SIMÓN RODRÍGUEZ, SAMUEL ROBINSON, SIMÓN CARREÑO
ELEGIA DE VARONES ILUSTRES EN LA PROVINCIA DE LA VILLAVICIOSA DE LOS PASTOS (9)
Por:
Jorge Luis Piedrahíta Pazmiño

La péndola encantada de Gabo había sacramentado las tres visitas memorables a la viuda de Bolívar en el desierto peruano: la del maestro Simón Rodríguez, con quien compartió las cenizas de la gloria; la de Giuseppe Garibaldi, el patriota italiano que regresaba de luchar contra la dictadura de Rosas en Argentina y la del novelista Herman Melville, que andaba por las aguas del mundo documentándose para Moby Dick.
El neoyorkino había sopládole vida a Bartleby, el escribiente, un alfarero que trabaja en un archivo clasificando correspondencia muerta, de personas que ya murieron, dirigida a personas que no se encontraron o que también murieron.
¡Cartas muertas! ¿No suena como a personas muertas? Inmediatamente se evoca a aquella quiteña exhausta, inclinada por la naturaleza y la desgracia a una pálida desesperanza: ¿puede haber oficio alguno más apropiado para magnificar esta inclinación que el de estar permanentemente manejando estas cartas muertas, clasificándolas para las llamas? Porque las quemaba por carretadas cada año. A veces, la abrumada mujer saca, de dentro del papel desdoblado, un anillo. Tal vez el dedo a quien se dirigía se pudre en la tumba. Una carta de crédito enviada en la más veloz de las caridades; y aquél a quien debía aliviar ya no sufre ni de hambre ni de sed. Había perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para quienes perecieron sofocados por las calamidades sin alivio. Llevando recados de vida, estas cartas se precipitan hacia la muerte. Casi todas interpretan los vapores de tantas almas calcinadas por las batallas y las intrigas timbradas y correspondidas por el hombre más poderoso de Suramérica.
Es como si el infortunado novelista hubiera agorado los acosos terminales de aquélla heroína que había custodiado inexpugnablemente el cofre infinito de la gesta libertaria de un continente durante un cuarto de siglo. El fuego de la fatídica difteria purificó finalmente tanta barahúnda póstuma.
***
Por los años de 1846-47, a sus abatidos 76 años, vivió y enseñó en la Provincia de los Pastos el venerable “ayo” del Libertador, don SIMÓN CARREÑO o SIMÓN RODRÍGUEZ o SAMUEL ROBINSON que todos estos nombres tuvo el ilustre caraqueño, pionero de los planes educativos en el continente, maestro y amigo de Bolívar, aplicado indigenista, amén de otras cargas no menos famosas.

Sucede que después de mil aventuras y vicisitudes, a lo largo y ancho de la vida y del mundo, lo encontramos en Latacunga en su inefable oficio de maestro de juventudes. Allá, recibe una obligante carta de Don Pepe París, el entrañable amigo y legatario del Libertador (que había muerto hace más de quince años) para que venga a Bogotá a hablar y practicar sus ideas. Al arribar a Túquerres, se encuentra con que el secretario de Instrucción del Cauca, a la sazón don Jorge Isaacs (padre), lo ha designado como director de la escuela pública del poblado. Así que se quedó entre nosotros con su mujer y el único hijo que le conocemos. No deja su negocio de velas de cebo que ofrecía a los pulperos de la provincia en la puerta de la escuela bajo un letrero que rezaba: “luces y virtudes americanas”.
“¿Qué tiene de deshonorable la profesión de velero de iluminar a la gente, de combatir las tinieblas, no es lo que hago en el resto del día? ¿Por qué no le voy a hacer también fabricando velas”?, les decía a los azorados parroquianos.
Se le hizo imposible el viaje a Bogotá. Allí promueven una suscripción pública para recogerle algún dinero porque estaba indigente y anciano. Cualquier madrugada empacó sus vituallas y regresó al Ecuador, a Ibarra. Allí recibe una nueva llamada de un francés que lo invita a Piura a montar sus ideas y sus industrias. Con su hijo y un ahijado llegan a la costa, a San Nicolás de Amotape, donde expira en 1854, a los 85 años de edad.
