EL BOLIVAR DE ZUÑIGA ERAZO

No había un lugar seguro en la ciudad ante el empuje feroz de las armas republicanas. Los soldados del batallón Rifles mataban a todo el que oponía la más mínima resistencia o se lo encontrara con un arma en la mano

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Por:

Jorge Luis Piedrahita Pazmiño

 

Jorge Luis Piedrahita Pazmiño

 

Fue privilegiado y estimulante reconocer en el auditorio que nos acompañó en el desagravio que rendimos al Precursor -en el Teatro Imperial de Pasto- al académico, historiador, antropólogo, político, pero ante todo escolar, Eduardo Zúñiga Erazo, quien precisamente tenía compuesta para la inmediata divulgación su recia prosa  sobre “la aversión pastusa” al Libertador Bolívar. Fue muy tónico ratificar que su presencia no obedecía a mero protocolo, sino que corroboraba su antigua y juramentada lealtad nariñista y bolivariana.

Acaballado en prestigiosas rúbricas clásicas y acatadas que han hecho rigurosa exégesis y clínica del caudillo, Zúñiga obtiene un Bolívar magnético, mayestático, inconcluso, demócrata, severo, manantial, revolucionario de suyo, cuyo diámetro de liderazgo intelectual y político superó su tiempo y su circunstancia.

 

 

Casi herético predicarlo en una ciudad tozudamente adversa y arisca a su culto y exaltación por el prurito imaginario del comportamiento del ejército en el suceso de la guerra en el sur, cuando sale valedero el horizonte exegético que alega Zúñiga en el entendido de una confrontación a muerte, drástica e inevitable, tanto que se revela el comparativo con otros pueblos en ese mismo calendario y ante todo con la conducta más alevosa y sanguinaria de las escuadras chapetonas. El profesor Pedro Carlos Verdugo advertía que: “Los excesos referidos del general Sucre y del Libertador en la ciudad de Pasto, se quedan en miniatura ante las atrocidades cometidas por los ejércitos realistas con la población ipialeña, entre 1812 y 1814 y 1822: saqueos, incendios, fusilamiento y exterminio, especialmente de la comunidad indígena”. O de Lydia Muñoz, historiadora pastusa: “después de Genoy (2 de febrero, 1821) el coronel Manuel Antonio López reacciona ante los “600 pastusos de ruana y sombrero que sin piedad, empezaron a asesinar a todos nuestros heridos, lo mismo que a los prisioneros”. Esto, sólo para alertar que las crueldades fueron mutuas en el teatro y anfiteatro de la independencia.

Los victimistas -locución acuñada por el ecuatoriano Jorge Núñez- imputan a Bolívar  la navidad negra, pero sin reparar en que en el origen de la purga está la desobediencia flagrante de las recientes y generosas capitulaciones que se habían pactado en Berruecos. La guerra a muerte internacionalizó la guerra, dejó de ser un conflicto civil y trasmutamos de ser traidores e insurgentes, a beligerantes beneficiarios del Derecho Internacional Humanitario. Este decreto del 15 de junio de 1813 del Libertador, fue una respuesta a la crueldad española, cuya barbarie estaba causando deserciones de sus hombres de tropa. Con esta suprema ley se condenaba a los españoles por el hecho de ser indiferentes y perdonaba a los americanos aún siendo culpables. Liévano Aguirre dice que no podía ser simple represalia, pues, en tal hipótesis no se explican las concesiones hechas a los americanos incorporados a las filas españolas.

En la misma cuerda del 6 de junio de 1820, cuando se firmó el tratado de armisticio con Morillo, que significó el reconocimiento de Colombia como nuevo Estado.

Zúñiga alega fielmente que mientras en Inglaterra y en la misma España se esmalta el pedestal del Libertador, en Pasto se insiste en una maledicencia trasnochada y proclive para la misma vulnerabilidad de una población atrapada en sus flagelaciones insolutas y dañinas. Díaz del Castillo -del areópago realista- conjetura que, si Boves y Agualongo no levantan armas contra la república, Pasto no hubiera padecido la navidad nefanda, ni se hubiera comprometido el honor de la ciudad que se veía abrigada de los mismos privilegios de las otras ciudades liberadas.

Más oneroso para el autor ser oriundo de blasón bolivariano e independentista como el de los pastos y especialmente el ipialeño, distanciado acrisoladamente en asunto de convicciones republicanas con la capital regional. Acaso sea el hándicap a sufrir como sucedió con otros librepensadores como José Antonio Llorente, Rosendo Mora, Milcíades Chaves, Ernesto Vela (quizá Alfonso Alexander) que hubieron de empinarse y empecinarse en sus arengas contestatarias.

Pero Zúñiga es lúcido, perspicaz, cosmogónico y teleológico sin apelar a atajos en la exposición y glosa de su discurso largamente fermentado y depurado en su gabinete de estudio, pero ante todo jalonado por su instinto y coraza de estudiante y maestro, apegado científicamente a lo que ilumina el faro de sus meditaciones. Materiales que han trabajado algunos autores con ligereza, fanática y fatal, que condujeron al victimismo desfasado, nefasto, contrario a la necesaria reconciliación. Flaubert hubiera dicho: “Tened cuidado con la tristeza. Es un vicio”.

Apremiante e incitador coincidir con el paisano en la plenitud de su discurso colombianista estribado en la apología bolivariana sin esguinces sino afincado en macizas indagaciones y en más tozudas convicciones; narrativa cálida, cultivada, fluida, natural, no logra sino abrir las esclusas para levantar el nivel de la corriente. (Desde mucho antes nos había enseñado la inexpugnabilidad de los pastos ante la pretendida invasión inca, el precio que pagó Ipiales por su rebeldía, las conductas reprochables de Miranda, de Santander, la censura enhiesta a las imposturas de Sañudo, etc.).

La composición y la técnica de la faena que ha culminado Zúñiga sigue de cerca los métodos historiográficos de los inusitados autores bolivarianos: John Lynch, Tomás Carlyle, Gerard Masur, David Bushnell, Emil Ludwig, Malcolm Deas, José Manuel Restrepo, Joaquín Posada Gutiérrez, Indalecio Liévano, Germán Carrera Lamas, Fernando González, Marie Arana, Gabo, Florencio O’Leary, Gómez Picón, Blanco Fombona, Lecuna, Rumazo González, Tomás Cipriano de Mosquera, Paz Otero, Rodrigo Llano Isaza, Alfredo Vásquez Carrizosa, Cacua Prada, Juan Friede, Caballero Escovar, Jaime Jaramillo Uribe, William Ospina.

Escoltado por las plumas más esclarecidas del entrañable reino: Bastidas Padilla, Díaz del Castillo, Sergio Elías Ortiz, Guerrero Vinueza, Montezuma Hurtado, todos empeñados acuciosamente en “el culto a Bolívar” … Se echa de menos otros peritos regionales que parejamente han empapado la pluma en desentrañar las intimidades y vicisitudes de la gloria y la leyenda del Libertador.

Carlyle dijo que “la historia del mundo no es sino la biografía de los grandes hombres”, divisa que repite Disraeli: “En realidad no hay historia sino sólo biografía”.

Cuando me encargó su recién alumbrada pero promisoria criatura, Eduardo me dijo que tenía “la esperanza que estas líneas te sean útiles para tus investigaciones históricas”. Claro que han sido rentables y emulsionantes pues que me han permitido volcarme nuevamente sobre episodios tan apasionantes como nutrientes de nuestra cotidianidad de siempre. Esta apabullante investigación es desde ahora mismo breviario de nuestras devociones democráticas.

La revolución fue una guerra justa e inevitable, pero no fue completa -se duele Zúñiga- porque sus resultas sólo sirvieron para saciar apetitos y ambiciones de segunda línea. Desde los primeros años (Carta de Jamaica, Discurso de Angostura, Discurso de Cúcuta), Bolívar estaba en el entendido de que no sería más que “un vil juguete del huracán revolucionario”.

José Vasconcelos -pensador azteca que pasó por Pasto y por Ipiales hace 100 años- también había captado que el poder y la riqueza habían sufrido un apenas tránsito de las manos de los invasores ibéricos a los engreídos militares que se lucraron usureramente de la independencia.

Se pudiera decir que como sucedía con las provincias de Pasto y de los Pastos, en mayor escala, las tres colonias que conformaban el Virreinato de la Nueva Granada, no eran tampoco de la primera línea de las posesiones ultramarinas del imperio ibérico. No gozaban de la estirpe aristocrática de los incas ni de los fabulosos tesoros del azteca. “Tierras aisladas, vastas y montañosas, y sin lazos con el comercio internacional por tanto pobres y con un Estado famélico y escueto”, se acongoja el recientemente fallecido colombianólogo Malcolm Deas.

Empero, en las estribaciones de los Andes en el Pacífico, la Nueva Granada poseía los depósitos más felices de minas. Llegó a exportar el mayor tonelaje del mundo. Amén del prestigio intelectual y profesional, particularmente en derecho.

Las dificultades económicas de Quito ayudan a comprender que, a pesar de su atraso, pudo convertirse  en escenario del primer grito en la guerra de independencia. Sin embargo, en ninguna parte del virreinato se incubó la lucha como una explosión de masas largamente oprimidas contra las inequidades del sistema colonial. La prohibición de comerciar por fuera del imperio era sufrida en forma aguda y ofendía los intereses de los plantadores de la capitanía de Venezuela, pero seguramente no sacudía a los indígenas quiteños y sus efectos fueron burlados tempranamente mediante el contrabando vía las Antillas.

Los autores más conspicuos, así lo señala Zúñiga Erazo, coinciden en que lo neurálgico fue la exclusión de los criollos -más por costumbre que por ley- de la burocracia, de la iglesia y del gobierno y los desprecios sociales de los españoles nacidos en la metrópoli que alimentaban esa odiosa exclusión. Verdadero origen del prontuario de agravios que finalmente fueron el detonante de la revuelta.

Las clases superioras criollas eran demasiado débiles en sus resentimientos, estaban demasiado desunidas y excesivamente apegadas a las tradiciones de respeto al rey como para un rompimiento por sola y propia iniciativa.

La revuelta de los comuneros fue el primer pregón en contra de los impuestos en la aparentemente tranquila vida colonial. De mayor relieve fue la actuación insurgente de los precursores Nariño y Miranda, firmemente convencidos de la separación de España. Pero fueron los espectaculares escándalos de la casa borbónica y las sucedáneas juntas de regencia las que señalarían la hora.

En agosto de 1809 se tuvo noticia de la revuelta de Quito con Obispo neogranadino y la nobleza de  insurgente. Pero  el grito de Quito fue demasiado esmirriado e iba ahogándose en oleadas de sangre.

El siguiente fue en Caracas, cuando se estableció la Junta del 19 de abril de 1810, en favor de una regencia improvisada. Fue la primera que se instaló con éxito en América y por esta razón los venezolanos alegan también de que su patria fue la verdadera luz y cuna de la libertad. Dado que Caracas era la capital colonial más próxima a Europa, recibió, la primera, las noticias de emancipación y libertad. Tan pronto como estas fueron llegando se formaban juntas similares, en Cartagena, en Santafé, en el Valle del Cauca, y el 7 de septiembre en nuestro Ipiales…

El autor examina el llamado realismo pastuso que lo hace descansar en tropiezos topográficos, la censura ideológica y la prohibición cerril a todo pensamiento progresista, añádase el componente del honor, “privilegio propio de la nobleza sin mancha de sangre” y el sentimiento de pertenencia a España, ligado a la colonia como un todo indivisible. “Por esta los feudalistas en América, entre ellos los pastusos, podían sentirse tan españoles como los nacidos en la Península”. Así lo había redactado y protestado “el memorial de agravios”.

La estructura de la sociedad pastusa se configuró en las castas. Descendientes de conquistadores fueron los encomenderos, sacerdotes y gobernantes todos probados en la pureza de sangre. Defendieron el realismo como causa personal sirviendo de escudo en la defensa de las dos potestades: la monárquica y la religiosa.

Como se sabe, hubo más iglesia y curatos que escuelas y maestros y que la corona vino con la cruz y la espada. Andando 1560, ya Pasto tenía 4 conventos, un monasterio concepto, 4 iglesias y varias ermitas y sendos curas. “Con esta legión de religiosos –dice el autor- se inició la conquista espiritual de los indígenas, la imposición de una nueva concepción del mundo, de una nueva ética. El politeísmo ancestral se trocó en monoteísmo y los cánones de la moral cristiana se impusieron sobre los valores prevalentes de la sociedad nativa”. Los indígenas creían en la vida eterna, más allá de la muerte, como lo atestiguan los ajuares funerarios en donde se observa al difunto con sus mejores atuendos y símbolos de riqueza y poder.

