Por:
Jorge Luis Piedrahita Pazmiño

No es desconocido en nuestras provincias el nombre de Enrique Santos Molano vinculado indisolublemente con el del Precursor Antonio Nariño dada su proeza adolescente de desentrañar las vicisitudes que sufrió en su larga y castigada parábola de bautista predicando en el desierto.

Con Isidoro Medina en exploración inestimable rehicieron la misma ruta de la desesperación y la caída, cuando en Pasto se entreveró en las redes aterradoras de la vengativa corona. Así lo declara la tersa narrativa: “… A fin de permitir algún descanso a sus soldados Nariño detuvo su marcha en El Calvario y allí hubo de enfrentarse al primer ataque de las montoneras pastusas, que fueron rechazadas, después de un denodado combate a la bayoneta con los Granaderos de Cundinamarca. La belicosidad de los atacantes le indicó al general granadino que la ciudad no se rendiría sin combatir y ordenó a sus tropas, por tanto, forzar las entradas. Como los soldados estaban empapados por la lluvia y hambrientos les dijo en el momento de la partida: ‘Muchachos, a comer pan fresco a Pasto, que es muy bueno’. En la mañana del 10 de mayo llegó Nariño a la altura de El Calvario, en el Ejido de Pasto, y desde allí pudo contemplar la ciudad, situada en el fondo de un valle radiante, rodeado de colinas amenas y una corona de pueblecillos blancos, que emergen de entre los campos de trigo, avena y alfalfa.
… Cuando las primeras patrullas republicanas se internaron en los arrabales de Pasto fueron recibidas con un intenso fuego de fusilería que partía de todas las casas y la resistencia creció en la medida en que las tropas trataban de abrirse paso hacia el centro de la ciudad”.
Pronto se generalizó el combate y Nariño hubo de enfrentarse a la singular entereza de un pueblo unánimemente resuelto a no entregarse sin combatir. Todo este fue el itinerario de su vencimiento recreado con tanta sensibilidad y entereza por Santos Molano e Isidoro, que se estremecieron nuevamente con expedición tan entrañable…
Después de trece lúgubres meses fue remitido por el antiguo camino real que saliendo de Pasto avanza por Funes, Iles, por los aposentos de Gualmatán y enjunio de 1815 atravesó por Ipiales la comitiva de 300 alguaciles que conducían al infortunado presidente del Estado de Cundinamarca, general Antonio Nariño hacia Guayaquil. El Callao, Cabo de Hornos y por ahí a la fatídica cárcel de La Carraca, a su lúgubre cita con el agónico Miranda, el otro Precursor.

Dice emocionado Santos Molano que el infausto resultado de la campaña al sur le impidió a Nariño ser el temprano Libertador de la Nueva Granada anticipando y reemplazando al propio Libertador Simón Bolívar, que por fuerza de los hechos no hubiera necesitado desplazarse a Bomboná ni a Pasto, a enemistarse con nuestros bisabuelos pastusos, que eso él no lo quiso nunca. Sólo la derrota, detención y posterior extradición del presidente de Cundinamarca, Antonio Nariño, a las lúgubres mazmorras de la metrópoli opresora, en 1815, obligó a Bolìvar, como Penélope, a re-construir la marcha para luchar por la libertad del sur del continente desde el sorprendente y resistente Valle de Atriz.
Así lo han reiterado las cálidas y verosímiles biografías que han escrito sobre el Precursor historiadores tan linajudos como Soledad Acosta de Samper, Antonio Bejarano, Indalecio Lièvano Aguirre, Jorge Ricardo Vejarano, Eduardo Ruíz Martínez y Roberto Liévano, que su libro “La conjuración septembrina y oensayos”, así lo admite explícitamente Rodrigo Llano Isaza, inequívoco: “Si no hubiera sido por la traición de las tropas antioqueñas en los ejidos de Pasto, Antonio Nariño habría sido el Libertador de Colombia y la historia se habría escrito muy distinto”.