Uslar Pietri noveló su leyenda
ARTURO USLAR PIETRI quien con GERMÁN ARCINIEGAS compartieron el singular lujo de ser centenarios y continuar iluminando el continente con el esplendor de sus vidas brillantes y ejemplares, también fueron comunitarios en el rescate y promoción de los hombres del pasado que en Sudamérica forjaron la fuerza de la patria.
El encumbrado venezolano le dedicó una escrupulosa, exhaustiva y devota biografía-novela, a su coterráneo filósofo errante, sarcástico, profundamente convencido de que era posible lograr que América cumpliera su destino con un cambio radical de la educación.
Esta vida apasionante e intrigante, la pone en escena Uslar Pietri al mismo tiempo que indaga en los resortes íntimos de la independencia de Indoamérica. No se desdeñe tampoco la entusiasta semblanza de nuestro coterráneo, el iusfilósofo e historiador Hernán Ortiz Rivas en la que relieva que Rodríguez fue un iluminado pedagogo, un hombre de ciencia, un escritor brillante, un pensador profundo, un políglota, un viajero incansable y un empresario frustrado, un soñador de realidades y de utopías.
En 1804, con 34 años, se encontró en París con Simón Bolívar (21 años), de quien había sido maestro poco más de diez años antes.
El año anterior (1803) Bolívar había viajado a Europa desolado porque el 22 de enero de 1803 había fallecido en Caracas su esposa madrileña, con la que estuvo casado apenas unos meses.
Al año siguiente (1805) viajaron juntos a Italia. En Milán fueron testigos presenciales de la coronación de Napoleón Bonaparte como rey de Italia y de Roma. El 15 de agosto de 1805, Rodríguez fue testigo del famoso juramento de Bolívar sobre el monte Sacro (en Roma), en donde se comprometió a liberar a toda América de la corona española. Simón Rodríguez lo registró para la Historia. Bolívar regresó a Venezuela al año siguiente (1806).

Una tarde febril de 1823 Rodríguez desembarca en Cartagena, sin dar aviso a nadie y sin que nadie se acuerde de él. Es que ha pasado más de un cuarto de siglo desde cuando viajó a Europa y en ese lapso memorable su patria y toda Sudamérica han partido en dos la historia virreinal.
Trasmonta el Magdalena y llega a Bogotá donde mandaba el Vicepresidente Santander quien todavía acataba y elogiaba al Libertador. Cuando Rodríguez le cuenta su antigua amistad con Bolívar, el Vicepresidente le facilita la creación del instituto de enseñanza, que será su nueva desilusión porque sus ideas y su estilo chocaban rudamente con lo establecido.
Fuertemente influenciado por el Emilio de Rousseau, Simón Rodríguez desarrolló una revolucionaria concepción de lo que debía ser el modelo educativo de las naciones americanas. En 1824, el mismo Bolívar ―en carta al general Santander― decía que su maestro “enseñaba divirtiendo”. Este espíritu que intentaba romper con las rígidas costumbres educativas del colonialismo español se reflejaría en toda la obra y el pensamiento de Simón Rodríguez.
Al fin recibe correo del Perú, del Libertador, que lo llama.
“Con qué avidez habrá seguido Ud., mis pasos: estos pasos dirigidos muy anticipadamente por Ud. mismo. Ud. formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que Ud. me señaló … No he podido jamás borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que Ud. me ha regalado. Siempre presentes a mis ojos intelectuales las he seguido como guías infalibles … Ya que no puedo volar hacia Ud. hágalo Ud. hacia mí: no perderá Ud. nada: contemplará Ud. encantado la inmensa patria que tiene labrada en la roca del despotismo por el buril victorioso de los libertadores”.
En enero de 1825 se celebra esta nueva, tercera y última entrevista. El edecán O’ Leary la recrea en sus memorias: Bolívar estaba en la Quinta Magdalena, muy distante de Lima. Cuando el cansado viajero desmonta su mula en la puerta del palacio se le ve azorado: hace 20 años no ve ni se escribe con su amigo. Había dejado a un díscolo e inquieto jovenzuelo, hoy el hombre mayestático de Suramérica. O’Leary lo hace pasar y le va a notificar al Libertador que está almorzando con personajes del momento. Bolívar sale a recibirlo de inmediato, lo abraza estrechamente, y lo sienta a su lado en el comedor presidencial y da comienzo al elogio más estremecedor y vibrante de aquél hombre ignoto, pletórico de sabiduría y de merecimientos.