Asi se vio el estoico espectáculo de que los indígenas se batieron heroicamente por su rey, señor natural contra los hijos de los europeos, que luchaban por emanciparse de su patria de origen. En la Nueva Granada desde Popayán hacia el sur, todos fueron realistas, cada patiano, cada pastuso era un Empecinado, sin  haberlo sido menos el indio Agualongo que José Rafael Sañudo.

Humboldt pronosticó que sin la abolición de la esclavitud era imposible el progreso de la sociedad puesto que el esclavismo está asociado a los monocultivos y las plantaciones que son nocivas para el medio ambiente y contrario a la economía diversificada. “El rey de España tenía incluso el monopolio de la nieve de Quito y Lima para utilizarla en la fabricación de sorbetes para los ricos. Este absurdo, que una cosa caída del cielo, tuviera que pertenecer a la corona”, dice guasonamente el Barón.

Y empezó a desacreditar a Buffon y a Hegel (y luego Adams y Jefferson y Papini) que tuvieron la osadía de afirmar que Suramérica era un continente sin historia ni civilización. Humboldt se entrevistó también con Antonio Nariño en Europa con quien prolongó sus pesquisas y a quien ilustró con su experiencia y dotación cartográfica. Igual conferencia tuvo con Agustín Codazzi.

El nuevo criollismo renació por la ciega política de bloquear la ciencia, la cultura, la economía, lo que fue abriendo ventanas a los aires frescos de la patria propia. Así lo reclamó Francisco Miranda cuando profetizó que “ya no seremos extranjeros en nuestro propio país”, y el mismo Humboldt cuando apercibió que “ya los criollos no llaman a los españoles sino forasteros, es decir, extranjeros”. La cultura de Europa hacía progresos mucho más rápido en la colonia que en la península misma. Zúñiga hace el laudo del aporte del sabio alemán que fue el primer europeo en reconocer y valorar el avance cultural de los nativos y leer críticamente la situación de los aborígenes. También recupérese su carta puesta al Libertador en 1822 cuando le recomienda a Boussingault y le habla de la feracidad de la provincia de los Pastos…

 

 

Zúñiga evoca y rastrea el testimonio de los primeros ideólogos: jesuita Juan Pablo Vizcardo y Guzmán; el ecuatoriano Eugenio de Santacruz y Espejo, amigo y corresponsal de Nariño y Zea, cuñado del médico José Mejía Lequerica, constituyente de Cádiz; Fray José Servando Mier, tan picarescamente rescatado por Germán Arciniegas, y quien afirmó “que el manto de la Virgen de Guadalupe era la capa de santo Tomás, equivalente en la ideología indígena a Quetzalcóatl, y que María había pintado su cara en el manto”. De ahí que el culto guadalupano era prehispánico y por lo tanto España ni lo trajo ni lo aportó.

Otro ideólogo acatado por Zúñiga es el Precursor, (que) “llegó a Pasto donde estaba el fortín enemigo, con apenas dos hombres y lo único que pudo hacer fue rendirse ante tropas que pensaba destruir. Y, sin embargo, lo hizo con gestos tan temerarios y teatrales que todavía hoy esa tierra generosa que había sido su enemiga, lleva su nombre” (William Ospina).

Apela a Santos Molano quien comprueba que, por su significado, el 15 de diciembre de 1793, fecha de la publicación de la Imprenta Patriótica, puede considerarse el punto de viraje de nuestra historia en el que el movimiento de independencia de América Latina adquiere el carácter de irreversible.

Sigue el listado de próceres con Manuel Gual y José María España, Francisco de Miranda, Camilo Torres, Pedro Fermín de Vargas, pionero de los estudios de economía. También Carlos de Montúfar y Larrea.

Pero falta José María Carbonell, verdadero nervio y motor del 20 de julio nocturno, ideólogo, primer ministro de finanzas del nuevo país. El primero ahorcado. Rescatado por Liévano Aguirre y Llano Isaza y por la historiografía moderna.

¿Y qué decir de José Antonio Galán? Su alzamiento -con la plebe- en la segunda mitad del siglo XVIII indican que mucho antes de estallar la guerra de independencia había en el pueblo un fermento de rebeldía y un deseo de emancipación que condujo a la revolución en América. Sin este antecedente sería imposible explicar la inmediata acogida que se dio en 1810 a los caudillos que hicieron el llamamiento a la liberación.

Se entiende que el realismo de los pastusos era auténtico. Sin conocer la escabrosa vida de Carlos IV y Fernando VII, Pasto, sin requiebre ni falsas posturas, fue fiel a la corona como lo demostró en 1809, al iniciarse la guerra y luego, cuando ya todo estaba perdido y la contienda llegó a su fin. El Cabildo para el 13 de mayo de 1822 le repetía póstumamente al presidente de Quito que “el carácter de los pastusos siempre ha sido amontonar los sacrificios para no faltar en la resolución de morir por el más soberano, por el más amado y mejor de los soberanos”.

Un capítulo de los más enjundiosos es el que el autor dedica a examinar la participación del clero en el proceso de independencia. La lista de religiosos que estuvieron del lado de los patriotas no es para nada corta. Basta pensar que Godoy después de la captura de Nariño recomienda al virrey que “cuide de la conducta de los curas y haga deponer a los que no se porten y procedan con la lealtad que deban”.

David Bushnell, -otro colombianólogo- agrega que una forma final de apoyo a la causa nacional fue el servicio personal del clero a través de algunos de sus miembros. Un número sorprendente de sacerdotes y de frailes empuñó efectivamente las armas y algunos tuvieron puestos de responsabilidad bajo el nuevo régimen. El sacerdote coronel José Félix Blanco, por ejemplo, recibió una misión especial para poner fin al desasosiego existente en la provincia de Santa Marta. La forma más típica de servicio personal, sin embargo, fue la participación en toda clase de juntas, congresos y asambleas, no solo porque esto se consideraba más de acuerdo con la vocación sacerdotal, sino también porque tales cargos eran cubiertos con mayor frecuencia por elección popular. El Colegio Electoral de Maracaibo incluía en 1825 igual número de clérigos que de laicos. El Senado colombiano se encontraba casi exclusivamente conformado por laicos, pero la Cámara que era un reflejo más fiel del sentimiento popular, comenzó sus funciones en 1823 con una representación que era en su tercera parte clerical. Los elementos del clero hubieran sido más numerosos si las provincias de Pasto y Bogotá hubieran contado con la aprobación del Congreso para elegir dos frailes muy populares a título de representantes.

Zúñiga trae una noticia reivindicadora para la nómina de patriotas ipialeños cuando comparte que aún antes del 10 de agosto de 1809, el ipialeño fray Andrés Torresano, prior de los recoletos mercedarios del Tejar, padeció prisión y destierro, pues era solidario con el pronunciamiento del 10 de agosto, reconocida era su virtud de atracción y conquista. Sus confidencias sediciosas con el clérigo Juan Pablo Espejo -hermano del precursor- y las indiscretas revelaciones que el confidente hizo a su vez a una mujerzuela, fueron pasto para que se descubrieran aquellos preparativos y abortara la conjuración en marzo de ese año. Fue denunciado por el terrible realista padre Andrés Nieto Polo. Los claustros comenzaron a dividirse entre bandos enconados.

Seguramente el padre mercedario Andrés Torresano, hijo de la ilustración quiteña, insuflado predicador fue hijo también de la milagrería ipialeña, si se tiene en cuenta que su familia es la misma que tuvo espléndida figuración en el misterio de la aparición o pintura de la Virgen de Las Lajas. Creo que fue hermano de Juan Pío, “joven calavera” complicado en la aparición de la Virgen, quien después también alcanzó las órdenes sagradas y fue el primer capellán del santuario y murió en 1819.

Bushnell aporta también que el gremio de militares fue determinante en el proceso. En un momento dado los jefes de estado de la antigua Gran Colombia eran espadones venezolanos: Urdaneta en la Nueva Granada, Páez en Venezuela, Flores en Ecuador, sin censar la presencia avasallante del gran caraqueño. No había ni un general ecuatoriano. El único cargo que tuvo un ecuatoriano fue la Secretaría de la Cámara de Representantes en la persona de Mariano Miño. La preponderancia venezolana de militares de alta graduación, y la de los extranjeros (la mayoría mercenarios) exasperó a los granadinos que lucharon ahora en contra de sus libertadores.

Párese mientes igualmente a la participación del gremio de los abogados en el proceso de la independencia que no había sido tan prolija cuanto detenidamente examinada por los analistas, que coadyuvan la tesis de que fueron los estratos altos criollos los que confluyeron en la impugnación –y valga la palabra- de la autoridad monárquica y determinaron la lucha separatista. Pero no sin sus propias vicisitudes y tumbos si se sabe que hasta comienzos del siglo XIX eran aún monarquistas.

La clave es que ser abogado era un honor, idea que no es fácil de comprender en la sociedad de hoy. Aunque puede discutirse sobre si la sociedad colonial era estamental, especialmente por la importante presencia de indígenas y esclavos -como lo señala Zúñiga-, se impone decir  que los sectores dominantes adoptaban los valores de la sociedad estamental, como la española de la época. La idea ética central es que las personas son desiguales y le corresponde un estado conforme a su posición en la sociedad. La sangre transmite la pertenencia a un grupo y cada grupo tiene privilegios y obligaciones específicos. Los conocimientos superiores estaban reservados a los blancos cristianos viejos porque otros grupos no tenían la capacidad de aprovecharlos éticamente. En otras palabras, podían usarlo perversamente para trastornar el orden social. De allí la atención que se pone a la admisión en la universidad y en el colegio de abogados para excluir a los grupos inferiores, incapaces de la elevación ética necesaria. Zúñiga recuerda el impedimento para graduarse que tuvo que sortear el médico Mejía Lequerica.

Era extremadamente difícil para quien se hubiera rebelado contra la corona encontrar un defensor, incluso entre sus parientes, como lo experimentaron Antonio Nariño y sus coconspiradores en Nueva Granada en 1795. Estos abogados  no serían bien evaluados si nos planteáramos si la profesión contribuyó a la defensa de los derechos humanos o al acceso de la justicia. El planteamiento sería totalmente anacrónico, pues en la época nunca se consideró que esa fuera su función.

Las autoridades de la monarquía habrían percibido el peligro del liderazgo de los abogados en el movimiento de la independencia. Y de  allí el interés de reducir el número de abogados desde finales del siglo XVIII. La mayoría de abogados era altamente conservadora, lo cual parece ir en contra del propio argumento. La falacia del argumento está en mirar la historia al revés y suponer que, conociendo lo que iba a pasar luego, los reyes y sus asesores previeron a final del siglo XVIII, que la mayor parte de los abogados iban a ser independentistas.

Un ejemplo es la conspiración de Antonio Nariño en la Nueva Granada en 1794. Nariño era un criollo con una buena posición económica, bien conectado socialmente, que se desempeñó en la burocracia y era propietario de una imprenta. Tradujo y publicó la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa. En la conspiración estaban involucrados los abogados I. Sandino, P. Pradilla, E. Rodríguez y cinco graduados en derecho que se estaban preparando para ser abogados. José Antonio Ricaurte fue el primer abogado que intentó defender a Nariño y fue encarcelado por el tufillo subversivo que olieron las golillas realistas. Luego casi todos los abogados, incluidos los designados por la audiencia para defender a Nariño, se excusaron. Varios de ellos tenían vínculos de parentesco con Nariño y con otros conspiradores, y que, por solidaridad familiar, de amistad y gremial se los podía suponer dispuestos a la defensa. La resistencia a defender a Nariño es explicada no solo por el temor de seguir la suerte de Ricaurte sino porque la defensa podía poner en peligro una carrera burocrática o bloquear el camino para iniciar una. Esto parece verosímil, pero hay también una explicación ética que subyace: el abogado no debe defender causas injustas y la conspiración contra el Rey era un crimen de lesa majestad. En otras palabras, el conflicto no era entre principios éticos y oportunismo, sino que había un dilema ético.

A partir de 1808 los acontecimientos en Europa, especialmente la prisión de Fernando VII, la guerra de independencia española en contra del dominio napoleónico, la lucha entre liberales y conservadores en España, y la rebelión de Riego, hacen que la independencia de los países hispanoamericanos aparezca más como una crisis de la monarquía que como una guerra contra España, como todavía se lee en muchos manuales de historia patria. Parece mucho más productivo enfocar el conflicto como una guerra civil entre los partidarios de la continuación de la monarquía española y los propulsores de reconfigurar los sistemas políticos como estados independientes.