Igualmente, Edgar y Julián Bastidas Urresty, Carlos Bastidas Padilla, José María Obando Garrido, Sergio Elías Ortiz, Segovia y Alberto Montezuma Hurtado entre los nuestros. Pero el más perseverante y legitimado ha sido Santos Molano.
Conmigo, ha sido generoso y estimulante como cuando al recibir una copia de “El Derecho a la Ciudad”, mi primer logro editorial, no tuvo desánimo ni egoísmo para elogiarlo inmediatamente en su columna de El Tiempo. Así mismo, cuando me atreví entusiasmado con sus trabajos a esbozar y atisbar su biografía, me mandó un billete -como se decía en el mejor castellano: “Mil gracias, mi apreciado y admirado Jorge Luis. Estupendo y exhaustivo artículo, que de verdad me enaltece y llena de orgullo”. Cuando le pedí un prólogo para mi trabajo sobre el proceso de 1810, escribió que era “una de las reflexiones más completas e interesantes que se han hecho sobre el Bicentenario de nuestra Independencia”.
En orilla de sus espléndidos ochenta años, el Maestro Enrique Santos Molano continúa su inimitable magisterio de incitador y arqueólogo de la historia colombiana, como lo fue Teodoro Momsem, autor de la monumental “Historia de Roma” y por ello mismo Premio Nobel.
La investigación y la docencia han sido las divisas de su admirable y abultada profesión que él ha enaltecido abrumadoramente dado su rigor científico y su legibilidad genética, que permite sumergirse en su narrativa como si dijéramos lectura periodística.
Docente también es quien investiga y divulga para sus contemporáneos los ingentes y los canijos conflictos sociales y económicos. En esa cátedra se ha posado Enrique Santos Molano y la administra con generosidad y ventaja.
No se ha ponderado lo suficiente la más que meritoria contribución que viene haciendo Santos Molano desde hace más de sesenta años, investigando y divulgando los alcances de los acontecimientos históricos. Sólo un espíritu tan refinado y desprendido como el suyo, ha captado que en su abnegado trabajo de bibliotecas y archivos descansa más que en ningún otro escenario la verdadera mística y magisterio del educador de generaciones enteras.

Legendarias son ya sus “Memorias Fantásticas”, que las descifró un muchacho de 25 años y le permitió abrir la caja de pandora que aún no se cierra ante sus ojos sedientos y que ofrecen las vicisitudes y fatigas de la vida castigada del Precursor. Investigó también sobre la amputación de Panamá; en más de 1.500 folios comprobó el asesinato -que no suicidio- de José Asunción Silva; igualmente, sobre el de Gaitán, hasta recomponer “al pie de la letra” el ahínco y los desvelos lingüísticos de Rufino José Cuervo.
De su más reciente alumbramiento que tiene que ver con las grandes conspiraciones en la historia de Colombia, se puede decir que se trata de una de las más provocativas y completas investigaciones e interpretaciones de aquellos inusitados episodios, marginales o deliberadamente olvidados por el capricho de los analistas ortodoxos, y que en la pluma de Santos Molano adquieren relevancia e influencia contundentes.
De los doscientos largos años examinados, de coloniaje, real audiencia, virreinato, independencia y república, el autor rescata insurrecciones totalmente inéditas que a la mayoría de historiadores pasaron inadvertidas o por lo menos no les merecieron la dedicación y la trascendencia que les reconoce Santos Molano.
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Cuando la Real Audiencia (1550-1718), con la cual se inauguró nuestro Derecho Público y de cuyo influjo se dijo que se obedece, pero no se cumple, el autor examina la presidencia de Francisco Meneses Bravo de Saravia (1711- 1717), que vino con la misión de meter en cintura a los Oidores, acusados desde el principio de las edades de “tiranos, corruptos, ladrones y bellacos”. Se relata su casi que inmediato enfrentamiento con “su Ilustrísima”, por el curato de Siachoque, duelo que el presidente perdió por lo que sufrió severa reprimenda del rey Felipe V. De todos modos, el arzobispo falleció a finales de 1714, “y con su muerte Meneses se vio arrastrado a una sucesión de acontecimientos estrafalarios que dieron origen al primer golpe de Estado que se fraguó en la historia de Colombia”.

