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UN ROSTRO DETRÁS DEL VENTANAL

(CUENTO INÉDITO)

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Por:

Graciela Sánchez Narváez

 

Graciela Sánchez Narváez

 

Después del algunos artículos literarios, sociales, políticos y críticos, publicados en el periódico “La noticia sin fronteras” y en la Revista Tdn (Testimonio de Nariño), se puede decir que han circulado en las redes, ideas que abarcan lo grande y lo pequeño, en una intimidad que, no solo surge del inconsciente de la persona que escribe, sino de alguien que lee al otro ontológicamente, por eso corresponden a imágenes que se captan en la observación  puntual de una realidad existencial, cuyo producto es  la inmensidad de la imagen Literaria. Los dejo con el cuento de mi autoría:

 

Un rostro detrás del ventanal

(Cuento inédito)

 

 

… desde este árbol ubicado en la casa que hoy habito, observo con los binóculos que me regaló mi padre, el edificio de enfrente, pues la distancia real son sólo tres cuadras, pero con los catalejos, parece que lo tocara. Recorro cada uno de los grandes ventanales hasta que, en el octavo y último apartamento, descubro el perfil de una mujer regando las flores del balcón, pero no puedo ver su rostro; por más que acerco el lente, no lo distingo. Se encuentra detrás de la ventana, cubierto por la enredadera que se descuelga hermosa desde el balcón.

Este árbol es también mi casa. Todos los días a distintas horas subo para encontrar la cara de la mujer que persigo, pero solo veo una silueta con la mano delicada que sostiene una regadera.

Nunca abandoné mi árbol. Desde aquí, cuando apenas declina el día, observo las estrellas que nacen, brillan y desparecen cayendo hacia la tierra allá en la lejanía. Hoy ya no invito a mis amigos. Con mis diez y seis años, el rostro de mujer que busco tras la ventana, es mi secreto y mi obsesión. Subo al árbol, especialmente en la tarde cuando regreso del colegio y mis padres están trabajando. El árbol ha abierto con sus gruesas ramas, un espacio donde ubico unas tablas como mesa e instalo el telescopio pequeño y el catalejo, unos cojines de espuma como asientos, una caja donde guardo algunas cosas y un plástico transparente como techo que lo quito y lo pongo de acuerdo al clima.

La imagen de ese rostro que se esconde detrás de la ventana no me deja pensar, tengo que hacer esfuerzo para estudiar, pues amo a mis padres y lo que menos quiero es ser su problema. Era el mejor de la clase, sin embargo, en este período he bajado mis notas.

– Está enamorado, decía mi padre a los maestros.

– Eso sí es cosa seria, sostuvo uno de ellos.

Ella se mueve como una sombra tras las cortinas de ese apartamento. La presiento, es una mujer joven, puedo oler su aroma, la veo en la delicadeza de sus manos cuando derrama el agua sobre las plantas del balcón.

– No hay más remedio, debo ir al edificio a constatar esta imagen que me intriga, me llena de dudas y me absorbe.

– ¿Cómo lo encontrarás?, preguntó mi padre.

– La señal es un escudo que se ubicaba en la parte alta y un techo triangular como las casas inglesas; tiene un portal muy grande a la entrada, una aldaba gruesa y una argolla metálica para llamar que abran.

Fuimos los dos con la fotografía que le había tomado al edificio. Fue fácil encontrarlo. No sabíamos cómo entrar. Mi padre golpeó con la argolla de acero y un poco tenso esperó con curiosidad. Una mujer anciana salió por la ventaba del segundo piso y gritó:

– ¡Qué necesitan!

– Un apartamento en arriendo, vengo de la provincia y quiero estudiar en la Universidad.

– Hablen con el administrador que vive en la casa de al lado, en el primer piso.

Mi padre abordó a un señor que salía apresurado por el portal de la casa contigua. Lo saludó amablemente.

– Necesito un apartamento para mi hijo, dicen que hay uno en este edificio. Ojalá sea en la parte alta.

Se quedó pensando y contestó: “Hay uno en el séptimo. Vengan conmigo”.

Mientras caminaba delante de nosotros, decía sin mirarnos.

– Aquí no hay portería, la puerta queda abierta de siete a ocho de la mañana, y de cuatro a seis de la tarde.