La participación de los abogados en el movimiento de la independencia ha sido bien documentada en numerosos estudios. En la junta suprema de Bogotá –para hablar de la nuestra- que se constituyó el 27 de julio de 1810 con 35 miembros, 14 eran abogados. De los 42 firmantes del Acta de Independencia de Venezuela el 5 de julio de 1811, 17 eran abogados. En la elite política que condujo a la independencia de Méjico hubo 12 abogados, el tercer grupo tras el clero (22) y los militares (14). Los números no revelan todos los graduados en derecho o personas con formación jurídica que pueden aparecer en la categoría de los clérigos o en otras categorías y, en todo caso, no debemos olvidar que era un grupo social mucho más pequeño que el de clérigos y militares.

En Nueva Granada, Manuel Bernardo Álvarez y Casal, Francisco Caicedo de la Llera, Felipe Caicedo y Cuero, José Gutiérrez Moreno, José María Lombana Cuero (Camilo Torres) estuvieron entre los 28 abogados ejecutados como líderes del movimiento independentista por el terror antirrevolucionario, especialmente en 1816.

Zúñiga también coincide con los nariñistas en desmontar sumarias y gratuitas recriminaciones, a veces acusaciones, que impunemente se ensañaron en contra del protomártir como eso de infamarlo con el desfalco de los diezmos como cabeza de proceso de su desgracia patibularia, si bien es sabido que el benedictino Guillermo Hernández de Alba exhumó todas las probanzas que dan cuenta del 29 de agosto de 1794 y no el 9 que lo acomodan los antinariñistas, como comienzo de su calvario, toda vez que esa fecha es la de la impresión clandestina y mortal de la tabla de los derechos del hombre. Impresión y represión de los derechos del hombre como la llama Forero Benavides.

En abultados tomos del “Proceso de Nariño”, se lee: “En días cercanos, (1938) Jorge Ricardo Vejarano (pastuso) ofrenda a la ciudad una atrayente vida de “Nariño” que ha tenido merecida difusión. Faltan, por desgracia, al historiador, los documentos indispensables y la exégesis requerida para resolver con justicia los graves cargos de tipo moral y político en los que, infortunadamente, fundamenta su obra” … “Allí aparece el día nueve, donde debería decir veintinueve de agosto de 1794, como el de la prisión de Nariño”.

Don Guillermo Hernández de Alba, exultante por haber exhumado el documento inexcusable en el Archivo Histórico de Madrid exclama: “Nariño, es reducido a prisión por sus ideas y realizaciones revolucionarias, el 29 de agostos de 1794; secuencia de la pérdida total de sus bienes secuestrados por el Estado español, tiene que venir el descubierto en numerario, jamás defraudación de la Tesorería de Diezmos que desempeña; trágico suceso para un hombre de honor, que habría de acompañarlo hasta las postrimerías mismas de su gloriosa y dramática vida, recordada como una injuria, por sus detractores”. (Y reconoce la nitidez de nuestro paisano Orbes Moreno cuando justicieramente dictamina que Nariño sí se entregó en Pasto).

Y más categórico es David Bushnell quien concluye: “El hecho fue que Nariño había tomado dinero prestado en forma completamente legal hacía mucho tiempo, de los fondos que administraba como tesorero de diezmos de la arquidiócesis de Bogotá y había sido hallado con faltantes únicamente porque había sido arrestado de repente por sus actividades subversivas y había debido reembolsar los fondos antes de lo esperado”. 

Aquello de que fueron mujeres las que lo desbarataron en los ejidos, es defenestrado por Carlos Bastidas Padilla y Mauricio Chaves Bustos; o la más inverosímil, de que fue detenido y extraditado por invasor, como lo apostrofó el alcalde que quiso reemplazar su pedestal en la antigua plaza de la  Constitución por la del chapetón proimperialista Agualongo.

Surge enhiesta y erizada la exégesis de que la masonería intervino para evitar el fusilamiento del paladín, amén de que procesalmente se estaba a la expectativa de un canje con realistas caídos en Calibío, como el general Cajigal (Zúñiga lo ubica para 1813, en Coro); intercambio que se frustró porque los enemigos del Precursor residenciados en Santafé no lo autorizarían nunca dada la jurada enemistad.

Emerge espectral la vitanda negativa del vicepresidente Santander cuando el jefe realista José María Barreiro le hizo la misma rogativa teniendo en cuenta su común rango masónico.

La rivalidad implacable de Torres, Caldas, Camacho, del mismo Santander, intervino para la derrota. Pero no más que la traición del “mosco” Rodríguez, neivano pero comisionado de los antioqueños para la perfidia de El Calvario cuando ya se vislumbraba la victoria en los propios ejidos de la ciudad teologal y realista.

De todas maneras, Nariño redactó y juró la primera Constitución de Popayán de 1814, una fecunda contribución al derecho público interno, que exhumó y divulgó el paleógrafo Carlos Restrepo Piedrahita.

Reconoce igualmente Zúñiga que el infausto resultado de la campaña al sur le impidió a Nariño ser el temprano Libertador de la Nueva Granada, anticipando y reemplazando al propio Libertador Simón Bolívar que, por fuerza de los hechos, no hubiera necesitado desplazarse a Bomboná ni a Pasto, a enemistarse con nuestros bisabuelos pastusos, que eso él no lo quiso nunca. Sólo la derrota, detención y posterior extradición del presidente de Cundinamarca Antonio Nariño, a las lúgubres mazmorras de la metrópoli opresora, en 1815, obligó a Bolìvar, como Penélope, a re-construir la marcha para luchar por la libertad del sur del continente desde el sorprendente y resistente Valle de Atriz.  El propio anti-independentista Sañudo lo dice: “Duéleme a mí pastuso, puesto en el éxito de la independencia, que fuera vencido por mis compatriotas; pues es posible que a ser vencedor se cumpliera que ella, sin dar ocasión al influjo nefasto de Bolívar, y se constituyera Colombia con más seriedad, sin ser perturbada por las ambiciones dictatoriales de aquél”. Desplómase así mismo prejuicio de que Nariño fue derrotado en Tacines cuando lo cierto fue que esta escaramuza del 9 de mayo de 1814, también la ganó.

En el frontispicio del templo de La Veracruz (acá en Bogotá) y en el costado suroccidental de la Plaza de Bolívar –para ese entonces Plaza de la Constitución- yacen clavadas  las placas alusivas al fusilamiento que sufrieron La Pola, su novio el poeta José María Arcos (y no el alférez Alejo Zabaraín, como figura en la serie televisiva y en casi toda la narrativa), Rafael Cuervo, el conde Pedro Felipe Valencia, Manuel Salvador Díaz, Esteban Manrufo y nuestro olvidado pero no por ello menos heroico paisano el subteniente ipialeño Francisco Arellano Sandoval, quien participó protagónica y trágicamente de la primera república.

Habían sido hecho prisioneros ya caídos en el combate de La Plata, inclusive con José Hilario López futuro presidente; atados a la misma cuerda de presos. Todos enrolados en el ejército  precursor de Antonio Nariño que avanzaba invencible en Calibío y Tacines pero que víctima de felonía, fue detenido por los pastusos el 10 de mayo de 1814. A partir de la derrota en los ejidos de Pasto, los lugartenientes del Precursor huyeron hacia el páramo de Guanacas y allá fueron arrollados por la reconquista española. Todos fueron quintados en Popayán e indultados. Con ellos, José María Espinosa, el celebrado acuarelista y abanderado. Los llamaban los revenants, hombres que habían regresado de la muerte.

Mártires y heroínas fueron también Florentina Salas, Carmen Serrano, Mercedes Abrego, Antonia Santos, Micaela Nieto, Ignacia Medina, Marta Tello, Mercedes Loaiza, Viviana Talero, Leonarda Carreño, María Aucú en Guaitarilla y las milicianas ipialeñas Gabriela Aux, María Chacón y Casimira Flórez que en Funes, 1809, cayeron. Amén de María Ascuntar, de familia cacical que en esa misma época resistió heroicamente para no delatar el escondite de los patriotas en las sangrientas escaramuzas de ese mismo año en Túquerres o las heroínas pastusas Dominga Burbano, Luisa Góngora, Andrea Velasco, Domitila Sarasti que fueron sacrificadas en 1812 en Pasto por favorecer la causa patriota de Caicedo y Macaulay. (Sergio Elías Ortiz le puso una carta a Monseñor Justino el 20 de agosto de 1969 y le desliza una confidencia sobre el prócer norteamericano Macaulay: “a pesar de lo que digo que estoy de acuerdo con Naranjo Martínez y García Vásquez en tener como fabuloso lo de los amores de él con la hija de Montes, encuentro misterioso en su insistencia en llegar a Quito … Insistencia que le costó la vida y, según la leyenda, le costó igual precio a la hija de Montes. En fin, hay cosas que nunca se sabrán a ciencia cierta”).

La provincia de los Pastos, “tradicional refugio de patriotas” -como lo reconoció el decano de los historiadores José Manuel Restrepo, así como también Arturo Uslar Pietri en su biografía de Simón Rodríguez- fue devastada por los realistas: todos los hombres útiles para las armas fueron reclutados, se recogieron cuantas armas se pudo conseguir, y otros varios efectos de valor que pasaron al lado septentrional del Guáitara” (José Manuel Restrepo, Historia de la Revolución, Tomo IV, p. 419).

La ipialeña Antonia Josefina, hija de Nicolás Obando del Castillo y de Antonia Murillo, sobrina de Marta Murillo y Escobar, esposa del acaudalado pupialeño Francisco Proaño y Belalcázar, padres de los 7 hermanos Belalcázar Murillo, fusilados en 1814, por nariñistas o patriotas. Antonia Josefina fue sobrina de Juan Luis Obando, padre adoptivo del futuro general y presidente José María Obando, primo hermano que debió conocer y reconocer porque don Juan Luis crio y educó al futuro caudillo tanto en Pasto como en Ipiales y en Quito.

Esta masacre se había abierto con broche escarlata con el fusilamiento de los hermanos Belalcázar, en la pared de la ermita de San Joaquín y de Santa Ana en Ipiales; y continuó con la vil ejecución pública de la matrona Antonia Josefina Obando Morillo en noviembre de 1822, por el realista Eusebio Mejía.

“Este fue el asesinato colectivo en la época de la independencia más grande e inhumano que recuerde la historia de Colombia, dada su premeditada crueldad y teniendo en cuenta el reducido número de habitantes de la subregión afectada, más concretamente de Ipiales y Tulcán. Soldados y mercenarios realistas obraron, con premeditación y fases repentinas de terror, en la liquidación selectiva de dirigentes y adultos de las comunidades indígenas, de mestizos que fueron delatados y de algunos habitantes urbanos que alcanzaron a huir hacia las montañas vecinas”, termina diciendo Armando Oviedo.

¡¡¡Y de esta masacre sí que los historiadores no se recuerdan!!!

Una vez culminada la etapa de la Independencia, ni la dignidad del indígena ni las leyendas heroicas sobre su rebeldía y altivez, pudieron contra la crueldad de la ocupación española ni con la que continuaron sus descendientes. El golpe había sido tan severo y la discriminación tan radical, que cuando se habló de libertad e igualdad, su imperativo ideológico no pasó de la simple retórica. Lo cierto es que transcurridos los años y entrado ya el siglo XXI, aún no ha podido superar su calidad de siervo ni su condición de víctima.

En tales circunstancias, resulta explicable que, ante la eventualidad de una rebelión triunfante contra España, la indiferencia fuera la característica corriente entre indígenas y hombres del común. “Nada más natural entonces que el pueblo bajo adoptara frente a la Independencia una actitud hostil. Que a la bandera revolucionaria opusiera los estandartes reales. Lo contrario hubiera sido un contrasentido, pues para él luchar por la causa de España era objetivamente luchar por su libertad (contra la opresión criolla), como combatir en las filas patrióticas significaba reforzar sus cadenas” (Indalecio, Conflictos, 1972, p. 842).

 

Navidad negra

 

Agustín Agualongo, la encarnación más perfecta del valor de la lealtad de su propia gente, es la figura indígena que en Colombia simboliza el rechazo de ese “pueblo bajo” a la alternativa criolla.