Viajan juntos al alto Perú donde se fundará la República de Bolivia. Se lo recomienda a su primer presidente el Mariscal Sucre para que le organice la educación. Y allí se despiden para siempre pues que Bolívar morirá muy pronto, eclipsando de soledad su meteórica estrella.
Un decreto que firmó Sucre comenzaba: “El primer deber del gobierno es dar educación al pueblo”.
Simón Rodríguez fue el primero que quiso aplicar en Sudamérica los audaces métodos educativos que empezaban a utilizarse a comienzos del siglo XIX en Europa, y por todos los medios trató de imponer en las atrasadas provincias de Bolivia y Colombia las novedosas y revolucionarias teorías sobre la educación de la infancia. Nutrido en las ideas de los grandes filósofos franceses del siglo XVIII, fue un espíritu inconforme y radical
Por esa época y en Arequipa, publica Rodríguez la “Defensa de Bolívar”, inoportuna e impertinente, porque el otrora hombre providencial ha muerto maldecido y calumniado por quienes ahora derrochan infamemente sus luchas y su gloria. Recuérdese que en Caracas prohibieron su memoria y en Bogotá conspiraron contra su vida y finalmente lo desterraron. Sólo en Bolivia lo crearon Enviado Plenipotenciario ante la Santa Sede.
Pero su maestro, que le pulió como diamante para que no sucumbiera ante los cuervos, no se perdió en ese laberinto y exaltó su vida paradigmática y apoteósica.
De Arequipa a Lima, de Lima a Chile, luego se marcha para la Sierra y otra vez Lima y otra vez Ecuador y Túquerres, e Ipiales y Pasto.
Seguramente el recuerdo de los estremecedores sucesos de hace 45 años le repercute en el alma al antiguo revolucionario que desafíó también a la burocracia de Caracas, descubierta en julio de 1797, tres años antes de la insurrección de los Pastos. Se encontraba de bruces en Yascual, en Guaitarilla, en Túquerres, en Sapuyes, Imués, Chitán, en el núcleo mismo de la revuelta contra los expoliadores Clavijos. En las capas subterráneas de la colonia germinaba la semilla del dolor. Con su magisterio justiciero, el maestro por antonomasia alumbró la nueva conciencia que se adueñará de las juventudes.
Desde Ipiales hasta Cúcuta, desde Quito hasta Caracas, desde Lima hasta La Habana, desde Santiago hasta México, dirá el poeta, contra el cielo azul de esas noches en que estrellas de diamantes cortan el vidrio de las almas cándidas, se levantan diez, ciento, mil mástiles pavorosos. En la punta de cada mástil está apagada una lámpara. Todo lo que es obscuro en la tristeza, lo que es doloroso en la vida, deja en tinieblas de duelo estas lámparas. No alumbran ni la incierta claridad de la esperanza. Huecos de donde se fugó la luz hace tantos años. Faros de hollín, como los que ven los navegantes espantados en la nave fantasma de la bandera negra…
Cuando atravesó la frontera desconocía el ignoto pero florecido mundo de los Pastos; lo único que había captado era que eran gentes rebeldes que habían acompañado la causa del Libertador.
En cada alto de la aldea, en cada venta de fin de jornada, le entraba el deseo de quedarse. Desmontaba en la posada, miraba la habitación rústica, vigilaba el pesebre de las mulas, se asomaba a la calle y llegaba hasta la plaza. Caminando torpemente, con las piernas entumecidas por la montura. Entraba en conversación con algún muchacho.
“¿De quién era la casa grande?”, “¿Cómo se llamaba el alcalde?”, “¿A cómo se vendía la carga de panela y la de café?”.
Eran parecidos todos aquellos pueblos. Metidos en el hueco de un valle o trepados al lomo de una colina. Semejante torre cuadrada de la iglesia, iguales repiques, los mismos hombres enruanados que regresaban por la tarde de los campos o salían en el alba oscura. Trepar cuestas, bajar desfiladeros, cruzar ríos y quebradas, encogerse en el poncho para aguantar los chaparrones que caían como una carga del cielo, o soportar el sol sobre los hombros como una carga cada vez más pesada. A peso la legua, a cuatro pesos por día. Cambiando de monturas y arrieros en cada trecho.