Tomábamos un ascensor viejo que nos subió lento hasta una buena altura y se trabó en el sexto piso. El administrador, comentó malgeniado algunas cosas, como si hablase solo. Le tocó una y otra vez un botón hasta que se arregló. Entramos al apartamento, era muy pequeño, pero nos gustó a los dos.

– ¿Quién vive en el último piso?

– El señor Gadner. Es alemán.

– Y … ¿Con quién vive?, pregunté.

– Mmmm, pensó el administrador. No sé … Vive solo.

– Si alguien se va a quedar hasta más tarde, debe llamar a un familiar o amigo para que le abra la puerta.

– Bueno… ¿Y cómo hacen los que viven solos?

– Me piden a mi que les abra la puerta, nadie puede tener llave. Es por seguridad.

En este momento lo llamaron por algo urgente.

– Mírenlo con calma, dijo. Ya vuelvo. De lo contrario, solo cierran.

– Gracias, contestamos al unísono.

Mi padre me miró con picardía y yo salí corriendo para el octavo piso. Empecé a golpear la puerta. Pero nadie contestó. Volví a hacerlo más fuerte y sólo sentí como que alguien se levantaba de la cama.

Regresamos a la casa con el lógico discurso de mi padre,

– A veces las apariencias parecen realidades, mucho más, cuando se mira desde lejos con un par de lentes. Entonces, habita un espíritu, como dice mi amigo Alberto. Los espíritus sólo habitan en la mente de los sujetos. La muerte es un estado del que nunca vuelven.

De todas maneras, quedó preocupado y con la decisión de ir sólo nuevamente al otro día, pues ya sabía las horas en que quedaba abierta la puerta.

– Te invito a verla desde el árbol, le dije.

– ¡No puede ser!, gritó. Sí. Es una mujer la que se mueve, entra y sale del balcón. Allí vive alguien más, pero ¿por qué se esconde?

– Iremos mañana nuevamente.

Alberto y Juan, le habían pedido que los dejara ver las estrellas con el telescopio. Subieron al árbol que ya se había convertido en una moderna casa de investigación astronómica, pues tenía gradas de madera, puerta y ventanas, un techito con tejas de barro y un piso más amplio donde había una colchoneta y una extensión eléctrica con un bombillo, una cafetera y tres tazas. Era sencillamente ensoñador estar en este lugar; la paz en armonía con la naturaleza hacían liviana y agradable cualquier soledad.

Ahora la ventana del último de los apartamentos de este edificio estaba iluminada, pero no estaba la mujer. Había confirmado que ella salía durante el día. Esta estancia solitaria simbolizada por una luz única conmueve toda mirada. Aunque estábamos muy cerca unos de otros, seguíamos siendo tres islas que ven la noche ensimismados. Parecería que dentro duerme ese apartamento con una lámpara de luz amarillenta. Ya descarté que estoy loco, pues mi padre también la vio.

– Entonces es un espíritu, me dije.

Era otro día y fui solo. Hoy sabré la verdad… Subí y nuevamente di tres golpes a la puerta. Sabía que ella estaba allí. Miré por la hendija de la puerta y le dije:

– Yo la conozco y sé que está encerrada y sola, permítame ser su amigo, la miro desde mi casa todos los días, sólo quiero hablar con usted, sencillamente deseo conocerla y ayudarla, no puede estar sola y encerrada, puede confiar en mí.

Sentí que algo se movía dentro. Unos pasos en puntas de pie, como si se tratará de una mascota, un gato o un perro o una persona que no quería hacer ruido.

– Yo me llamo Camilo. Tengo 16 años y la he descubierto con mis catalejos. Tiene que confiar en alguien si necesita ayuda.

El largo silencio fue interrumpido por el sonido de la lluvia que caía inmisericorde sobre el techo, entre ese infernal ruido, unos golpecitos desde dentro de la puerta y una voz casi imperceptible de una mujer que decía:

– ¿Estás allí?

– Sí, le contesté, lleno de alegría. ¿Cómo te llamas?

– Me llamo Beatriz y tengo quince años.

