regocijo a su camino por entre montañas, ríos y quebradas. Sus crónicas están revestidas de exultante gracia humana”.
Si con la Sáenz fue indiscreto, tampoco los príncipes de la iglesia se salvan pues que a Monseñor Salvador Jiménez de Enciso también lo denuncia en paños menores con “ñapangas y ñapanguitas”.
Y también el irreductible fiscal antibolivariano, José Rafael Sañudo parece que la conoció: “Sobre su conducta licenciosa, basta sólo referir, para darle una justa reprobación y por ser tan conocido el hecho, que vivía en el Palacio Presidencial de Bogotá, con la adúltera Manuelita Sáenz, esposa del inglés Thorme; por cuyo suceso dice Palma, sus generales tenían que agachar la cabeza, y hasta Córdoba, hubo de ser conductor desde Lima, de esa mujer”.
El célibe Sañudo ignoraba deliberadamente la historia de Roma. De Napoleón. O la misma del Vaticano y la saga de los Borgias. El inquisidor pastuso no entendía que el amor anestesia, baja las defensas, si hablamos de pandemias. O si no que repare en Santander -a quien no reprocha nada- sacudiendo en vilo al doctor Márquez, en casa de la favorita de entrambos, episodio o culebrón que dizque es el origen de nuestros partidos políticos.
Claro que esa era la jarana santanderista. En el periódico “La Aurora” se escribe: “Una mujer descocada, que ha seguido siempre los pasos del General Bolívar se presenta todos los días en traje que no corresponde a su sexo y del propio modo hace salir a sus criadas, insultando el decoro y haciendo alarde de despreciar las leyes y la moral. Esa mujer cuya presencia sola forma el proceso de la conducta de Bolívar, ha extendido su insolencia y su descaro hasta el extremo de salir el 9 del presente a vejar al mismo gobierno y a todo el pueblo de Bogotá. En traje de hombre se presentó en la plaza pública con dos o tres soldados -eran dos negras como se ha dicho- que conserva en su casa y cuyos sueldos paga el Estado, atropelló los guardias que custodiaban el castillo, destinado para los fuegos de la víspera del Corpus. Rastrilló una pistola que llevaba, reclamando contra el gobierno, contra la libertad y contra el pueblo”.
Gabo, cabalmente, la imagina como una moderna guerrillera. Se perfumaba con agua de verbena, que era loción de militares y vestía de hombre y andaba entre soldados, pero su voz afónica seguía siendo buena para la penumbra del amor. Efectivamente, vestía a la turca con holgado pantalón de lienzo blanco y galones de oro, mostrando en su conducta y en su lenguaje una absoluta despreocupación por los convencionalismos sociales.
Pero Manuela no iba a permanecer impasible ante la persecución decretada. Tomó la pluma y difundió una hoja volante. Aquí es el ingeniero Vicente Lecuna, el que en sus inéditos “Papeles de Manuela Sáenz”, nos comparte el contenido del libelo: “El respeto debido a la opinión de los hombres me obliga a dar este paso y cuando debo satisfacer al público, mi silencio sería criminal. Poderosos motivos tengo para creer que la parte sensata del pueblo de Bogotá no me acusa… Confieso que no soy tolerante… Pueden calificar de crimen mi exaltación… Si aun habiéndose retirado su Excelencia de los negocios públicos, no ha bastado para saciar la cólera de los enemigos y me han colocado por blanco… El autor de La Aurora, debe saber que la imprenta libre no es para personalidades y que el abuso con que se escribe cede más bien en desdoro del país que en injuria de las personas a las que se ataca. Con estas palabras le contesto. Él me ha vituperado del modo más bajo. Yo le perdono. Pero sí le hago una pequeña observación: ¿Por qué llama hermanos a los del Sur y a mí forastera? Seré todo lo que quiera. Pero lo que sé es que mi país es el continente de la América, he nacido bajo la línea del Ecuador”.
Mientras gobernó el Vicepresidente Caicedo, Manuela fue respetada benévolamente. Pero cuando -inexplicablemente- Joaquín Mosquera nombró Ministro al septembrino Vicente Azuero se dio comienzo al proceso de expulsión de la acribillada viuda. Su compatriota Alfonso Rumazo González es el que rastrea el comunicado oficial: “El Excelentísimo señor Presidente de la República ha recibido diferentes avisos de que la señora Manuela Sáenz ha estado turbando la tranquilidad pública, con repetidos actos escandalosos, que sus criados han fijado pasquines en las calles, que ha tratado de seducir con regalos a los empleados de la guardia de Palacio y que ha incurrido en otros atentados que son demasiado públicos. Y deseando tomar la providencia correspondiente en cumplimiento de sus deberes, me manda a prevenir a usted como lo verifico, que inmediatamente proceda en ejercicio de su ministerio, a practicar las informaciones convenientes, dándome cuenta de ellas, luego que estén concluidas, Vicente Azuero” .