¿Cómo se llamaba el pueblo?, ¿Qué siembran por allí?, ¿Hay escuela?. Generalmente no la había. En alguna sala triste una vieja reseca cantaleteaba su lectura deletreada. Allí podría quedarse y ponerse a enseñar. Claro que de otra manera muy distinta.
Pero al día siguiente ya se le había quitado el cansancio. Amanecía preguntando por la próxima jornada. “¿Seis leguas?. ¡Es mucho!. Más cerca había una venta donde se podía parar.
Ya debía haber entrado en la Nueva Granada. No había marca precisa, ni puerta. Era un mismo país que cambiaba apenas. Gentes que podían estar de un lado para otro. La única diferencia era si estaban arriba o si estaban abajo. Gente de tierra fría o caliente. De ruana o de pechuga abierta. Y tanto que se había peleado por poner la raya más allá o más acá. Como si con eso fueran a cambiar en algo. Habían peleado por el Rey o por Bolívar. Con sus machetes y sus trabucos en las emboscadas de los desfiladeros. Por Flores o por Obando. En las pulperías de las aldeas se les veía en pequeños grupos al borde del mostrador. Callaban cuando entraba el forastero. Miraban de reojo por debajo del ala del sombrero torcido. El cuchillo a la cintura. Mascaban tabaco de rollo y lanzaban escupitajos negros que estallaban en la tierra pisada. Era inútil preguntarles si eran del Ecuador o del Nuevo Reino, quiteños o reinosos.
No le entendían bien. Eran gente de un jefe local, del general tal que dependía del general cual, que seguían las disposiciones de un caudillo, que alguna vez dio una pelea cerca o lejos. Y era con eso que requerían hacer Repúblicas los leguleyos de Quito y de Bogotá.
¿Cuánto faltaba para llegar a Santafé?. Todo el sur, todo Pasto, el Cauca, Neiva, nudos y nudos de montañas cada vez más altas, trochas culebreadas que iban y venían con su raya seca por las cuestas barrancosas. Atajos de chasqui, de la guerrilla y del bandolero. Del encabronado y del aparecido. Cada cruz de palo, erguida sobre el montón de piedras, marcaba la agonía de una mala muerte. Los asesinos habían salido de la montaña y se habían vuelto a perder en ella. En las pulperías todos sabían todo y nadie sabía nada. Cada pasajero se persignaba y lanzaba su pedrusco.
Cuando llegó a Túquerres ya llevaba semanas de viaje. Faltaban otras tantas para Bogotá. Sería bueno tomar un tiempo para descansar. Manuela Gómez venía quejumbrosa de fatiga y males.
Algunos supieron quién había llegado. Vinieron de visita a la posada. ¿Qué iba a hacer a Bogotá? Formar hombres, poner escuelas, trabajar. El gobernador, el Coronel Anselmo Pineda, se hizo asiduo visitante. ¿Por qué no se quedaba un tiempo allí y dejaba organizada la enseñanza?
“Aquí hace más falta un hombre como usted, Don Simón, que en Bogotá”. Le ofrecían una casa, asignación, alumnos. Esperaban de él milagros. Sonreía entre escéptico y complacido. Lo veían como santo de procesión, que pasa un momento y a quien se aprovecha de pedir lo imposible. La lluvia, la salud, el saber, el progreso. Lo único es que la inerte imagen de las andas no reflexiona y él sí. ¿Cómo decir que no a tanta suplica, a tanta esperanza desatada puesta en él?
Le escribió, al fin, Pepe París que lo aguardaba en Santa Fe. Así también tendría tiempo de que Manuela se repusiera.
“Amigo: en mi última del 8 de diciembre del año próximo pasado prometí a usted estar en Santa Fe a principios de marzo, de este año, pero el hombre propone y Dios dispone, porque no se cae la hoja del árbol sin su voluntad. Diciendo esto estamos, y pretendiendo que se haga la nuestra, Rogamos, suplicamos, nos valemos de empeños, porque no podemos mandar, y cuando queremos, porque podemos, hacer algo, decimos: Hágase la voluntad de Dios”.