Surge aquí la felonía de los Oidores, en nombre de la Real Audiencia, que era la que administraba justicia (además que ostentaba el gobierno y hacía las leyes porque para ese entonces no se conocía la separación de poderes), que defenestraron al presidente Meneses, fulminándolo de infamias y enviándolo preso a Cartagena de donde sólo lo salvó la intervención del Obispo Antonio María Casiani.
Primer golpe de Estado, sólo que fallido pues los Oidores de la Real Audiencia –“garnachas”, llamábanlos- fueron detenidos y Meneses restituido. Ya en el puerto de Cartagena no regresó a Santafé, pero de todas maneras recomendó a la Corte la creación del primer Virreinato (1717- 1723), que agregaba a la Nueva Granada los territorios de la Presidencia de Quito y la Capitanía de Venezuela.
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El libro es fecundo en descubrir acontecimientos insólitos de la patria como cuando nos informa que Francisco Miranda, vía Virrey Ezpeleta, remitió al precursor Antonio Nariño la Historia de la Revolución Francesa de 1789, que traía la explosiva Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de septiembre de 1793, que fue el año del guillotinazo de las testas coronadas borbónicas al cesto de la revolución, traducción que le costó seis años de presidio a Nariño, e irónicamente, ninguna reconvención al Virrey que igualmente estaba conspirativamente comprometido.
Del Hombre y del Ciudadano, insiste Santos Molano, categoría humanista iconoclasta que echaba por tierra los conceptos de vasallo y súbdito e inauguraba una nueva era en el derecho público. Gobierno de leyes y no de hombres, como se empezaría a proclamar en memoriales y tribunas.
Miranda, Nariño, Pedro Fermín de Vargas, surgen precursores de las ideas independentistas y el relato; de sus peripecias y vicisitudes sustancian toda la antesala de nuestro 20 de julio, que definitivamente era imposible sin la espectacular destitución de los reyes de España por parte de Napoleón.
El 25 de mayo de 1809 se da el primer grito de independencia en Charcas, Alto Perú (hoy Bolivia) y se crea la Junta Patriota de Chuquisaca.
Al precursor Antonio Nariño le tocó vérselas con el canónigo Andrés Rosillo, magistral de la Catedral, que lo que proponía era coronar al Virrey para inaugurar una monarquía constitucional. En el debate de tan necia propuesta se fueron los primeros esfuerzos que resultaron infructuosos. Lo único que se obtuvo finalmente fue la detención del Precursor el 23 de noviembre y su envío a las mazmorras de Cartagena. Al canónigo también lo capturaron y lo encerraron en el Convento de La Capuchina. Pero esta pareja no estuvo sola en los conatos revolucionarios. Toda la capital estaba madura para la revuelta, más todavía cuando las autoridades fusilaron en Casanarea a los jóvenes José María Rosillo (sobrino) y Vicente Cadena. “La muerte abrupta de los cuasi imberbes Rosillo y Cadena generó tal ola de indignación, que las autoridades de Santafé no se atrevieron a exhibir en la plaza pública las cabezas de los muchachos y el Virrey tuvo que poner en alerta las tropas comandadas por Juan Sàmano”.
Los dirigentes bogotanos, a diferencia de los quiteñoso, los caraqueños, eran prudentes, casi que timoratos, dice el autor. Estaban hechos de la pasta de seres que necesitaban un pretexto para declarar la independencia, pretexto que encontraron en la visita de los comisionados regios Villavicencio y Montúfar por lo que –sentencia el autor- “lo del 20 de julio no fue un suceso espontáneo o imprevisto”. Nosotros habíamos jurado que si no es por José María Carbonell y sus chusmas envalentonadas no hubiéramos tenido veinte de julio, ni cabildo abierto, ni detención del virrey, ni acta de reconocimiento al rey “siempre que venga a reinar entre nosotros”.