No pasaron sino minutos para la orden de aprisionar a Manuela porque ha “salido responsable de la reimpresión del papel titulado La Torre de Babel que fue acusado de infamatorio y sedicioso”. Y como Manuela no pasó tras las rejas ese mismo día, se da la orden al alcalde, José Santos Silva: “la razón que me da de que Manuela Sáenz se halla enferma y por ello no puede Usted cumplir la comisión que le di de reducirla a prisión, no excusa a dicha Manuela de ser presa, porque los presos que se hallan enfermos deben llevarse al Hospital; en esta virtud la hará Usted llevar al Hospital en calidad de enferma presa a dicha Manuela inmediatamente”.
Finalmente fue confinada a Guaduas, pero para desde allí ser lanzada a las tinieblas del destierro. Jamaica, Guayaquil y Paita fueron los puertos del desierto.
“Aquí en las desoladas colinas no reposas –rézale devoto Neruda. No escogiste el inmóvil universo del polvo/ Pero no eres espectro del alma en el vacío / Tu recuerdo es materia, carne, fuego, naranja.
No, ni espectro, ni sombra, ni luna sobre el frio / ni llanto, ni lamento, ni huyente vestidura / sino aquel cuerpo, el mismo que se enlazó al amor / aquellos ojos que desgranaron la tierra.
“Las piernas que anidaron el imperioso fuego / del Húsar, del errante Capitán del camino / las piernas que subieron al caballo en la selva / y bajaron volando la escala de alabastro.
“Los brazos que abrazaron, sus dedos, sus mejillas / sus senos (dos morenas mitades de magnolia) / el ave de su pelo (dos grandes alas negras) / sus caderas redondas de pan ecuatoriano.
“Así tal vez desnuda, paseas con el viento / que sigue siendo ahora, tu tempestuoso amante / Así existes ahora como entonces: materia / verdad, vida imposible de traducir a muerte”.
LA NEFANDA NOCHE SEPTEMBRINA

La más célebre de las conspiraciones, la septembrina, quizás de la única de la que habla la historia oficial, se nutre de sucesos y personajes inverosímiles que dan pruebas incontestables de que se venía urdiendo desde la propia Convención de Ocaña, o por lo menos un año y medio atrás, y si se hila más delgado desde seis años atrás y por la mismísima corona española. E inclusive y sorprendentemente desde la proclamación de la Doctrina Monroe del 2 de diciembre de 1823. Sólo y ante todo porque Bolívar entendió visionariamente que aquella proclama imperialista significaba: América para los norteamericanos.
Lo de la corona española –ya se verá- se explica por la carta de la madre del septembrino Agustín Horment, del 4 de marzo de 1827, franqueada en Navarrens (Francia) cuando le dice: “y yo te incito a asumir tu decisión con coraje, cualquiera que sea el giro que tomen los asuntos en tu empresa, porque cuando como tú se está seguro de encontrar un cargo tranquilo y bastante ventajoso no toda esperanza está perdida”.
En 1822 un ministro del rey de España dijo que ya se habían tomado medidas para desquiciar los nuevos gobiernos de América y al parecer las gestiones de agentes como Horment apuntaban en esa dirección.
Lo de Estados Unidos se rastrea así: para finales de 1823 presentó sus credenciales como ministro plenipotenciario ante el gobierno de Colombia el senador por Kentucky, Richard Anderson, y leyó su discurso que –según el inobjetable historiador Enrique Santos Molano- es el origen mismo de la conspiración de cinco años más tarde en contra del Libertador. Bolívar había alertado sobre el peligro del “destino manifiesto”, mientras que, para Santander, el país de Monroe era el gran aliado, gran hermano y sibilino protector de la libertad colombiana.
No deben soslayarse las pretensiones subyacentes de tomarse el istmo de Panamá que Bolívar había fijado desde 1823 como franja para construir –los colombianos- el futuro Canal. Además, los gringos alborotaron las vanidades de Santander y sus parciales como jefes dizque civilistas adictos a las leyes y no a las armas, en contraste con la jefatura del Libertador dizque proclive a la dictadura y a la tiranía y a coronarse rey o emperador.