Pepe París iría a pensar que se había metido ahora a predicador de cuaresma. Cambió de tono y de tema.
El Coronel Pineda había recorrido su gobernación llevando la noticia de que don Simón había llegado y estaba dispuesto a regentar una escuela. Siquiera por unos meses. Regresó con 300 pesos para muebles y con la promesa firme de que vendrían hasta 30 jóvenes a Túquerres a aprender por los nuevos métodos, algunos eran ya maestros de escuela. Venía también el clérigo coadjutor de un cuarto, que dejaba la mitad de su sueldo a otro para venir a aprender.
Lo conmovía aquella fe ciega en lo que él podría enseñarles. “Recuérdese Usted de Santa Fe antes de la independencia, le escriba a París, imagínese lo que debe ser un país como éste y vea la importancia de un hombre de ideas, puesto entre los que carecen de ellas”.
En la soledad desamparada de aquellas provincias en el olvido y sin recursos se veía como el tambor que llamaba a los reclutas “para que el sargento los instruya”. El remoto recuerdo le devolvía las imágenes del catecismo que aprendió de los frailes de las Mercedes. Podía ser también como el buen pastor que iba por el campo a recoger las ovejas descarriadas para traerlas al aprisco y salvarlas.
No pensaba hacer sino un alto. El tiempo necesario para preparar aquellos jóvenes en su método de enseñanza. Sin embargo, sería bueno que Pepe París, que tanta influencia tenía en el Gobierno lograra que aquellas dos provincias perdidas en Túquerres y Barbacoas se transformaran en cantones de Pasto; que el Congreso, por fin convirtiera en ley su vieja idea de una contribución de un real por habitante para sufragar el gasto de la enseñanza. Pineda iba a marchar a Bogotá con un memorial sobre estos asuntos.
“En ninguno de los dos encargos se descubre que su interés que me toque. Ambos son puramente sociales. No pretendo la Gobernación de Túquerres ni la de Barbacoas, ni ser maestro de ninguna escuela. Ni enseñar privadamente quiero, aunque he pasado mi vida enseñando”.
“Ya estoy cansado de verme despreciar por mis paisanos. Abogaré, sí, por la primera enseñanza, como lo he hecho siempre, porque mi patria es el mundo y todos los hombres mis compañeros de infortunio”.
Cuando estuvo sólo cayó en una desolada congoja. ¿Para dónde iba a ir? A Santa Fe, a reemprender lo mismo. Algunos le habían asomado que podría volver a Caracas. Sería horrible. Después de 50 años de ausencia a quién iba a encontrar. Ruinas de terremoto, descalabros de guerra, memorias de cementerio. Llegarse hasta Pasto. O regresar a Quito.
Se había enredado en Túquerres. Era su sino enredarse en cada lugar. Con la escuela que no funcionaba, el protector que no cumple, el negocio nunca concluido, las remesas de papel escritas sin hallar impresor.
No resultó nada. La escuela no pudo sostenerse tampoco. Se marchó a Pasto con Manuela sin reponerse. Ya el presidente no era Mosquera. Ahora venía a gobernar Hilario López, compañero de Obando, enemigo de Bolívar y de Sucre. Toda disponibilidad del lado de Bogotá quedaba cerrada.
Manuela volvió a recaer. No se iba a salvar la pobre mujer sumisa y atareada. Poca gente lo acompañó al entierro. Sus dos mujeres habían entregado a la tierra de la Nueva Granada. La primera cuando salía de Santafé lleno de esperanza en busca del Libertador. La otra, ahora, en aquel largo y duro camino de regreso. No le quedaba sino Cocho. Distraído, alejado, indiferente.
En Bogotá, el Coronel Pineda había lanzado la iniciativa de una colecta para favorecerlo. Debía sonrojarse o enorgullecerse de lo que decía aquel papel. Ya ninguna humillación podía alcanzarlo. Era a los otros, a los endurecidos, a quienes aquella afrenta debería arder algún día sin remisión.