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El siguiente capítulo tiene que ver con el suficientemente célebre, don Jorge Miguel Lozano de Peralta, o autodenominado Marqués de San Jorge y su protagonismo en aquellas fechas de turbulenta oleada insurreccional, que entre nosotros tuvo su pico más alto en el nororiente, a mediados de 1781, pero que igual se produjo entre los incas de Perú y del Alto Perú, amén de otros activos núcleos de conspiradores criollos, mestizos e indígenas, instigada inclusive por la Gran Bretaña, que tuvo turbia participación en estas rebeliones.
Pero no era solamente el odioso sistema tributario el que distanciaba a los criollos con los peninsulares pura sangre: “El núcleo conspirador de Santafé asentó su propósito independentista en la idea de que los criollos no eran españoles sino americanos, pero por fuera del núcleo americanista, necesariamente reducido por razones de seguridad, había muchos criollos que se consideraban más españoles que los españoles mismos”. Este núcleo recibió el definitivo impulso del médico y botánico José Celestino Mutis, llegado en 1761 en la comitiva del virrey Messía de la Zerda. (Solo en 1772 y por precaución, tomó los hábitos).
Pertenecía a la corriente liberal ilustrada y masónica, que consideraba obsoletas las ideas absolutistas y propiciaba la autonomía de las colonias. Coadyuvó también la expulsión de los jesuitas, decretada en 1767, por Carlos III, ejecutada por el fiscal de la Real Audiencia Francisco Antonio Moreno y Escandón, criollo de Mariquita, que aprovechó para decomisar la imprenta y la biblioteca de catorce mil tomos y se vinculó al grupo conspirador.

Para el sabio Mutis y el fiscal Moreno era imperativo imponer una reforma educativa laica y científica que inoculara sobre todo en los jóvenes el espíritu libertario. Todo se derrumbó en 1779 cuando el fatal binomio Caballero y Góngora – Gutiérrez de Piñeres derogó patibulariamente los avances. No obstante, las ideas insurgentes eran ya semilla floreciente, que prendió en todas las provincias, particularmente, en el distrito de El Socorro y los poblados de Guanentá, San Gil, Mogotes, Vélez, Charalá, en donde ejercía influencia Manuel Mutis, hermano de José Celestino. Eran las preliminares de la formidable revuelta que encabezaría José Antonio Galán. Pero todavía faltaban tres años, así que en el entretanto Galán sufriría condena de destierro en Cartagena. “El rebelde charaleño les informó a sus amigos de Santafé que el terreno estaba abonado por los impuestos del regente Gutiérrez de Piñeres para una rebelión masiva contra la corona, o por lo menos, contra las autoridades del virreinato”.
En Cartagena, Galán se hizo cabo de los ejércitos reales. Se escapó y a los cinco meses regresó a Charalá a animar la revuelta, que él creía era contra la monarquía, pero que era sólo contra los impuestos. El optimismo de Galán contagió a los criollos de Santafé, que “empezaron su conspiración para deponer a las autoridades españolas y asumir ellos el mando, convencidos de que tendrían el respaldo de varios miles de habitantes de la provincia de Tunja, quienes al mando de José Antonio Galán, marcharían sobre Cartagena una vez dominada la Capital”. Todo conducirá al triunfo en Puente Real, el 8 de mayo, que llenó de pánico a los realistas, menos al arzobispo que concurrió a Zipaquirá.
