HUGO ORTEGA, CARNAVAL Y FIESTA
Artífice del furor popular musical andino nariñense, heredero de una tradición musical ipialeña que se extiende allende las fronteras...
Por:
J. Mauricio Chaves-Bustos

“La vida sin música sería un error”, sentenció Nietzsche. Con seguridad lo dijo después de embriagarse con la música de sus preferencias, el Wagner inicial que tanto lo conmovió, y, porque no, con las músicas tradicionales alemanas o del norte de Italia, lugar donde encontró reposo a su atormentado cerebro que explotaba de ideas.
La cita nos conduce en este caso a lo popular; educados en una pretendida “modernidad”, hemos creído que las músicas clásicas han crecido ajenas a la influencia de las músicas que se dan en las veredas, donde al son de verbenas y carnavales surge una inmensa inspiración tónica, cuando lo que hacen éstas es recoger el alma popular para llevarle a otros planos y a otros escenarios, pero el sustrato original está ahí, en la calle, en el campo, en el lugar donde las sensaciones flotan naturalmente.
Lo clásico y lo popular, por tanto, se entrelazan en expresiones que alimentan y recogen esa tradición; y dentro del sustrato latinoamericano, imposible no reconocer en los carnavales el escenario donde convergen diversas expresiones populares y que devienen en clásicas. En el sur de Colombia, imposible no hablar del carnaval de Negros y Blancos, que se juega en todos los municipios de la sierra nariñense y sus extensiones otrora coloniales, y de igual manera imposible no mencionar a la música como uno de esos elementos sustanciales, hasta el punto de que las tonadas que van apareciendo por las calles, se convierten en llamadas para salir a jugar el carnaval.
Entonces “El trompo sarandengue”, el “Pun quisindi”, “Pastusita dime por qué”, y muchos otros temas que silenciosamente entonan los asistentes al carnaval mientras pasan carrozas y murgas, acorde con la manera de ser, ya que el furor y el grito aparecen en otros escenarios, taciturnidad que se vuelca en altivez porque el carnaval lo permite. “Ay eche pa’ ya’, eche pa’ ca’ / Que la que se fue ya no vuelve”, que casi se musitaba, se vuelve grito cuando en plazas y parques suene el icónico tema que conquistó a los caleños, hasta el punto de haber sido el tema de su Feria en 1997, una expresión de los brazos cariñosos del sur que se extienden hasta la Sultana del Valle, a toda Colombia, a Ecuador y a Latinoamérica.
El artífice de este furor carnavalero y de fiesta es el maestro ipialeño Hugo Ortega, quien se ha convertido en un ícono del Sonsureño, expresión que aúna la tradición musical andina-pacífica-amazónica, de tal manera que ese sincretismo formó unas tonalidades que hoy cantan y encantan a los nariñenses de los andes.
A tal punto han llegado a popularizarse sus creaciones, que hoy es imposible considerar el carnaval o la fiesta sin uno de sus temas: en las calles, en las discotecas, en las tiendas y negocios, en las plazas y mercados, pero por sobre todo en la música que vuela y revolotea festiva por entre carrozas y murgas, entre quienes asisten infaltablemente a ese carnaval sureño.
Hugo Ortega, el artífice del furor popular musical andino nariñense, es heredero de una tradición musical ipialeña que se extiende allende las fronteras, ya que su padre y sus ancestros integraron tríos y grupos musicales que hoy son una verdadera leyenda en el suroccidente colombiano. No sin razón se dice que pastuso -entendido en el contexto amplio del término comprendido como los herederos del pueblo Pasto- que no toque hace guitarras, sobre todo en ese Ipiales donde la mirada se eleva para apreciar las Nubes Verdes que divisó el ilustre proscrito ecuatoriano Juan Montalvo y que cantó extasiado el poeta Florentino Bustos, ahí los albazos y los sanjuanitos evocan la heredad compartida con los hermanos del Ecuador, pero también el currulao y el bambuco viejo que llegó con el compartir perpetuo en los caminos que conducen de ida y vuelta de los Andes al encantado Pacífico, y también la salsa y los sonidos tropicales que cruzan la patria de un océano a otro, de una cordillera a otra, de una llanura que termina por besar a los Andes en Sucumbíos.
Lo importante, en este caso, es que hay un oído atento a esas tradiciones y a esas influencias.
Hugo Ortega, como un faro en tierra que divisa esa amalgama de ritmos, las recoge y fortalece lo propio con las influencias que llegan a una tierra de frontera, donde el otro no es ajeno sino que se vuelca en oportunidad de aprendizaje y en espacio para la amistad expresada en calurosa atención. No sin razón su música se escucha en escenarios tan diversos, quizá por que ahí se asienta una tonada que alienta al forastero o que alimenta la llama viva de lo propio.
Su música recoge la tradición sureña, se alimenta de los recuerdos de su infancia y de su juventud, de la vivencia posible entonces en las calles y parques ipialeños, de los juegos conque se entretenía la niñez, ahora vertida su mirada en la tablet; de los amores reales venciendo el miedo para poder hablarle a la pretendiente o dedicar un tema en la emisora local, hoy copado por la virtualidad donde la realidad no es más que una quimera; de una cotidianidad que se vuelve arte ante su mirada estética. Se asienta en su música una tradición que permanece, pero también una apertura a lo nuevo, no como posibilidad de mera permanencia, sino más bien de apertura constante en un mundo cambiante.
Quizá por ello su música es intergeneracional, la tararea el abuelo junto al nieto, el joven y la madre, porque recoge una experiencia que busca también ser constancia.
Su producción musical es ya amplia y extensa, los premios y los reconocimientos muchísimos, sin embargo creemos que es el aplauso popular su mayor logro, cuando junto con la pintica o el talco viene una tonada suya. Ahí, en el alma popular está su doctorado, ahí los principales laureles y pergaminos, cuando cada diciembre se abre con la infaltable pólvora y en los altoparlantes de las calles con uno de sus temas, cuando el carnaval se vuelve anunciar con una de sus tonadas. Es que el maestro Hugo Ortega es sinónimo de carnaval y fiesta.