El asesinato judicial y político del coronel venezolano Leonardo Infante, que “murió, pero no por la muerte de Perdomo”, fue otro paso que se dio, meridianamente, para lograr la separación de Venezuela y la desintegración de la Gran Colombia. Por sus pasos contados todo condujo a la rebelión de Páez que en 19 de mayo de 1826 se proclamó comandante supremo de Venezuela. Perdomo murió porque denunció la ausencia de Santander en Boyacá. O por faldas, también dijeron. El historiador externadista Augusto Pinilla así lo ha investigado.
El fracaso del Congreso Anfictiónico de Panamá (sin Estados Unidos) que Bolívar había acariciado desde su Carta de Jamaica, fue aguijoneado por Santander que no admitía la ausencia de la potencia del polo. “Eso fue invitar al gato a la fiesta de los ratones”, dijo perplejo el Libertador. Además, que los gringos sospechaban que en Panamá se aboliría la esclavitud, a la que ellos estaban atados imperialmente.
En el periódico “El Conductor” que fundó en 1826 su homini di fiducia, Vicente Azuero, el vicepresidente Santander, so pretexto de la tiranía de Páez en Venezuela, propone la división de Colombia y protesta su admiración por el escandaloso general peruano José Lamar.
En 1828, superados sus prejuicios curialescos, los santanderistas proponen la población de Ocaña como sede de la Convención Constituyente. Pero su designio perverso no era expedir una nueva carta de navegación sino conciliábulo para destruir al Libertador. Una Constitución que se pensaba no para Colombia sino en contra de Bolívar.
El 6 de marzo se había rebelado en Cartagena el almirante José (Prudencio) Padilla, azuzado por los santanderistas, según lo denunció el propio Bolívar en carta a Páez del 26 anterior: “Usted verá por este suceso que Santander trabaja sin cesar en el mal de la patria, pues el mismo Padilla me aseguró en Cartagena que le instigaban para que se alzase con el mando de la plaza. Padilla me debía todo, y sin embargo lo ha seducido”. Este suceso conducirá inexorablemente al 25 de septiembre.
Padilla entró preso a Bogotá en los últimos días de abril y se lo juzgó astutamente en juicio militar ordinario que no contemplaba pena capital, lo que desconcertó a los santanderistas que necesitaban explotar su cadáver como acto preparatorio del magnicidio que sustanciaban.
A comienzos de julio empezaron en firme los preparativos del atentado en contra del Libertador en casa del joven poeta Luis Vargas Tejada, ora en la de Horment (probable espía de España) y eran los conjurados: el presunto médico portugués Juan Francisco Arganil, el médico boticario José Félix Merizalde, el tendero Wenceslao Zulaibar, el jefe de estado mayor departamental Ramón Guerra, los periodistas y catedráticos Florentino González, Pedro Celestino Azuero y Ezequiel Rojas, el comandante Pedro Carujo, que para Abelardo Forero Benavides vendrá a ser el primer delator de nuestra historia, el teniente Benedicto Triana y ocasionalmente doña Carmen Rodríguez de Gaitán, émula y coetánea de la Pola. El gran ausente era el Vicepresidente que, no obstante, en alma y espíritu hostigaba la conspiración.
Agustín Horment apareció con la plata suficiente para financiar la conspiración, para comprar la brigada de artilleros, los guardias de la prisión de Padilla, una división del cuerpo de artilleros, los uniformados de los cañones, en fin, para pagar los seis meses de licencia absoluta y el saqueo de la ciudad. La sombría fecha se fijó para la madrugada del 26 de septiembre.
Al pretender Triana comprometer al subteniente Francisco Salazar del batallón Fijo puso al descubierto los criminales preparativos pues que Salazar dio inmediata noticia, paradójicamente a otro complotado, al Coronel Ramón Guerra, quien ordenó irónicamente la captura del capitán Triana. Ahí mismo informó a sus cómplices la terrible nueva de que la conspiración estaba sorprendida, “y alarmados todos celebraron a las ocho de la misma noche en casa de Luis Vargas Tejada la reunión en que decidieron precipitar el golpe”.
Lo espectacular para los cronistas será encontrar el 26 de septiembre, en la madrugada, en la Plaza de la Constitución, simultánea y nerviosamente a estos tres personajes de entre toda la multitud: vivo y sereno Bolívar; pálido y vacilante Santander y mortalmente decepcionado el Almirante Padilla quien, según le habían prometido los septembrinos, sería el nuevo jefe de gobierno habiendo desaparecido el Libertador. También el general Córdoba orondo conversaba con Carujo.
Lo que ocurrió en la casa de gobierno aquella madrugada nefanda lo relató “espléndida y detalladamente” –dice Santos Molano- la protagonista heroica de aquellas horas, Manuelita Sáenz.