Decía la circular del Coronel Pineda: “Muy señor mío. Un sentimiento de patriotismo y gratitud nacional me compele a ocupar la atención de usted con el negocio siguiente: El señor Simón Rodríguez, maestro del ilustre Libertador de Colombia, se halla actualmente en Pasto en la situación más penosa”. Seguían los detalles del fracaso de la escuela y del estado miserable en que se hallaba. “Con el fin de proporcionar lo necesario se ha abierto en esta ciudad una suscripción, se recauda el presbítero doctor Pedro A. Torres, obispo nombrado de Cartagena”.
Como un relámpago inesperado, a renglón seguido aparecían aquellas otras palabras iluminadas: “¡Oh mi maestro! ¡Oh mi amigo! ¡Oh mi Robinson! De nuevo estaba recibiendo la carta de Bolívar.
Tal vez sólo por esas invocaciones de conjuro lo irían a recordar ¿Quién se iba a acordar de los demás? De lo que quedaba en aquellos cajones de carga de recuas.
¿Quién lo llamaba? ¿Quién lo esperaba? ¿Dónde? Con el dinero de la limosna, maltratados pesos, calderilla tuerta, cobre verdoso, y unas cuantas piezas de oro con la efigie borrosa de reyes de otros días, emprendió el camino. De nuevo hacia el Sur, Ipiales, Ibarra. Largas paradas en las posadas. Lento, vagabundeando por caminos solitarios sin querer llegar, hacia Quito.
Pero su encomiable vida bien vale la pena ser seguida no sólo por la aureola de sigilo y sabiduría que la circunda sino por los revolucionarios aportes que hizo a la educación escolar y pública.
El “maestro” legendario había nacido en Caracas en 1769, así que ya era cuasi octogenario cuando vino a las frías altiplanicies meridionales de Colombia.
Nació expósito en la casa del cura Carreño, en Caracas, el que le dio su primer apellido; el santoral le dio el nombre que condicionalmente lo uniría por ello también con el más glorioso de sus discípulos.
La casa cural era contigua a la de don Bartolomé Bello, padre de Andrés, menor de 12 años que el maestro y mayor 2 años del Libertador. Tres caraqueños, tres contemporáneos, tres improntas en la historia de América que constituyen, ciertamente el arca triclave de la independencia de América. Los tres murieron lejos de su patria.
En la vida cotidiana de la Colonia y hasta bien entrado nuestro siglo XX era preferible nacer expósito que hijo natural o de “dañado y punible ayuntamiento” (como lo redactó el propio Andrés Bello). Uslar Pietri, encumbrado escritor y político venezolano reconocido exponente del “boom latinoamericano”, que le consagró una apasionante novela-ensayo a su compatriota, revela que seguramente Carreño no era expósito pues que en la partida de nacimiento hay una tremebunda tachadura, que era donde debía decir el nombre de la madre natural. Se presumía que el expósito era hijo de una mujer de clase alta que, desde luego, no podía guardarlo y lo entregaba. Entrelineada está la palabra “expósito”. De modo que se ve un añadido posterior y probablemente no fue un expósito.
Años más tarde, con el descaro que lo caracterizaba para burlarse de sí mismo, le preguntaron si él había conocido a su padre, y dijo: “yo no conocí a mi padre, pero si conocí mucho a un cura muy amigo de mi madre.
Cuando tiene 22 años de edad ya lo sabemos director de la única escuela de Caracas, su pasión impenitente y a la que le consagró toda su vida. Allí es su alumno – SIMÓN BOLÍVAR — que, corridos treinta años, le entregaba bajo su responsabilidad los planes educativos de todo el continente.

Pero no era una pasión de aficionado sino de un verdadero pedagogo iluminado y filósofo. Desde finales del siglo XVIII proponía una reforma general de las escuelas con un plan escolar que aún hoy es válido. Pide una escuela democrática, pluralista, liberada de las discriminaciones retardatarias, elitistas, excluyentes. Los niños y niñas son su objetivo acariciado. Es decir, lo que proclaman las más exigentes constituciones contemporáneas, como la colombiana, que en su artículo 67 parece copiar el pensamiento de SIMÓN RODRÍGUEZ: “La educación es un derecho de la persona y un servicio público que tiene una función social: con ella se busca el acceso al conocimiento, a la ciencia, a la técnica, y a los demás bienes y valores de la cultura. El estado, la sociedad y la familia son responsables de la educación, que será obligatoria y gratuita…”.