El pueblo era indiferente, porque en estas guerras no se planteaban problemas de su raza, de su clase o de su condición sociopolítica, ni se combatía por los postulados de libertad e igualdad en cuyos nombres se declaraban. Se libraban por motivos bajo ordenamiento de la República, o por razones económicas de clase, como fueron la prohibición del negocio de esclavos o el destino de los bienes de manos muertas.

Desde finales de 1810 hasta finales de 1814, cuando Bolívar toma Santa Fe, enfrentamos la primera guerra civil conocida como la “Patria Boba” o Primera República. Y de 1815 al 19, la reconquista española. Pero no todo español fue realista ni todo americano patriota, ni los indios se definieron en conjunto por un bando ni los negros esclavos tomaron partido por una lucha que no era suya.

Ni tampoco todos los pueblos del Distrito de Pasto fueron realistas. La provincia de los Pastos, con Ipiales a la cabeza, lucharon enérgicamente por los ideales independentistas. Tanto que el 7 de septiembre de 1810 formó Junta y promulgó Acta de Independencia absoluta de todas las autoridades incluidos Fernando VII, la Junta de Regencia de Cádiz y obviamente Pepe I Bonaparte. Ratificada mediante otra acta de finales de ese mismo mes, suscrita en Cumbal.

Sin ningún sobresalto, rígidamente estratificada, conservatizada y aún fanatizada, Pasto permaneció estacionaria sin signos de vida para la lucha a muerte que se libraba en el continente en contra del Imperio.

A diferencia de sus vecinos Popayán o Quito, Pasto situada en los Andes septentrionales, adscrita a la zona de los páramos ecuatoriales, no cultivaba relaciones comerciales con el exterior y su economía resultaba feudal y autárquica. “Era un poblado de tercera categoría enclavado en un pliegue de los Andes inmenso, lejos de todo el mundo”, recuerda Sergio Elías Ortiz en las crónicas de su ciudad.

Las vías de comunicación con el mundo exterior de esta porción de América Hispana, se reducían a los primitivos caminos reales (de los incas y de los pastos), habilitados para vías por los conquistadores y colonos españoles y recompuestas de tarde en tarde, con el trabajo obligatorio de los indios, al terminar las rigurosas épocas de invierno que las dejaban totalmente destruidas.

Era una estación de paso en el circuito comercial que unía a Quito con Popayán, las minas del Chocó, Santa Fe y Cartagena. Únicamente abastecía de carne seca, papas y tejidos bastos de la provincia de los Pastos a las minas de Barbacoas, y de harina de trigo y algunas artesanías a Popayán.

Todo ello conspiró en contra de nuestra integración al mapa de la independencia y de la Patria y propició y estimuló el estancamiento ruinoso. Al amanecer del siglo de las luces, el 19, Pasto permaneció insólita pero laberínticamente aislada; para peor, sus herméticas clases altas presumieron que eran todo un desafío para sus presentes y cuantiosos privilegios las ideas insurgentes y republicanas. El aislamiento trajo como consecuencia nefasta la perpetuación del sistema feudalista tanto en las relaciones de producción como en el comportamiento social.

No existió en las clases dirigentes un grupo sublevado que disputase contra el régimen colonial, ante todo porque ellos mismos se sentían peninsulares, cobraban los tributos y lucraban sus preeminencias y privilegios. A pesar de los impuestos ellos los escamoteaban. Además, habían lucrado las encomiendas, mitas, concertajes y todas las concesiones que les hizo la Corona.

El también ipialeño Pedro Carlos Verdugo enseña que para la época de la independencia, el actual departamento de Nariño era “zona de disputa permanente entre las élites y las Diócesis de Popayán y de Quito…debido a la presencia muy notoria de una élite aristocrática en el terreno político y de la Iglesia Católica en el ámbito socio-religioso; como también por su gran diversidad cultural (Pastos, Quillacingas, Telembies, Awa-Quaiquer, Embera, Yuries) y presencia de un sincretismo sui generis hispano-afro indigenista”.

“En el plano político hubo heterogeneidad. La provincia de Pasto fue una región conservadurista con unas élites compuestas por familias terratenientes de corte aristocrático, las que no se resignaban a perder sus prerrogativas sociales que habían obtenido desde la Colonia hasta los comienzos de la República; élite que lideró, conjuntamente con la Iglesia Católica y un amplio sector indígena, orientado por Agustín Agualongo, la defensa de la causa realista y de la autonomía regional en el proceso de construcción del estado-nación”. La élite pastusa, consciente de la mayor subordinación y marginación económica que la estrategia expansionista quiteña implicaba, se resistió con todo su empeño a que ello sucediera, como lo demostraron tanto en sus argumentos, como en las actuaciones políticas y militares que desplegaron para enfrentar las invasiones quiteñas de 1809 y 1811.

En 1811 se puso a órdenes del vengativo y cobarde gobernador Tacón, de 1812 a 1815 de Toribio Montes, Juan Sámano y Melchor Aymerich, siniestra tripleta que anunciaba a Pablo Morillo y luego a Sebastián de la Calzada y Basilio García. Todos estos chapetones sin entrañas recibieron el acatamiento incondicional de los pastusos de entonces, que mendigaron por ello alabanzas, títulos, condecoraciones y mil bagatelas mercenarias.

En los decisivos y pendulares años de 1819-22 el clero, bajo el palio de monseñor Jiménez Enciso, fue el vocero de sus arrestos monárquicos difundiendo mensajes simoníacos de pobreza, sufrimiento y humildad para los indígenas y plebecía mientras los cortesanos de casaca o de sotana se ameritaban ante el gobierno de los Borbones.

Desde agosto de 1809 cuando rechaza la propuesta de la Junta Soberana de Quito instalada el 10 de ese mes, el cabildo de Pasto notifica que se enfrentaría a todos los que se revelaran contra el Rey o contra el Consejo de Regencia.

El apoyo del clero, fanático y atávico, fue definitivo. El obispo Jiménez de Enciso Cobos y Padilla impuso con la severidad de lo infalible que el sismo republicano era enemigo de Dios. La prédica está sellada con los siete sellos y ningún mortal puede adversarla. Los sensatos no hacen diferencias entre el reinado del cielo y una monarquía terrenal. Para ellos, los dos extremos se unen y confunden en un sólo trono indivisible. Desde 1809 hasta octubre de 1811, todos sus pronunciamientos apuntan a militar encarnizadamente en la causa de España. En 1811 hubo una pausa favorable a la República, pero para abandonarla diez meses después.

Esto permitió la presencia de un partido realista hegemónico, elitista, clerical, burocrático, excluyente, que únicamente periclitó ante la huida de su protector y garante Basilio García después de la Batalla de Bomboná.

El 8 de junio, a las cinco de la tarde, pudo ingresar el Libertador a Pasto escoltado de su Estado Mayor. El ejército realista lo recibió en calle de honor y en presencia suya, Bolívar bajó de su caballo para abrazar al coronel García, cuyo bastón de mando y cuya espada se negó a aceptar. Después hubo Te Deum, coloquio y alegría entre militares. La algarabía civil se vio muy poco, pues no estaban conformes los pastusos con la capitulación; ellos aspiraban a pelear todavía más, por tiempo indefinido, hasta triunfar o desaparecer.

Bolívar le escribió a Santander: “Lo hago lleno de gozo, porque la verdad hemos terminado la guerra con los españoles y asegurado para siempre la suerte de la República. La capitulación de Pasto es obra afortunada para nosotros, porque estos hombres, son los más tenaces, más obstinados. Y lo peor es que este país es una cadena de precipicios donde no se puede dar un paso sin derrocarse. Cada posición es un castillo inexpugnable y la voluntad del público está contra nosotros… Pasto era un sepulcro nato para nuestras tropas”.

Es a partir propiamente del desastre realista del Pichincha después de trece trágicos años, que los pastusos declinan su monarquismo y se someten al torrente inatajable ya de la independencia.

Acto seguido a las capitulaciones de Berruecos, después de la  batalla de Bomboná, desde su cuartel en Túquerres, a comienzos de noviembre, el teniente coronel Benito Boves, sobrino del terrorífico José Tomás, envía una improvisada patrulla campesina, recogida en los resguardos indígenas de Genoy y Catambuco a saquear a Ipiales y Tulcán por su no disimulado patriotismo, y en cabeza de Agustín Agualongo y Eusebio Mejía (a. “calzones”).

La retaliación fue sumamente cruel porque en las dos poblaciones se quemaron varias casas y se mataron civiles incluyendo mujeres y niños, siendo apresada Antonia Josefina Obando Murillo, la ninfa ipialeña, pues se le cobraba su adhesión a la gesta bolivariana. A la fuerza fue empujada hacia los pueblos cercanos para demostrar el supuesto poderío de la insurrección rural que había motivado Boves y sus secuaces como si fuera un profeta vengador. En ese mismo noviembre negro la ipialeña fue fusilada en donde años después se levantó la capilla de La Escala.

Huelga precisar que para esa misma época Ipiales fue devastada, incendiada, hasta sus archivos fueron arrasados como si hubiérase querido desaparecerla de la memoria popular. Pérfidamente se piden probanzas del patriotismo ipialeño de aquellas edades sin reparar que los propios fiscales las extraviaron…

Fue Monseñor Justino Mejía el que localizó finalmente la partida de bautismo y comprobó que nació en Pasto, en Hullaguanga, en 25 de agosto de 1780, como Juan Agustín Agualongo Sisneros.

Según ficha militar elaborada en  7 de marzo de 1811, cuando voluntariamente se presentó con el contingente reclutado por los realistas, amenazados por los patriotas de Quito y Santafé, Agualongo era de bajísima estatura, medía un metro con cuarenta centímetros; pelos y cejas negras, ojos pardos, nariz regular, poca barba y una mancha como carate debajo de los ojos; era cariabultado, tenía color preto y bastante abultado el labio superior. Allan Gerardo Luna rectifica el grado de coronel “de los Ejércitos Reales de España” que los agualonguistas le cuelgan a su caudillo. “No existe ninguna referencia a los grados militares de Agualongo en las partidas y archivos de los Ejércitos reales de España. En la misma ficha de filiación, del 7 de marzo de 1811, se establece claramente que Agualongo no se une al Ejército Real Español sino a la compañía tercera de milicias reales, de su antiguo patrón, el dueño de la casa a donde él llevaba el agua, aparece como flamante capitán”.

Para abonar el aserto Allan recurre a la filósofa e historiadora de la Complutense, -la querida Cecilita Caicedo-, que en su celebrada novela “Verdes sueños”, difunde la vocería de los potentados: “Aquí  somos españoles, herederos o de crianza  de la Hispania que rige don Fernando, aquí tenemos nuestras tierras, aquí tenemos nuestros indios que nos sirven y nos quieren, decimos “agua longo” y viene el mismo Agualongo con un vaso de agua cristalina, más pura y de mejor sabor que la que se da en la misma España. Nosotros defendemos nuestra agua, nuestros trigales, nuestro territorio y nuestra paz. No nos digan “pendejos” por defender lo nuestro”.

Agualongo había salido de Pasto el 2 de noviembre de 1820 y regresó el 29 de mayo de 1822, por lo que no participó en las jornadas de Genoy ni Bomboná, y tampoco en la del Pichincha. El que sí estuvo en Bomboná fue Estanislao Merchancano.

Para el 24 de mayo de 1822, Agualongo fue hecho prisionero junto con Benito Boves, los que lograron fugarse y entrambos acaudillaron al pueblo de Pasto al grito de “Viva el Rey”. Esto era el 28 de octubre.

Ya de teniente coronel, cuatro meses después del armisticio de Berruecos, firmado el 6 de junio, Agualongo declara su jurada rebeldía a la independencia que en Pasto había mostrado las más sanguinarias e inicuas represalias. Recuérdese las sombrías navidades de ese año y entiéndase entonces cómo el ejército supérstite de Fernando VII se nutría de entristecidos y enlutados pastusos.  Pero esa será precisamente la hora del capitán pastuso que se revelará a partir de esa capitulación en toda la descomunal e insólita intensidad de su extraña e incomprendida tragedia.

Dueño de su ciudad le puso gobierno, así que “el blanco” Estanislao Merchancano fue designado Gobernador y él mismo se proclamó comandante General, en nombre del Rey de España.

Y como si fuera poco, Agualongo se decidió por capturar Quito y para ello se encaminó a Ibarra a apoderarse de aquella preciosa joya en su botín realista. El general Bartolomé Salom de triste recuerdo que quiso detenerlo en El Puntal, fue desbaratado.

La futura capital del Imbabura fue sometida al régimen de pillaje y pandilla, por varios días, por ese ejército de indígenas hambrientos más de manjares terrenales que de conveniencias imperiales.