En total fueron ajusticiados catorce conspiradores. A los doce restantes se les impuso penas leves y ninguno de ellos permaneció preso. El objetivo fallido de la conspiración no era matar al Libertador, dice el autor de las “Memorias Fantásticas”. El 31 de diciembre de 1831, a un año de la muerte del Libertador, la República de Colombia se disolvió. Ese fue el resultado final y satisfactorio para quienes la urdieron, de la conspiración. También el asesinato del Mariscal Sucre hacía parte del tinglado de los santanderistas con ese mismo propósito de desintegrar la Gran Colombia. Mauricio Vargas Linares en “El Mariscal que vivió de prisa” también acusa a los “utilitaristas” y “sensualistas” santanderistas (corifeos de Bentham, J.B. Say Desttut de Tracy) del odio a Bolívar porque no era complaciente con ellos, usureros del Estado.
Masur concluye: “Pero el corazón de Bolívar había quedado mortalmente herido. La noche del 25 de septiembre había sonado a toque de difuntos para sus aspiraciones y ambiciones. Por más que reflexionaba sobre los sucesos de esa noche fatal, todavía no alcanzaba a comprender que él, el creador de Colombia, hubiese escapado a la muerte de manos de sus compatriotas por un pelo. ¿Qué habría sido de la República de haber triunfado sus enemigos? La guerra civil, el derramamiento de sangre y la anarquía habrían sumido al Estado en una conflagración general. Esa pesadilla persiguió a Bolívar; en sus sueños veía las armas fatales de sus enemigos que le apuntaban; sentía el acero penetrando en sus carnes. Gritaba a sus íntimos en agonía: “me han destruido el corazón”. A la decadencia física que había comenzado en Lima, o quizás antes, se agregaba la profunda melancolía de su conocimiento de que su gran esfuerzo había sido en vano. América era ingrata para el sacrificio de su vida, y no podía soportarlo más. Sin embargo, y pese a todo, no abandonó el mando, sino que permaneció en el puente en un esfuerzo desesperado por llevar a puerto el bajel colombiano”.
Lo que insensatamente soslayaban los conspiradores era que la muerte física del Libertador era la muerte política de Santander. Suetonio lo había labrado hace veinte siglos: los sucesores de César asesinado no fueron los conspiradores sino sus amigos, Antonio y Octavio. Y más todavía: el sucesor de Calígula asesinado en una conjura palaciega fue el tímido Claudio, que no tuvo nada que ver con ella.
En un esclarecedor, aunque desconocido ensayo intitulado “Razones socio-económicas de la conspiración de septiembre contra el Libertador”, Biblioteca Venezolana de Historia, 1968, p. 27 ss., entre otras causas, Indalecio Liévano Aguirre atribuye a la campaña para acabar con los resguardos el móvil de atentado. Mariano Ospina Rodríguez uno de los conjurados, atacaba el empeño del Libertador dirigido a revocar la norma de eliminación de los resguardos que ordenó la Constitución de Cúcuta. Ospina descendía del titular de la poderosa encomienda de Guadalupe.
Y es que Miguel de Pombo –junto con el federalismo de Filadelfia- propuso desde 1810 la eliminación de los resguardos de indígenas.
Lo lograron teóricamente en Cúcuta 1821, y en la práctica en 1832. Con el general López en 1850, todas las tierras quedaron en comercio libre. “El efecto natural de esta medida –dijo Luis Ospina Vásquez- fue el pronto paso de las tierras repartidas de manos de los indígenas a las de los hacendados y capitalistas blancos o asimilados a tales. Ocurrió un fenómeno de proletarización en el sector rural a escala nunca vista en el país. Los nuevos proletarios dieron brazos baratos a los cultivadores de tabaco y a los hacendados capitalistas del interior”.
Lo mismo ocurrió con los ejidos o tierras comunales alrededor de los municipios que permitían su subsistencia a las gentes pobres. Por lo menos y para evitar este despojo, Ipiales no tuvo ejido. Los resguardos eran terrenos adjudicados colectivamente a los indígenas. Su fin era el preservar la vida comunal de las tribus, darles protección y autonomía.
Bolívar era opuesto también al libre cambio. El primero de agosto de 1829 prohibió la importación de textiles al Ecuador. Toda la élite (“la fronda aristocrática”) grancolombiana estuvo de acuerdo con la eliminación de los resguardos, de los ejidos, de los mayorazgos, del estanco, del proteccionismo. Eso significaba la eliminación del Estado. Y de Bolívar.