Por debajo de la puerta salió un papel que decía: “No vuelvas por favor, puedes complicarme la vida y tú corres mucho peligro. Busca en Santa Ana, México, a una señora que se llama Betty Arciniegas Apráez. Soy la de la foto cuando era bebé. En esa dirección, entrégale esa fotografía. Ella te contará todo.

– Quiero verte, sólo te acercas al balcón, quiero ver tu rostro.

– Sí, lo haré; pero no vuelvas, te estoy viendo por el ojo de la puerta. Te llamas Camilo y ya eres mi amigo, veo en tus ojos la sinceridad que necesito.

– ¿Por qué te encuentras encerrada? ¿Con quién vives?

– Ella te lo dirá todo lo que necesitas saber. Habla únicamente con ella; no le cuentes a nadie que me has visto.

– Haré sólo lo que tú me digas. Prométeme que te acercarás al balcón.

Subí al árbol con mi padre, direccioné al balcón mi catalejo y la vimos como una aparición, como un ángel con su cabello dorado, con su rostro hermoso y su cuerpo esbelto, levantó la mano y sacudió el cabello. La lluvia la obligó a esconderse. Pero yo había descansado, la había visto.

– ¿Cómo llegó a ese encierro?

Sólo mi padre podía ayudarme, sólo en él podía confiar. Le conté lo que hablé con ella, haciéndole prometer que no debía decirle nada a las autoridades. El padre lo escuchaba y se entusiasmaba con su hijo. Esto es una aventura.

– ¿Por qué te interesas tanto por ella? Te has enamorado de un fantasma.

– Sí, le confesé, pero también me has enseñado a ayudar inteligentemente a quien esté en dificultades. “Si nos causamos daño no podemos ayudar”, repitieron juntos y rieron a carcajadas. Era la consigna del abuelo y una ley que se estableció en toda la familia.

Mi padre decidió ayudarme. Esa misma noche buscaron el nombre de la señora en internet. Con sorpresa, encontraron una cantidad de anuncios sobre la búsqueda de una niña de once años, raptada por su padre en México. Daba todas las referencias y solicitaba ayuda al mundo entero para encontrar su paradero.

El padre la llamó al celular mencionado en los anuncios. Le contaron que tenían información segura de su hija, pero le pusieron como condición que no informara a las autoridades ni a nadie, esa es la solicitud que había hecho Beatriz. Ella anunció su viaje al otro día y el padre le dijo que lo llamara cuando se encuentre en la ciudad. Así fue. La recogieron en el aeropuerto, se trataba de una señora muy dulce. Mi padre presentó a Camilo como el chico que la descubrió. Ella lo abrazó llorando y muy agradecida.

– Éramos una familia feliz. Él se enamoró de otra persona y yo pedí mi separación legal, por este motivo. Beatriz lo adoraba y él a la niña.

Nos contó la historia: él es abogado como ella. Pasó un mes doloroso, la niña lloraba noche y día por su padre, se sentía culpable, pero sabía que esa racha de sufrimiento iba a pasar, también lo amaba y lo extrañaba mucho. El tiempo se volvió lento y pesado sin saber de él, se hacía la fuerte, para que su hija no se alterara. La incluyó en cursos de piano y danza para que esté ocupada su mente, sin embargo, lloraba hasta en la escuela.

Este día terrible, Beatriz salía del colegio y nunca regresó a la casa. Se adelantaron todos los procesos jurídicos en este caso. Llamaba al celular del padre de la niña sin respuesta alguna. Todo hacía sospechar que él la secuestró. Hasta el momento, sollozando, las autoridades no tenían información alguna.

– Lo que yo viví, amigos, con la incertidumbre y la ausencia de mi hija, no tiene nombre, por eso quiero que él pague su culpa. Voy a informar a la Fiscalía.

– Yo me opuse rotundamente y mi padre también.

– No puede hacer eso. Beatriz solicitó que no se informe a nadie. Me sentí desvalido, entendí que lo que Beatriz quería era no hacerle daño a su padre, porque ella lo amaba. Admirando la serenidad de mi padre, me retiré de la discusión con evidente disgusto con su madre; quería llorar, me desesperé, entendiendo que Beatriz era víctima de la irresponsabilidad de un padre desquiciado.