El visitador Gutiérrez de Piñeres emprendió la fuga, mientras Juan Francisco Berbeo, supremo de los comuneros, acomete la más pérfida y proditoria acción en contra del pueblo amotinado. “Caballero y Góngora incitó a Berbeo a que concurrieran a Zipaquirá como capitanes por Santafé los tres personajes que el propio Berbeo le había revelado al arzobispo como cómplices, y posiblemente jefes máximos de la conspiración criolla contra la corona: el regente del tribunal de cuentas, don Francisco de Vergara; el antiguo alférez real y ex marqués de San Jorge, don Jorge Miguel Lozano de Peralta, y don Ignacio de Arce. Con este ardid el arzobispo mató dos pájaros de un tiro: desenmascaró a los conspiradores principales y encontró la fórmula de apaciguar a los comuneros más belicosos”.
El 3 de junio estuvieron en Zipaquirá el Marqués y Vergara, vitoreados por más de diez mil amotinados como capitanes del común. Los comuneros pretendían el cambio revolucionario de las estructuras sociales y económicas del tambaleante Virreinato. Los flamantes capitanes buscaban apenas la derogatoria de los impuestos. El gran ausente era José Antonio Galán, que porfiaba por poner en pie de guerra a las provincias. El arzobispo recibió las capitulaciones que sustanciaron en Santafé y el 8 de junio las firmó con Berbeo ante la multitud confiada y finalmente traicionada. El 9, el multitudinario movimiento comunero se disolvió. Los delegatarios regresaron a la capital para tomarse o recibir el poder, pero era a Su Ilustrísima al que le cabía ese privilegio.
Los conspiradores primero fueron espiados, y en la madrugada del 14 abaleados, cuando avanzaban por la carrera séptima hacia la Plaza Mayor. Los demás fueron encarcelados y desterrados, como el célebre Marqués, que murió en las mazmorras de Bocachica ocho años después.
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También el crimen de Berruecos del 4 de junio de 1830, que fulminó la vida atribulada del Mariscal de Ayacucho, pudiera ser tenido como gran conspiración toda vez que en su entramado y ejecución estuvo comprometido el santanderismo, en llave con Juan José Flores, jefe supremo de Ecuador y “pirata internacional”, según lo llamó Germán Cavelier, que determinó que para esa misma época el departamento del Sur se separara definitivamente de la Gran Colombia. Se supo que Bolívar había hecho un encargo secreto al Mariscal ante el sombrío Flores, que tenía que ver con la integridad territorial, gestión que no convenía al nuevo dictador ecuatoriano ni tampoco a los santanderistas, como lo comprueba Santos Molano. Mauricio Vargas Linares, apunta también en esa dirección, en su afamado trabajo sobre “El Mariscal que vivió de prisa”.
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José Sardá, Mariano París y José María Serna, fueron señalados como los principales cabecillas de la conspiración contra Santander en 1833, cuando éste se encargó del gobierno y fue acusado de los mayores y más escandalosos daños a la democracia neogranadina, que los que él y su camarilla imputaban a Bolívar. La historia como implacable péndulo. Santander fue conspirador en 1812 contra el presidente AntonioNariño y en 1828 contra el Libertador, amén de que Bolívar tuvo que disciplinarlo también en Cúcuta, en 1813, cuando se le insubordinó y se pasó a órdenes de Manuel Castillo.
A pesar de que los turiferarios del régimen reclamaron la pena de muerte para todos los 46 implicados, la verdad es que no se trató de una verdadera conspiración sino de un conato. El autor establece el paralelo con la conspiración, esa sí consumada en contra del Libertador, que suscitó el inmediato indulto de la egregia víctima.
La particularidad de esta saña contra los presuntos conjurados fue que se trataba de los mismos que habían participado activamente en el desagravio al Libertador la mañana siguiente a la noche septembrina. Mariano París, opositor implacable de Santander, fue asesinado el 29 de junio, y el autor desliza la acusación de que bien pudo suceder que el propio presidente hubiera dado la orden secreta de eliminarlo, aplicándole la ley de fuga. Recuérdese que París era un notable bogotano muy cercano a Bolívar, especialmente después del atentado septembrino.