Y esa demora los perdió. Avisado Bolívar por Salom de la frágil situación republicana, regresó de Babahoyo inmediatamente y se puso al frente del ejército. El 18 de julio de 1823 enfrentó murgas callejeras en Ibarra que ni siquiera sospechaban de su presencia. El propio Agualongo no pudo reponerse de la inminencia y fiereza del ataque. Ochocientos pastusos quedaron cadáveres camino al Chota. Sólo cincuenta con Agualongo, pudieron atravesar el Guáitara por Rumichaca.

En las confesiones que le hizo a su edecán Perú de Lacroix, en 19 de mayo de 1828, en inmediaciones de Bucaramanga, habla el Libertador: “Mi primer proyecto no fue atacar de frente al enemigo en la fuerte posición que ocupaba, pero habiéndome puesto a almorzar con las pocas y malas provisiones que tenía entonces, y con la última botella de vino que quedaba en mi bodega y que mi mayordomo puso en la mesa sin mi orden, mudé de resolución. El vino era bueno y virtuoso, varias copitas que tomé me alegraron y entusiasmaron de tal modo, que al momento concebí el proyecto de batir y desalojar al enemigo: lo que antes me había parecido imposible y muy peligroso, se me presentaba ahora fácil y sin peligro. Empecé el combate, dirigí yo mismo los movimientos y se ganó la acción. Antes de almorzar, estaba de muy mal humor, la divina botella de madera me alegró y me hizo ganar una victoria, pero confieso que es la primera vez que tal cosa me ha sucedido”.

Un antiguo gobernador del departamento doblado de historiador, Camilo Romero, dice en un reportaje para la revista BOCAS, diciembre 2021, que Agualongo derrotó dos veces al Libertador. La historia enseña que fue Bolívar quien destrozó a Agualongo y sus huestes en las cercanías a Ibarra. El 5 de febrero de 1824 también lo derrotó Flórez y cuatro meses después el coronel Tomás Cipriano de Mosquera en Barbacoas.

De regreso a Pasto, Agualongo sitió nuevamente la atormentada ciudad. El propio vicepresidente Santander el 6 de noviembre de 1823 le escribió una carta conciliadora que no fue respondida.

Los incomprensibles gregarios no atinan a justificar su razón y su sinrazón: “El valor, la gallardía y bizarría de este caudillo popular supo defender a Pasto y su gente de la serie de agresiones de que fue objeto por haber pretendido defender su libre albedrío y la autodeterminación que como pueblo consideraba correcto y acordes con sus principios de una verdadera y auténtica autarquía” (¿¡?¡).

Guillermo Segovia Mora, redacta: “Es un homenaje digno de exaltar y cultivar los valores positivos que signaron a un paisano, pero no se debe olvidar nunca el anacronismo de su enseña. Fue un realista criollo, un pastuso herido por las afrentas a sus creencias y a su pueblo, pero así mismo el caudillo de una causa reaccionaria como los hubo a lo largo y ancho de las colonias españolas, a los que hoy exaltan ultraconservadoras nostálgicas españoles que denuestan de la Independencia y glorifican la monarquía con argumentos amañados e interpretaciones acomodaticias”.

Debe repararse debidamente en la conducta del vicepresidente Santander que no fue amable ni condescendiente con los pastusos… Zúñiga enjuicia en su biografía, cuando desde Boyacá empezaba a perfilarse un hombre complicado, hosco, calculador, mezquino, usurero. Exhibía rasgos de crueldad y una profunda “aversión” a reconocer sus propios errores.

Aunque Zúñiga insiste acertadamente en la tolerancia religiosa de Nariño, Bolívar y Santander, David Bushnell no sólo repite la anécdota aquella de que el vicepresidente bajó del púlpito a un predicador contrario a la república, sino que resume que “Es un hecho que la administración de Santander había perdido buena parte de la popularidad de que gozó en un comienzo a causa de sus medidas anticlericales y cuando se vio amenazada desde otro frente la masa del clero y sus más fieles seguidores no mostraron interés en salir en su defensa”.

La pintura que hace de Santander la avalamos plenamente, lo del empréstito, su empeño en obstaculizar la campaña del Perú, su enemistad jurada contra Nariño y después contra Bolívar. Santander escribe a Bolívar del “odio mortal” que siente por Nariño, el 20 de febrero de 1823 y ante el gabinete apostrofó que “aborrecía de muerte a Bolívar” (J.M. Restrepo, VII, p. 63) Lo de su cazurra adhesión a Estados Unidos en 1826, cuando se sabía que la doctrina Monroe sólo pretendía robarnos Panamá…

No se crea que Francisco de Paula Santander fue gallardo con Pasto. Escúchesele en carta al Libertador: “Patía y Pasto son pueblos terribles. Saben hacer la guerra de partidas admirablemente. Voy a instruir que los principales cabecillas, ricos, nobles o plebeyos, sean ahorcados en Pasto”. No se sabe bien por qué en Pasto algunos no quieren al Libertador, pero nada dicen de Santander cuando él es autor de esta carta fulminante: “Nada sé de los pastusos; absolutamente he dejado a Córdoba que haga lo que quiera. A hombres tan perversos es menester enviarles un demonio sin instrucciones”.

¡¡¡Hubiera sido apenas desdeñosa la embajada si no se hubiera sabido en el gobierno de Bogotá de la media o total locura del antioqueño!!! (Rafael Serrano Camargo, La estatua sin pedestal, Lerner, 1970, p.187) Y a sabiendas de la autoría del crimen de Berruecos que recaía en Obando, lo apadrinó para la presidencia.

Hablando de Santander, en el libro se aventura que Santander ejercía la profesión de abogado para el 20 de julio de 1810. Repárese que apenas tenía 17 años y que definitivamente no terminó sus estudios en la Universidad Santo Tomás. Así se lo respondió Belisario Betancur cuando Gabo se lo interrogó. Lo más impactante es que, nosotros hemos investigado que el que sí se coló la toga de abogado fue el Libertador:

La Universidad Real y Pontificia de San Marcos, de Lima, le otorgó el título de Doctor en Derecho. No fue un doctorado honoris causa general, sino uno específico de abogado porque las autoridades rectorales consideraron que Bolívar cumplía con creces los requisitos para ser abogado: había escrito leyes, constituciones completas de repúblicas… Bolívar aceptó el título con la condición de que le hicieran las pruebas de conocimiento que se aplicaban en esos casos. Le hicieron el examen y lo aprobó. El 3 de junio de 1826 asistió al acto especial donde le fue entregado el título.

Nuestro libertador cual apabullante se nos ofrece multifacético: filósofo, educador, periodista, estadista, estratega, visionario, político, diplomático, escritor, humanista, poeta, lector, legislador, Padre de seis naciones y ciudadano ejemplar por antonomasia. Y ahora, abogado titulado.

No desatiende por eso Zúñiga Erazo que el pensador cargaba con una imprenta portátil para encender el fuego de su elocuencia…

 

Bomboná

 

La historia militar de todos los tiempos enseña que la suerte de las batallas y aún la de las guerras no se decide inexorablemente en el campo de batalla ni en el día señalado, sino que obedece a las vicisitudes propias de las armas. Napoleón les enseñaba a sus brigadas que “una batalla se decide en un segundo de inspiración del estratega”. Y Hobbes: “La guerra existe no sólo cuando se está librando sino cuando la batalla puede comenzar en cualquier momento”.

Si las mujeres charaleñas no enfrentan y atajan a Lucas González y sus 1.200 soldados veteranos que de El Socorro marchaban a reforzar a Barreiro, los realistas habrían barrido a los patriotas y  la historia se hubiera escrito de otra manera (dice Rodrigo Llano Isaza) o Antonia Santos, la cual fue llevada al patíbulo en El Socorro, por la osadía de haber financiado la guerrilla de Coromoro para distraer en 1819 a las tropas españolas, los famosos tercios de su táctica contra el desarrapado ejército patriota cuando entraba a la Nueva Granada por Pisba.

Así, la del Pantano de Vargas fue ganada trece días después en el puente de Boyacá. La de la pampa de Junìn, en la llanura de Ayacucho, batalla, la del 6 de agosto, librada a hoja de sable y punta de lanza porque no se hizo ni se oyó disparo. Los patriotas batieron a Canterac “a lanza y arma blanca, sin un tiro”. Los únicos que volaron por los aires fueron los versos mestizos del bambuco de la Guaneña.

Y la de la quebrada de Bomboná (o Cariaco) que se definió un mes y medio después en las estribaciones del Pichincha.

La hazaña de Bomboná la exalta también Zúñiga. Nosotros hemos arrimado un repertorio de peritazgos que a lo largo de los tiempos han hecho los historiadores tanto vernáculos como mundiales: Leopoldo López Álvarez se interroga si triunfó Bolívar en Bomboná: “La respuesta debe ser afirmativa, pues García y del Hierro se retiraron y Bolívar se hizo dueño del campo de batalla y de la artillería y de los heridos y consiguió el fin de impedir los auxilios de Quito. Tuvo en verdad, enorme efusión de sangre; pero el éxito de una batalla no se mide por el número de bajas. Puede ser que un triunfador quede imposibilitado para perseguir a un enemigo, pero no por eso se le negarán los laureles de la victoria… Valdés, Barreto y Sanders fueron los factores decisivos de la acción; Torres y París supieron sostener con heroísmo el combate, mientras los otros coronaban la altura; por esto fueron muy justos los ascensos que recibieron del Libertador en el mismo campo de batalla”.

El también General Manuel Antonio Flórez se une a López Álvarez: “Bolívar se declaró vencedor, porque quedó dueño del campo, de las artillerías y de algunos heridos; pero para conseguirlo fue necesario superar muchos obstáculos, derramar mucha sangre, hacinar cadáver sobre cadáver y ostentar un lujo extraordinario de heroísmo. Tal fue la sangrienta batalla de Bomboná, cuyo verdadero resultado estratégico consistió en paralizar las operaciones de una gran fuerza que, auxiliando al ejército del General Aymerich, habría puesto en duros conflictos al General Sucre”.

Y Rafael Bernal Medina: “Esta batalla porfiada y sangrienta, tiene suma trascendencia en el decurso de la guerra americana. Basta considerar el funesto desconcierto que la derrota hubiese acarreado a los patriotas y el consiguiente auge del enemigo, en plena lucha de dos razas y en juego de dos criterios dispares sobre la manera misma de vivir: obedeciendo a un rey o sirviendo a una democracia”.

Quintero Peña añade: “sin que presumamos de técnicos en la materia, el sentido común sugiere desde luego la pregunta de si, sin esta campaña costosa hasta donde se quiera, hubiera sido posible el triunfo de Sucre en Pichincha, como que es evidente que en García y en Aymerich tenían Bolívar y Sucre sendos adversarios de capacidad comprobada, y de seguro no fueron ellos quienes descuidaran una concentración de todas las fuerzas sobre uno cualquiera de los dos frentes, si se les hubiera dado tiempo y modo de ejecutarlo. La respuesta se impone: la presión ejercida en Bomboná no lo permitió. Bomboná y Pichincha se complementan; podríamos considerarlas por sus resultados como una acción única; Bomboná hizo posible la rendición de Aymerich, como Pichincha decidió la capitulación de García”.

Simón S. Harker también dice que Bomboná fue un triunfo. (Credencial, enero 95, ps. 4,14, 15) Y el ecuatoriano Roberto Crespo Ordoñez: “Miradle también en su corcel de guerra, como una estatua sobre un peñón de Bomboná, abriendo paso a las huestes del Sur, venciendo a sangre y fuego, la terquedad y resistencia realista de Pasto, para llegar al fin a la línea ecuatorial y arribar a Iñaquito, donde Sucre, el Vencedor de Pichincha lo recibió, le enseña de la batalla y le informa del holocausto de Abdón Calderón, a quien resuelve glorificarle como lo hizo antes con Girardot y Ricaurte”.

“Capituló Pasto –dice el ambateño Pedro Fermín Ceballos, en su acreditada “Historia del Ecuador”— y las  tropas colombianas avanzaron a nuestro territorio”.

Alfonso Rumazo González: “Acaba de obtener una nueva victoria en Bomboná”.

Luis González Barros: “De aquel anuncio el Libertador desplegó sus banderas para vencer una vez más en Bomboná y Sucre con la genial dirección de la batalla, y el heroísmo homérico de Abdón Calderón en Pichincha, la libertad del Ecuador”.

El pastuso Bernardo Santander Eraso, también a favor de la victoria del  Libertador, “según convenio de captaciones” (p.213).