Cuando llegué, mi padre me abrazó y la señora también, dijo que a pesar de que él merecía todo el castigo por el sufrimiento que les causó cuando le quitó a su hija sin importarle nada, la promesa que yo le hice a Beatriz, contenía de base muchas hermosas cosas. La señora seguía llorando y se enfurecía cada vez que recordaba su dolor. Yo la comprendía y la admiraba cada vez, era una mujer inteligente y sabia, que amaba a su hija más que a nadie en el mundo. Ese es el precio de su sacrificio.

Busqué la llave maestra con la que por primera vez abrí el portal del edificio.

– Háblale tú, dijo la señora cuando llegamos a la puerta del edificio.

– Hola, Beatriz, soy Camilo; estoy con tu madre.

Se oyó un quejido y luego un grito. Voy a abrir el apartamento con la llave maestra.

– ¡Mamá! ¡Mamá!, gritaba Beatriz.

– ¡Hija mía… mi bebé, te encontré después de tanto tiempo. Te encontré mi vida y no me iré sin abrazarte!

– Beatriz, vamos a tratar de abrir la puerta, dije. Se oían solo sollozos.

Yo, introduje con delicadeza la llave maestra, con precisión, el trabajo era lento y de concentración. La chapa sonaba un poco, pero no se abría hasta que en la siguiente vuelta, saltó el ajuste y sentí que la puerta se abría.

Madre e hija se abrazaron, Betty la acariciaba como si fuera la primera vez. La apretaba en sus brazos y se separaba para mirarla a los ojos como reconociéndola. Beatriz, hacía lo mismo ininterrumpidamente. Antes de que llegue su exesposo y después de mucho análisis, madre e hija llegaron a una conclusión.

– Si quieres, te quedas con tu padre, mi amor; si él te permite el derecho que tienes a estudiar y a ser libre como cualquier persona normal.

– Mi padre se encuentra trastornado, te extraña mucho; me ha pagado cursos de piano y danza aquí en la casa. Y cuando viene, trata de llenar los vacíos con alimentación y dinero. Le he explicado que sufro mucho y que esta no es la vida que quiero, pero llora también y dice que no puede vivir sin mí. Que no puede hacer otra cosa.

– Es irracional, es un chantaje lo que hace.

– Madre, no puedo vivir si tengo ausente a uno de los dos; por favor no se separen. Seguía llorando sin consuelo.

– No llores, mi amor, dijo Betty; arreglaremos esto de la mejor manera.

– Entonces, quiero irme contigo, no aguanto más, vámonos antes de que llegue.

Betty tomó fuerzas y le advirtió:

– Vamos a afrontar esto las dos, frente a tu padre. Nunca hables de las personas que nos ayudaron. Les pedimos el favor que nos dejen solas. Yo sabré cómo decirle, que los investigadores encontraron a mi niña, sin mencionar sus nombres. De todas maneras, gracias Camilo; eres muy buena persona y gracias señor por colaborarnos.

Después de cuatro años de casados, Beatriz y yo, recordamos este lejano hecho.

– Beatriz, decía: “¿Te acuerdas, amor? Cuando mi padre nos encontró abrazadas frente al apartamento, demoró en creer que mi madre lo haya descubierto, estaba en el apartamento donde jamás esperó que llegue. Mi padre temblaba. Mi madre, lo saludó pacíficamente:

– ¡Hola Gustavo!

– ¿Cómo llegaste hasta aquí?, preguntó, temblando, mi padre.

– Los detectives privados hicieron su trabajo, le dijo. ¿Sabes que secuestraste a tu propia hija durante cuatro años, impidiéndole su desarrollo académico y personal? ¿Sabes que has cometido muchos delitos? Estoy aquí para que definamos este asunto, como personas civilizadas y pensando en el bienestar de nuestra hija.

– No me la vas a quitar, dijo Gustavo.

– Es mi hija también y no puedo seguir viviendo sin ella. Tú ya la disfrutaste cuatro años, aunque la mantuviste presa y no puedes hacerlo toda la vida. No te he denunciado ante nadie. Nadie sabe que estoy aquí, así puedes matarme si quieres; pero no voy a irme de aquí sin ella.

– ¡No me la quites!, decía descontrolado. Mi padre seguía temblando y se enterneció y lloró, se acercó lento y las abrazó también.

Regresamos y hoy lo estamos visitando en un centro de recuperación.

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