Pero Rodríguez había ido mucho más allá hace 200 años: “Ha llegado el momento de enseñarles a los niños a vivir”, había dicho, en el entendido de enseñarles sociabilidad, solidaridad, auto – estima, en su condición de núcleos motores y modeladores de la sociedad. “Hay que colonizar al país con sus propios habitantes”, también predicó, porque para él América Latina estaba (y está) condenada a ser original, porque somos distintos y capaces de revolucionar nuestra cultura autóctona.
Lanza entonces un verdadero buscapiés contra los ateos y los iconoclastas latinizantes: “Más nos importa entender a un indio que a Ovidio”, dice como quien quiere enseñar que volvamos a nuestras raíces nutricias de la nacionalidad, la que siembra en la geografía indígena, con sus mil rostros y dialectos.
Lo que hoy pregonan con energía redentora Otto Morales o Germán Arciniegas, en punto de reivindicaciones indigenistas ya lo había reclamado con acento pedagógico SIMÓN RODRÍGUEZ. Pero para el caraqueño no es por la exuberancia tropical. Más que por los valles andinos o amazónicos, él se siente atraído por la belleza ascética de la nuda meseta de la que resulta fiel trasunto la fortaleza de espíritu y la sobriedad de sus moradores.
Por ello el indio es autóctono, es la misma tierra, “la personificación humana de esa entidad que siendo apenas un poco de limo, encierra el secreto de la vida”. Por esta razón la educación del indio debe sustentarse en el mejoramiento de su ambiente, lo cual interesa la distribución racional de las tierras y los medios más eficaces para su explotación.
En 1828 publica su opúsculo “Sociedades Americanas”, en el que decanta la vida política, económica y social de la América del Sur.
Detecta que la independencia está decretada pero no está fundada. Que tenemos posiblemente repúblicas pero que no tenemos republicanos. Por eso su propuesta salvadora es inevitable: la escuela para hacer ciudadanos que vivan en sociedad. Por eso no solamente hay que enseñarles ciencias y conocimientos sino es imperativo enseñarles a valerse por sí mismos porque al que no sabe cualquiera lo engaña, y al que no tiene cualquiera lo compra.
El estado debe preocuparse de los indios, de los cholos, de darles la posibilidad de que se eduquen, de que aprendan a trabajar con barro, con madera, con hierro, para que puedan valerse y sociabilizarse y solidarizarse, su idea-fuerza. Y para que puedan incorporarse útilmente a la economía social. Todo eso lo va a lograr la escuela que proyecta y que aún está por promoverse entre nosotros. Jorge Isaacs y Jorge Zalamea recogieron fervorosamente su legado pedagógico democrático.
El real desafío es procurar que los grandes avances en esta nueva etapa de la humanidad – lo que llamaremos cambio de era y no era de cambio –, no dejen por fuera a los más sensibles sectores de la sociedad. Ya sabemos que como antes lo fue la tierra y el capital, ahora quien tenga el conocimiento tendrá el poder. Por eso es tan importante que el conocimiento esté a disposición de todo el mundo.
Trotamundos que fue en sus ochenta y más años de peregrinaje supo de la legendaria Manuelita Sáenz a quien no conocía. A ella ya la habían cortejado Melville, Garibaldi, O’Leary, Carlos Holguín y el calumniador Ricardo Palma. Era conminatorio que Carreño la cumplimente.

Los dos personajes que pertenecían a la galería del pasado, evocaron apasionadamente la memoria del ya mítico Bolívar, que adoraron los dos en tan distintas circunstancias. El Libertador también los quiso porque entrambos le abrieron las avenidas del amor. El uno, por la aventura intelectual y bélica de soñar gobiernos utópicos; la otra, por el íntimo acercamiento de sus almas generosas y voluptuosas próximas al paroxismo terrenal gemelo de la felicidad eterna.
“Adiós Manuela, me marcho porque dos soledades no se hacen compañía”, le dijo el viejo roble en su postrera entrevista porque ya tenía comprometida otra donde no hay edades ni desdenes.