Gabriel Porras Tronconis en su torrencial investigación “Campañas Bolivarianas de la Libertad”, (Caracas, 1953) también vota la victoria bolivariana y prioriza el Boletín de Bartolomé Salom que hace el inventario de la proeza, a la que se ha referido recientemente el maestro Vicente Pérez Silva (“Página 10”).

El propio Basilio García cuando escribió sus memorias en La Habana puntualiza en la carta que le puso a Mourgueón el 9 de abril, “tuve que abandonar las posiciones principales a las dos de la mañana, porque el enemigo se había introducido por mi flanco derecho arrollando las compañías que guarnecían la altura de Bomboná en términos de que al anochecer ya tenía al enemigo de retaguardia, y quedó en aquella madrugada el campo de batalla por los enemigos” (p. 306).

El malévolo Madariaga en su avinagrada elucubración se obliga a reconocer: “Ocurrió, no obstante, que el nombre y la causa de Bolivar se salvaron por una coyuntura cuyo elemento principal fue la victoria alcanzada por Sucre en Pichincha (p. 299).

Gilette Saurat, académica francesa, que pudo comprobar que ya en vida Bolívar fue víctima de la venal acusación de aspirar a la tiranía, que sirvió de pretexto para hacerlo fracasar como hombre de estado, fracaso que favoreció el expansionismo de los Estados Unidos, la realización de su ‘destino manifiesto’, y que facilitó la distorsión del de la América Latina, la cual aún no termina de sufrirlo, Saurat, en su afamada biografía de “Bolívar el Libertador”, precisa  que “técnicamente, la de Bomboná puede considerarse como una victoria” (p.456).

La misma Academia Nariñense pontifica que “durante la Colonia y las guerras de Independencia Pasto siempre tuvo una conducta disidente, primero se levantó contra las autoridades españolas, en la era de los comuneros; y luego, paradójicamente defendió la causa realista, pues se opuso al grito de independencia de Quito (1809) porque no estaba de acuerdo en reemplazar la soberanía del rey por la popular. Después de derrotar al Precursor Antonio Nariño, Pasto se mantuvo como ciudad realista. Su suerte cambió con el avance del ejército libertador, comandado por Simón Bolívar, que en 1822 triunfó en la batalla de Bomboná sobre las milicias pastusas. Derrotado, el comandante Basilio García suscribió en Berruecos las capitulaciones del 6 de junio, que significaron la liberación de los territorios meridionales y la posibilidad de las tropas libertadoras de avanzar al sur hacia Quito”.

Guillermo Chaves Chaves: “De aquel anuncio el Libertador desplegó sus banderas para vencer una vez más en Bomboná y Sucre con la genial dirección de la batalla, el denuedo de la caballería de Córdoba, y el heroísmo homérico de Abdón Calderón sellaron en Pichincha la libertad del Ecuador”.

Mauricio Vargas Linares destaca también que con esta batalla de Bomboná se derrumbó la puerta para atravesar hasta Quito (p. 221), “pero el cumanés que actuaba como intendente del nuevo departamento integrado a Colombia, y a los lìderes republicanos quiteños que en 1809 habìan sido los primeros americanos en alzarse contra el gobierno español impuesto por Napoleón, acordaron reservar el gran festejo para la llegada de Bolìvar quien venìa de golpear el 7 de abril a los realistas y sus aliados pastusos en los campos de Bomboná. Los dos bandos chocaron a lo ancho de un rellano de la cordillera, sobre la cordillera oriental del cauce encañonado del Guáitara, oeste de Pasto, en una batalla en la que Bolívar perdió 114 hombres y sumó trescientos cincuenta y tantos heridos, pero garantizó que los realistas, que vieron morir a 50 de sus efectivos, no pudieron acudir en ayuda de Aymerich para defender a Quito ante el avance de Sucre desde el Sur. El Libertador había sido el primero en loar la brillante ejecución militar de su preferido en el Pichincha, pero después trocó su orgullo paternal en celos. “La victoria de Bomboná es mucho más bella que la de Pichincha”, le escribió a Santander.

El canciller, historiador y tratadista Alfredo Vásquez Carrizosa: “Tomó la ruta que conduce hacia Pasto atravesando el Juanambú donde encontró una resistencia enemiga y luego de librar los combates del Guáitara, vence en Bomboná la primera de las grandes batallas que sostendrá en el largo y escarpado camino hacia El Cuzco, el último reducto de la fuerza española” (“El poder presidencial en Colombia”, Dobry Editores, 1978, p.45).

Lo secunda el general Álvaro Valencia Tovar, estratega de más de cincuenta años a partir de Corea.

Germán Arciniegas en el Correo de los Andes: “El 7 de agosto de 1819 cambió definitivamente la suerte de nuestros ejércitos y se dio el anuncio fatal al imperio de España en América. Pisba y Bomboná fueron los dos pasos más dramáticos de todas las campañas. El primero para la liberación del norte, el segundo para la del sur”.

Y en “América Mágica”, II, p. 92, pese a su bolivarianismo converso, Arciniegas reconoce que Bolívar “asustando con palabras y peleando sin piedras de chispa, se empeña en la estúpida batalla de Bomboná y… la ganó”.

La batalla más heroica y menos gloriosa, decía Mosquera. Pero la ganó… y tuvo que volverse a la otra orilla del Juanambú. Estos absurdos hicieron morir de miedo a los realistas. Entre tanto, Sucre ganó la batalla de Pichincha, y Bolívar redobló la ofensiva con esa literatura tan suya que es el mejor machete que haya brillado al sol de América: “¿Cómo quiere entrar en Pasto?”, le pregunta el gobernador rendido. Y Bolívar: “Cuando el Libertador presidente de Colombia entra vencedor a una ciudad recibe los honores de un emperador romano”. Se cantó Te Deum… De Ipiales “a Quito hemos marchado sobre flores…”.

En el último Boletín de la Academia Colombia de Historia (vol. CIX, 2022) el catedrático Carlos Rodado Noriega vota igualmente la victoria de Bomboná.

Alberto Montezuma Hurtado en sus infatigables investigaciones trae el listado de autores extranjeros favorables a la victoria bolivariana: Guillermo A. Sherwell, José A. Cava, Phyllis Marshall, John Crane, Thomas Rourke … David Bushnell.

E igualmente Rodrigo Llano Isaza: “La independencia de Colombia se dio en estas batallas: Boyacá, San Juanito, Chorros Blancos, Majagual, Tenerife, Laguna Salada, Bomboná o Cariaco, consolidaron la independencia de Colombia”.

Bushnell: “La batalla de Pichincha marca el fin del gobierno español en Ecuador y obligó a los realistas de Pasto a rendirse igualmente”.

Si confeccionáramos vidas paralelas (que las intentaron –entre otros- Carlos Lozano Lozano y también don Juan Montalvo) lo mismo se dijo de la batalla de Borodino, de septiembre de 1812, que a pesar de dejar difuntos a 43 de sus generales, le abrió a Napoleón las puertas de Moscú. Y valga decir entonces que, en contraste, ¡Bolívar no perdió batallas o no tantas y definitivas como Napoleón y ante todo el gran mérito bolivariano descansa en que en Indoamérica ¡NO REGRESARON LOS BORBONES!

Bomboná ingresó al elenco de las gestas más gloriosas de la Independencia. En el monumento que se erigió a los Héroes en Bogotá, figura en compañía de las batallas de Boyacá y Carabobo, como una de las tres proezas bolivarianas. En Carabobo se inmolaron Cedeño y Ambrosio Plaza. En Boyacá, Anzoátegui. En Bomboná, Torres. La flor y nata de la oficialidad, en plena primavera.

El Libertador la invocó en su postrer y sublime carta a Fanny:

“A la hora de los grandes desengaños, a la hora de las íntimas congojas, apareces ante mis ojos moribundos, con los hechizos de la juventud y de la fortuna; me miras, y en tus pupilas arde el fuego de los volcanes; me hablas, y en tu voz oigo las dianas inmortales de Junín y Bomboná … Adiós Fanny … Todo ha terminado … Juventud, ilusiones, sonrisas y alegrías se hunden en nada; sólo tú quedas como visión seráfica, señoreando el infinito, dominando la eternidad”.

 

Sañudo

 

Fue un paisano nuestro quien con ferocidad patológica arremetió en contra de Bolívar con la perversa intención de estrangular al Héroe pérfidamente, sin concederle un respiro, convirtiendo en sanguinario lo políticamente inevitable, en ambición pueril lo que Latinoamérica urgía y que aún hoy es un imperativo y un apremio.

Afortunadamente, Luis Eduardo Nieto Caballero, Alberto Quijano Guerrero, Sergio Elías Ortiz, Bastidas Urresty, Segovia y ahora Zúñiga Erazo entre otros, en su momento han desbaratado los falaces argumentos de Sañudo y sitiaron la nueva y horrorosa conjura.

Menester ha sido zambullirnos en los manuscritos del profesor Sañudo para ver de auscultar su resentimiento. Además de sus trabajos sobre Filosofía y Derecho y sus “Estudios sobre la Vida de Bolívar”, Sañudo avanza en la historia de su ciudad natal, a la cual dedica 4 tomos. “La Conquista”, desde el descubrimiento del Perú, 1526, hasta la muerte de Felipe II (1598); “La Colonia”, bajo la Casa de los Austrias, publicada hacia 1939; “la Colonia Bajo la Casa de los Borbones”, publicada en 1940. Quedó inédita la Parte IV, La Independencia, 1808-1832, que es la que acá nos interesa.

No deja de ser inédito, primitivo, cáustico, imprevisible el historiador pastuso: “El 27 de junio del 18 se publicaron las victorias de Morillo, de que había dado noticia desde su cuartel de Valencia a principios de mayo; pues es cierto que la revolución estaba vencida ese año de 1818, y que, sin la insurrección de Riego y Quiroga, por varios años, se hubiera retardado la Independencia” (p.62).

Obsérvese que solapadamente, el autor soslaya el año 19, que fue el que estuvo cargado de “noticias gordas” y favorables a la Independencia: los dos pronunciamientos constitucionales de Angostura y las flamantes batallas de Pienta, Pantano de Vargas y Boyacá.

En otro arrebato de regalismo, dice Sañudo que “Desde la mitad del año 16 hasta la del 19, por las victorias del realismo, hubo alguna calma en la ciudad que le permitió reponerse de las fatigas de la guerra, algún tanto, pero al final del último viniéronle más calamidades, que bien puede decirse con toda exactitud, que entonces fue la patria boba, pues muchos individuos por el atraso de la desdichada época, en la Colombia grande, inconscientes, coadyuvaron a los planes ambiciosos y libertinaje del Libertador” (p. 67).

Siguiendo su narrativa antindependentista y antibolivariana dice que “un suceso importante mientras tanto aconteció: que Riego y Quiroga, jefe de la expedición que el rey mandaba a América en auxilio, se insurreccionaron con las tropas en Cabeza de San Juan, en enero de 1820, lo cual en mayo se supo en Bogotá; no esperando auxilios de España varias ciudades como antes dijimos y pueblos y ejércitos realistas con sus jefes se hicieron republicanos, cambiando la faz de la guerra de la Independencia. Pero Bolívar que estaba acorralado por las victorias de Morillo en 1818, que, salvo el asalto de Boyacá, si bien de sí poco importante, tuvo resultas muy favorables para su causa, porque gran parte de Colombia quedó independiente, tuvo hecha la Independencia, sin eficaz calor de su parte, pues lo real quedó desde entonces abatido, hasta el extremo que bien razonó al decir que Carabobo, Pichincha, Junín y Ayacucho los habría ganado cualquier jefe republicano aún inepto”¡!! (p. 80).

“Por efecto de la revolución de Riego, se proclamó la Constitución de Cádiz abolida, y se dividen los realistas en absolutistas y constitucionalistas, siendo causa  esta división de mayor flaqueza. El Rey, el 12 de marzo tuvo que jurarla, el 22 convocó las Cortes y ordenó que entren en tratos con los republicanos que fue reconocerles beligerancia y dio por resultado las vistas del invicto Morillo y de Bolívar, que la llamó comedia diplomática.

“Hasta aquí, en este tiempo, sin muchos afanes y desgracias se han contado, puede decirse empero que constituye la historia épica de Pasto, por sus múltiples victorias, pero los años siguientes, un período de horrores principalmente por la pereza del carácter de Bolívar, que solía querer satisfacer su desaforada ambición y crueldad, a quien nuestros mayores no tuvieron sino la inocente venganza de llamarlo el zambo Bolívar, apoyado en su físico que a la verdad tenía la apariencia de mulato, sino era en realidad, y por algunos de sus subalternos que no tenían ley con la humanidad ni el temor” (p. 113).