Santos Molano cita extensa y explícitamente las acaloradas acusaciones que hizo el abogado Eladio Urisarri sobre el crimen contra el general José Sardá.
Una réplica de lo que había sucedido en Pasto años atrás (1823) cuando Juan José Flores se deshizo de Estanislao Merchancano (el segundo de Agualongo) por conducto de un sargento español de apellido Vela.
Las muertes alevosas de Mariano París, José Sardá y Manuel Anguiano, como la masacre de los 17 implicados en el conato de conspiración del 23 de julio, tuvieron por consecuencia que en las elecciones presidenciales de 1837, el candidato del general Santander fuera derrotado.
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Uno de los capítulos más apasionantes y reveladores tiene que ver con los antecedentes de la revolución que protagonizaron los artesanos el 17 de abril de 1854, revolución que los llevó al poder fugazmente.
En el subsuelo de este episodio yacía el debate a muerte entre librecambistas y proteccionistas. Es decir, entre gólgotas y draconianos. O lo que es lo mismo, entre la oligarquía y el pueblo. Por aquellas calendas los partidos se calificaban de progresistas o de retrógrados, teniendo en cuenta si eran amigos de la libertad de comercio o abogaban por una sana barrera proteccionista que defendiera a los artesanos de las garras de lo que hoy se llama capitalismo salvaje o neoliberalismo.
Paradójicamente, los gobiernos de Márquez (1837-41) y Herrán (1841-45) a fuer de anti- santanderistas eran proteccionistas.
Los ministros plenipotenciarios de Estados Unidos y Gran Bretaña urgieron al gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera a suprimir el proteccionismo “retrogrado” y a implantar en la Nueva Granada el sano librecambismo progresista.
El oro fue el primer metal que se exportó libremente. Y no era para intercambiarlo por oro europeo sino por mercancía de importación, lo que los artesanos rechazaron y propugnaron para que no se rebajaran los derechos de importación de muebles, vestuario, calzado y todo lo producido por la incipiente industria nacional.
El acucioso abogado santandereano y eminente constitucionalista, uno de los pioneros en todo el Continente, Florentino González, fue nombrado secretario de Hacienda en septiembre de 1846 y no demoró en suscribir el Tratado de Libre Comercio, Paz y Amistad con Estados Unidos. “En algunas cláusulas de ese tratado, dice el autor- se encuentra el germen de la futura pérdida del istmo de Panamá”. (Ver: Política Internacional de Colombia, de Cavelier).

Ahora mismo, publicados por la Universidad Industrial de Santander, Otto Morales Benítez ha divulgado dos robustos tomos que así también lo comprueban.
Acto seguido, vinieron las leyes que dieron muerte a la industria local. Los escribas del neoliberalismo, antaño como hogaño, saben que su popularidad es para los carteles del poder económico y político, cumplidos comerciantes, magnates industriales y financieros, pero que es demoledor para los pequeños industriales que los empobrece y arruina.
En 1848, ciertamente un fantasma revolucionario recorrió Europa, del que hablaron Marx y Engels. Pero no devino en la asunción del poder por las clases trabajadoras. En el único país del mundo que se dio, y seis años más tarde, fue en nuestra Nueva Granada. “El 17 de abril de 1854, los trabajadores neogranadinos dieron un golpe revolucionario, desalojaron a la oligarquía dominante y se tomaron el poder. Lo conservarían por ocho meses turbulentos y fascinadores”.
Y aquí se abre el pasmoso relato que hace Santos Molano desde la fundación de la Sociedad Democrática de Artesanos, en 1847, el rompimiento con el gobierno de Mosquera, la irrupción de los liberales moderados, los liberales librecambistas (gólgotas o radicales) y los liberales draconianos. (Los gólgotas y los draconianos finalmente se conocerán como liberales). Hasta la discutida elección de José Hilario López, en agosto de 1848. El autor rectifica a los que señalan a Ezequiel Rojas como fundador del partido liberal.