No sin antes el autor pastuso haber despotricado de Manuelita Sáenz, a quien llamó “desvergonzada, a la que las señoras de Pasto, llamaban marimacho, de que se quejó a Bolívar, quien riéndose respondióla que él sabía no serlo”. Y también el irreductible fiscal antibolivariano, parece que la conoció: “Sobre su conducta licenciosa, basta sólo referir, para darle una justa reprobación y por ser tan conocido el hecho, que vivía en el Palacio Presidencial de Bogotá, con la adúltera Manuelita Sáenz, esposa del inglés Thorne; por cuyo suceso dice Palma, sus generales tenían que agachar la cabeza, y hasta Córdoba, hubo de ser conductor desde Lima, de esa mujer”.

El célibe Sañudo ignoraba deliberadamente la historia de Roma. De Napoleón. O la misma del Vaticano y la saga de los Borgia. El inquisidor pastuso no entendía que el amor anestesia, baja las defensas, si hablamos de pandemias. O si no que repare en Santander -a quien no reprocha nada- sacudiendo en vilo al doctor Márquez, en casa de la favorita de entrambos, episodio o culebrón que dizque es el origen de nuestros partidos políticos.

Ni modo que para Sañudo, “Bolívar hombre fatídico”, no haya sufrido la consabida conspiración: “por lo que la noche del 25 de septiembre, que lejos de ser nefanda como historiadores sin criterio apellidan, constituye una página más gloriosa de la historia de Colombia, en que varios jóvenes como Ospina y Márquez, que después de 1843 fueron cabezas del conservatismo, González y Acevedo Gómez del Liberalismo, contando con la simpatía de la mayor parte de Bogotá, sobre todo de las mujeres; pues el desamor de éstas a Bolívar, afirma en 1830 el obispo Talavera, se conjuraron contra la dictadura; más por hado funesto abortó la conjuración y dio lugar a que Bolívar hiciera asesinatos”. Sañudo declaró enfáticamente su admiración a Santander, véase la revista Amerindia (Número 4, 1953). Véase igualmente en este capítulo el trabajo que al limón hicimos con el académico Edgar Bastidas Urresty cuando publicamos “Dos Visiones sobre Bolívar” (1997).

Para iniciar el piélago de inexactitudes de Sañudo dígase de una vez que NI MUJERES (A NO SER MANUELITA) NI ACEVEDO Y GOMEZ NI MARQUEZ FUERON PARRICIDAS, es decir no fueron septembrinos.

Sañudo se lisonjea también de su propia  teoría de la expiación, diremos, que le permite conjeturar que hubo justicia divina en el crimen de Sucre y de Obando, que perecieron asesinados por sus émulos, pero en todo reivindicando todos los males que perpetraron a los pastusos en la independencia. Incluso Bolívar desterrado de Venezuela su patria, y de la Nueva Granada.

Paradójicamente, y a pesar de Sañudo tan católico y prorromano, el Libertador murió designado Plenipotenciario ante la Santa Sede, enviado allá por el gobierno de Bolivia. Y con un millón de pesos que le había decretado el Congreso de Lima y que finalmente se lo robaron los Guzmán de Caracas. Quito también prometía su asilo.

Precísese que, desde las aulas universitarias, en el periódico “El Estudiante”, Sergio Elías Ortiz desconceptúalo: “No sólo nos proponemos refutar esta desgraciada obra, sino también las omisiones en que incurre … ha gastado más de 20 años en fabricar  su obra sobre Bolívar, ignorando las fuentes históricas, ¿o es que ha procedido con mala fe histórica?”. En 1997, al limón, con Edgar Bastidas Urresty ofrecimos “Dos visiones sobre Bolívar”, la de Sergio Elías y la de Sañudo.

Años después, en 1950, un joven y diserto académico e historiador esclarecido y crítico, también rectificó a Sañudo. Fue Alberto Quijano Guerrero, quien colocó los pedestales en su justo lugar: “Sañudo, fruto estrictamente autónomo de las breñas andinas y descendiente de aquellos fieros varones que experimentaron en carne viva las momentáneas crueldades del coloso quebrantó el tradicional rito de la idolatría al forjador de nuestra libertad geográfica y se irguió en gesto de soberana soberbia para vapulearlo en los instantes de su flaqueza”.

“Ocurre sin embargo que la conciencia universal, magistrado supremo de la causa, ya ha dictado su veredicto absolutorio a favor de Bolívar, porque las virtudes fueron superiores a las faltas. Y esto, como en todos los procesoshistóricos, las tremendas incriminaciones de Sañudo, fiscales acusadores, sólo han servido para ser más humana la misión de la justicia y para inmortalizar al reo, ahora tres veces grande por la incomprensión, en el sacrificio y en la gloria”.

Hace muy poco el incansable biógrafo de nuestros próceres, el payanés Gustavo Otero Paz dijo que los mentados “Estudios” de Sañudo “son un panfleto terriblemente mal escrito”, “una diatriba con un odio histórico”.

El célebre cuencano Remigio Crespo Toral: “En Estudios de la vida de Bolívar, se esparce el cálido ambiente de celo patriótico, de la patria grande y de la patria pequeñita: de Nueva Granada, de Pasto. Se muestra alta predilección por la austera figura de Nariño, ensaya justificar en todo a Santander, fundador en parte de la disidencia política que nos ha roto a todos los hispanoamericanos para reducirnos a los átomos de la dispersión” (…) “La fortaleza de ese pueblo que se prolongó hasta los últimos días de la guerra, exigía el empleo de medidas de rigor que quebrantasen su temeridad. Obando escribió después de Bomboná: “Ambos perdieron; los españoles el campo y los patriotas el ejército”. “La áspera topografía de Pasto imponía el ineludible empleo de represiones tales que quebrantasen la temeridad bravía de aquellos montesinos, a quienes la naturaleza dio por territorio una ciudadela murada de rocas y defendida por pozos y abismos. Bolivar, Sucre, Florez o el mismo Obando –convertido a la República – hubieron de ensayar el terror contra de guerrilleros indómitos; y ni aquello produjo eficacia, pues el desafio perduró hasta el fin, prolongándose hasta 1829 en conflagración con los invasores del Perú. Bolívar casi vencido, que intentó y ansió dirigir el torneo de Pichincha, hubo de resignarse, por veto armado de Pasto, a esperar un tardío avance hacia Quito, dando la postrera acometida a Agualongo –después de Boves- el más s formidable realista americano. Las retaliaciones de Pasto no fueron como las duplica y agiganta la parcialidad regionalista y el testimonio de coetáneos, recusable por motivo de la inclemencia guerrera. Ya se he leído el informe del obispo de Popayán: y recuérdese la gentileza de don Basilio Garcia, que hizo honor a Bolívar.

Esta condujo –por lógica de los hechos- a lamentables extravíos; pero se explica la desesperación de los libertadores en un pueblo rebelde hasta el delirio, colocado entre las almenas gigantescas y las hoyas profundas del Juanambú y el Guáitara; desesperación que produjo desequilibrio moral, con el que prevaleció en ocasiones la ferocidad del instinto.

El Libertador, honró el heroísmo de Pasto, capitulando con esta ciudad, como no había capitulado con otra alguna, rindiendo homenaje a sus creencias y respetando su simpatía por la institución real.

Guillermo Segovia, autor de ‘Nariño Pueblo rebelde y bravío’, ‘¡Viva el Carnaval!’ y ‘¿Qué nos dejó el Bicentenario?’, quien en una detallada reseña del libro –“La carroza de  Bolívar”– advierte: “Pasto, en verdad, tiene mucho que lamentar de la presencia del ejército libertador -e incluso  de la República- tal como se narra en palabras de Sañudo -a quien el autor apela como fuente- y en las propias de Rosero, sobre la base de algunos hechos ciertos, como la Navidad Negra de 1822, cuando Pasto sangró a manos de Sucre por orden de Bolívar … Bolívar como ser humano tuvo defectos y desatinos y sobre la Independencia caben distintas valoraciones.

Pero mucho va de ello a reducir esa colosal obra y su artífice a una sucesión de episodios signados por el oportunismo, la insania, el crimen y la mentira, interpretados en forma sesgada con la lenta de una moralidad arcaica como la de Sañudo, no obstante, su solvencia intelectual…”.

Y el 20 de julio de 1884, Luciano Herrera en el “Correo de Pasto”: “Los tiempos pasan y con ellos las generaciones, las costumbres y hasta las ideas. Pasto, la muy noble y muy leal ciudad de los Reyes Católicos, que ayer tuvo la desgracia de combatir a Bolívar, por circunstancias de una excepcional época, no podía menos que tomar activísima parte en la apoteósis del Libertador como elocuente prueba de su leal conversión; preocupaciones, temores y engaños, todo se precipita en el abismo del tiempo, como las corrientes de los ríos en los antros insondables del Océano”.

Zúñiga Erazo sale verídico en enjuiciar el comportamiento de Francisco Miranda, desde cuando llegó por invitación de Bolívar hasta el final cuando negocia una fatal capitulación con Monteverde, habiendo arrimado ya el botín de la concusión en una goleta surta en el puerto de La Guaira. En ese julio de 1812 se apagó la estrella del precursor y fue a dar con sus huesos a La Carrara. Era una verdadera traición y Bolívar con su oficialidad así la juzgó y condenó.

Zúñiga reprende severamente al autor pastuso José Rafael Sañudo cuando tergiversa que: “Dormía aún Miranda; pero llamado a las 3 a.m. se presentó confiado a sus oficiales y entonces Bolívar le intimó se diese preso con voz recia; y cuando entregó su espada fue conducido a la fortaleza San Carlos a órdenes de Monteverde, de allí el 21 de agosto a Puerto Cabello y luego encerrado en una prisión de Cádiz. Casas se puso al servicio del realismo y Bolívar, merced al pasaporte que le concedió Monteverde se vino a Nueva Granada”. Pero Bolívar le replicó desde ultratumba: “Yo arresté a Miranda por traicionar a nuestro país y no para servir al rey”.

Arremete justicieramente Zúñiga: “Sañudo, de estirpe conservadora y realista, autor del más virulento escrito contra Simón Bolívar, contrario a los ideales independentistas por considerar que el inmaculado espíritu católico de Pasto no podía tolerar se quebrantara la obediencia debida al rey por su origen divino y no se podía transgredir el juramento de fidelidad hecho al monarca”, cuando la traición de Miranda lo hace cabecilla de la captura merced a un futuro pasaporte realista, tergiversación la llama llanamente Zúñiga. Y José Manuel Restrepo dice que “la intención de Bolívar era ponerse a la cabeza de los patriotas reunidos en La Guaira y principiar la reacción contra los realistas”. No como calumnia Sañudo

Ernesto Vela Angulo, siempre polémico, heterodoxo, contestatario nato, adobado de un espíritu ecuménico y burlón que lo divorciaba de los báculos insoportables. Ha poco de su muerte, era zaherido por sus intencionales, pero ya inocentes invectivas picarescas y urticantes deslizadas en la revista de la UDENAR, o en “Cultura Nariñense”, o en “Memorias del Sur”. Con Agualongo y Sañudo barajaba jugosamente su “realismo mágico”. Del filósofo solía repetir que representó la reacción de Pasto contra la independencia y la libertad. Independencia no sólo política. “Ese modo de pensar influyó tremendamente en Nariño. ¿Nuestro territorio había sido maltratado durante el siglo 19, pero por culpa de quién? De los propios pastusos. Se encargaron de enaltecer lo realista. El departamento es realista hasta ahora”.

Y del magno guerrillero: “Agualongo prefiere a sus viejos amos y desprecia olímpicamente a los criollos, encarnando el tipo clásico del reaccionario de su tiempo y de enemigo apasionado de la causa de la independencia”.

A lo que ripostaban sus contradictores que EVA aparece “aduciendo grandes mentiras, sobre Pasto, como una ciudad oscurantista y reaccionaria que se opuso a la independencia, a la libertad, sin que se haga un análisis de las circunstancias y condiciones que vivía Pasto y su gente”. Igualmente, reprochaban a EVA que haya recordado que al departamento de Nariño “se quería ponerle por nombre el Departamento del Corazón de Jesús”, como si no hubiera cierto que le quisieron bautizar con el de su beatísima madre, “la Inmaculada Concepción”. Con razón Julián Bastidas Urresty, en un reciente y espléndido libro, recuerda que Humboldt sentenció que “en Pasto, Quito, Perú, los indios han cambiado un excelente gobierno como el de los incas, por un miserable: el español”. Y dice Julián: “A pesar de las constataciones de Humboldt, algunos historiadores aseguran hoy que los habitantes de Pasto vivían felices con Fernando VII, razón por la que se resistieron a la independencia de España”.

Sólo para abrir el debate sobre las causas del atentado en contra de Bolívar: en un esclarecedor, aunque desconocido ensayo intitulado “Razones socio-económicas de la conspiración de septiembre contra el Libertador”, Biblioteca Venezolana de Historia, 1968, p. 27 ss., entre otras causas, Indalecio Liévano Aguirre atribuye a la campaña para acabar con los resguardos el móvil del atentado. Mariano Ospina Rodríguez uno de los conjurados, atacaba el empeño del Libertador dirigido a revocar la norma de eliminación de los resguardos que ordenó la Constitución de Cúcuta. Ospina descendía del titular de la poderosa encomienda de Guadalupe.

Y es que Miguel de Pombo –junto con el federalismo de Filadelfia- propuso desde 1810 la eliminación de los resguardos de indígenas.

Lo lograron teóricamente en Cúcuta 1821, y en la práctica en 1832. Con el general López en 1850, todas las tierras quedaron en comercio libre. El efecto natural de esta medida –dijo Luis Ospina Vásquez- fue el pronto paso de las tierras repartidas de manos de los indígenas a las de los hacendados y capitalistas blancos o asimilados a tales. Ocurrió un fenómeno de proletarización en el sector rural a escala nunca vista en el país. Los nuevos proletarios dieron brazos baratos a los cultivadores de tabaco y a los hacendados capitalistas del interior.

Lo mismo ocurrió con los ejidos o tierras comunales alrededor de los municipios que permitían su subsistencia a las gentes pobres. Por lo menos y para evitar este despojo, Ipiales no tuvo ejido. Los resguardos eran terrenos adjudicados colectivamente a los indígenas. Su fin era el preservar la vida comunal de las tribus, darles protección y autonomía.

Bolívar era opuesto también al libre cambio. El primero de agosto de 1829 prohibió la importación de textiles al Ecuador.

Toda la élite (“la fronda aristocrática”) grancolombiana estuvo de acuerdo en la eliminación de los resguardos, de los ejidos, de los mayorazgos, del estanco, del proteccionismo. Eso significaba la eliminación del Estado. Y de Bolívar. En esto también coincidimos con Zúñiga Erazo.

Insuperable la unción bolivariana que pone en escena Zúñiga. Rescata la promoción y vanguardia que ejerció Bolívar en temas como la anfictionía, el arbitraje, el uti possidetis, el rechazo a la Corona y, por ende, su amor indeclinable a la organización democrática. Todos fueron robustos pilares del derecho internacional americano que de su mente y su mano surgían del caos histórico.

Todas las mociones de la Corona fueron adversadas por el Libertador que inclusive abortó y prohibió cualquier emprendimiento de sus funcionarios o sus amigos calamitosos. Su ánima revolucionaria de tan largo peregrinaje no podía flaquear ahora cuando era urgente darle  aliento democrático a la construcción de los nuevos países. Por otra parte, Bolívar  sospechaba de la lealtad de todas estas propuestas. Provenían de personajes resbalosos y proteicos que lo mismo se abrazaban al federalismo que al monarquismo, que al bonapartismo, que al centralismo, que al anarquismo.

Bolívar, como se sabe, era partidario de un régimen autoritario, pero, ¿estaba dispuesto ahora a volver al ideal monárquico que él había combatido tan encarnizadamente cuatro años antes?.

El calumniado proyecto de constitución para Bolivia hace muchos años ha venido siendo reivindicado favorablemente al Libertador. Era una constitución pensada únicamente para ese nuevo país del Alto Perú. Su rigurosa lectura destila la preferencia bolivariana por los sistemas mixtos de gobierno en los que afloran instituciones combinadas de democracia, aristocracia y monarquía. Ese pensamiento se había estructurado desde la cátedra de Santo Tomás. La idea de un poder moral, tan decisivamente defendida por Bolívar fue después bandera de Augusto Comte. Leopoldo Umprimny fue el primero en reinterpretarla apologéticamente, y Oscar Alarcón también comprobó que era a favor de los esclavos y los indios, por ello mismo calumniada. Y Tulio Enrique Tascón y Carlos Lozano y Lozano, igualmente.

Constituía para Bolívar lo único posible para buscar la estabilidad y lograr el tránsito de la monarquía absoluta a la democracia andina. Alta filosofía política que fue saboteada por los santanderistas alegando sospechas absolutistas. Las mismas que provocaron, diez años después, cuando Santander ejercía el mando absoluto, que los liberales moderados y la minoría bolivariana reinstalaran el talante civilista con el magistrado José Ignacio de Márquez. La historia como implacable péndulo.

Los menos autorizados para escandalizarse por la Constitución boliviana han debido ser los santanderistas pues que el propio Santander, en mensaje del 21 de abril de 1826 le declara: “Desde ahora estoy de acuerdo en que la Constitución es liberal y popular, fuerte y vigorosa”. Y el 19 de julio: “Su discurso preliminar a la Constitución boliviana ha sido aplaudido universalmente como obra maestra de la elocuencia, de ingenio, del liberalismo y de saber. El primer capítulo que sirve de introducción al discurso nos ha parecido lo sublime de la elocuencia. El capítulo sobre la religión es divino. El de la monarquía es digno sólo de la gloria de usted. Espere infinitos aplausos de la pluma de los liberales de Europa”.

Pues que Bolívar tuvo una audaz y genial concepción espacial del continente. Había superado fronteras y regiones con una vocación integracionista y supranacional. No en vano dominó y unificó un teatro de operaciones de cerca de 8.000 ha, extensión casi igual a la de Europa. Por eso quería una gran nación continental para no sucumbir ante la Santa Alianza.

Pero América bolivariana nunca ha podido sumarse para tener una presencia propia en el concierto internacional y ha carecido de un peso específico para imponer sus convicciones y necesidades apremiantes. Sus integrantes más han porfiado por favorecer poderes extraños, intra y extracontinentales, para alcanzar ventajas aisladas gracias a su nefasta disidencia e insolidaridad. Por ello es que la aspiración del Libertador sigue intacta y pendiente como un apremio y un reproche vigoroso a nuestros pueblos y gobernantes.

Esta es pues una nueva estatura en la vida, obra y acción de Bolívar, con su prolífica prosa dejó para la posteridad unos diez mil documentos, de los cuales siete son reconocidos como los estelares, y de ellos el máximo es el “Mensaje dirigido al Congreso reunido en Angostura el 15 de febrero de 1819”;  su caudal léxico estimado en 16.000 voces, muy elevado para la época, tomando en cuenta que Shakespeare utilizó 15.000 y Cervantes más de 20.000 voces, según estudio de la conocida filóloga peruana Martha Hildebrandt. Los abogados tienen en Bolívar, al Libertador y al colega que los inspira en la aplicación de la justicia con equidad e imparcialidad, recordando de sus palabras expresadas el 23 de enero de 1815 en Bogotá: “la justicia es la reina de las virtudes ciudadanas, y con ella se sostienen la igualdad y la libertad”.

 

Marx y Bolívar

 

Zúñiga no deja de abordar la enojosa valoración marxista. Para la Enciclopedia Americana, en 1857, Carlos Marx recibe el encargo de redactar una viñeta de Bolívar, oriundo del militarismo de una región bárbara y atrasada y despacha la tarea con un artículo sumario, infundado y adverso: “palurdo, hipócrita, chambón, mujeriego, botarate, aristócrata con ínfulas republicanas, ambición mendaz cuyos contados éxitos militares se los debe sólo a (…) los asesores irlandeses y hannoverianos que ha reclutado como mercenarios”. Botafuego digno de los empecinados sañudistas, virulentos, agresivos, antipáticos…

Y en carta a Engels es más ponzoñoso: “canalla, cobarde, brutal, miserable y lo compara con Souleque, aquél haitiano que hace poco se ha hecho coronar emperador como Faustino I”.

Al final del día para Marx, crítico del poder, la concentración del poder absoluto en manos de un solo hombre era, en cualquier parte (en Francia como en la bárbara Latinoamérica), una aberración histórica.

Texto plagado de imposturas, peripecias inverosímiles, tergiversaciones, sarcasmos, xenofobia, desprecio racista, sesgo noticioso, apresuramiento en la contrata con su  editor impaciente de Londres.

Pero equivoca el destinatario, el tiempo y el espacio como lo corrigió Haya de la Torre. Esa variante autocrática de Bolívar fue patrimonio ideológico de la derecha latinoamericana y aún del totalitarismo europeo. Por eso urgía reivindicar y reinventar al Bolívar demócrata y revolucionario que la izquierda recuperó aureolando su panamericanismo y su antimperialismo. Julio Antonio Mella, José Carlos Mariátegui, Liévano Aguirre, Antonio García, Gerardo Molina, el APRA, de la izquierda latinoamericana rectificaron escrupulosamente al autor de “La Miseria de la Filosofía”.

El Bolívar de Carlyle, cronista y polemista escocés consigue la admiración para el héroe cuando en 1843, al referirse a la ausencia de biografías sobre “el Washington colombiano”, que también se ha ido sin  fama. Melancólicas litografías lo representan como un hombre de cara larga y ceño fruncido, de aspecto severo y atento, con nariz ligeramente aguileña, una mandíbula de una terrible angulosidad y profundos ojos oscuros, un poco demasiado juntos (…)

Tal es el Libertador Bolívar, un hombre de muchas y arduas batallas  en una guerra de liberación hasta la muerte, con una caballería cubierta de mantas y ponchos, esas son más millas de las que Ulises recorrió jamás. Bolívar fue dictador, Libertador y de haber vivió, emperador”.

Aproximadamente en tres ocasiones, ante el solemne parlamento, renunció a su dictadura con una elocuencia digna de Washington; y casi, con la misma frecuencia, ante lo nutrido de las aclamaciones, volvió a asumirla porque era un hombre insustituible. “Lynch recuerda que hasta 1827 Bolívar concentraba todos los poderes a contentamiento de los más. Sin ser un arbitrario ni déspota, aún en los momentos de decadencia, fue superior. Dictadura a lo romano, dentro de la república jurídica no como la que ejerce el bestiario tropical, unos Monagas, Guzmanes, Crespos, Castros o Juan Vicnetes o un Núñez, un Reyes, un Ospina Pérez, un Laureano Gómez quien cerraron el Congreso y las Cortes desde 1949.”

El papel del individuo en la historia, 1898, por Gueorgui V. Plejánov, padre del marxismo ruso, continuador de Hegel, Engels y Marx, propuso una síntesis entre la tesis de Carlyle sobre la individualidad como causa motriz de la historia y la antítesis determinista de Engels sobre el carácter incidental o ancilar de esos individuos. Para Plejánov los individuos pueden influir sobre el destino de la sociedad. Creía en la existencia de “los grandes hombres”, como iniciadores, visionarios o expeditadores.

A estos seres superiores  para el desarrollo del espíritu, a estos seres esenciales, adelantados de la historia a quienes les es dado un poder adivinatorio, sus congéneres los siguen porque sienten el poder irresistible de su propio espíritu interno, encarnado en ellos.

 

Eduardo Zúñiga Erazo

 

Con  Bolívar (y con Nariño) ocurre que su recompensa después de dos siglos y medio, es la de que no se tiene la entera seguridad de que hayan desaparecido porque su lámpara arde perpetuamente e ilumina los caminos de libertad y justicia social. No es más que una conmemoración, porque un gran inmortal es faro de los vivos y hace inexcusable la piadosa forja de piedra a la pirámide levantada ante su legado. Eduardo nos une a la plegaria votiva que repite férvidamente que mientras el Libertador es la Gloria, el Precursor es la Patria.

 

POST SCRIPTUM:

 

1) Según su fe de bautismo, Antonio Amador José de Nariño y Álvarez del Casal nació el 9 de abril de 1760 y no en 1765, como lo suscriben todos los biógrafos.

2) Imposible lo que se dice en el libro: “El edecán del Libertador, alertado por el ruido, alcanzó a matar a Ferguson, uno de los conjurados, los demás alcanzaron a huir, p. 411. Lo verosímil: “Entre tanto el edecán Ferguson había llegado corriendo a las puertas del palacio, pistola en mano, pero cayó muerto de un balazo y un sablazo que le asestó Carujo” …

 

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