SOUVENIRS MUSICALES DE LA GUERRA DE LOS MIL DÍAS
Serie 'El sonar de la violencia y del malestar social en Colombia' - Parte 2
Por:
Sergio Ospina Romero

Las guerras son eventos lamentables desde cualquier punto de vista. A la vez que sirven para aglutinar los sentimientos y los miedos más infames que tiene a su disposición el ser humano, suelen ser un laboratorio de atrocidades cuyas secuelas son a menudo simplemente inenarrables, en especial al ponderar el dolor y la deshumanización que dejan tras de sí. Eventualmente, las guerras terminan. Los beligerantes de poltrona, es decir, aquellos políticos que nunca viven en carne propia los horrores del campo de batalla vuelven como si nada a sus rutinas y a sus andanzas, mientras que a las familias de los verdaderos combatientes —a menudo los más pobres entre los pobres— no les queda otro remedio que enterrar a sus muertos… y a veces ni siquiera eso. Pasa el tiempo, y las guerras se convierten en historia y en recuerdos materiales útiles (y a menudo rentables) para faenas políticas, académicas y turísticas. Al mismo tiempo que evocar las guerras del pasado sirve como estrategia retórica para convocar nuevas guerras y nuevas atrocidades, la belicosidad de los conflictos viene como anillo al dedo para libros, películas, museos y toda clase de souvenirs.
En ocasiones las guerras también nos dejan música. A veces se trata de fórmulas melódicas emblemáticas para comunicar mensajes inequívocos a las tropas, como el sonido de la diana para despertarse y formar filas, o los pífanos y tambores que, con cierto aire de tenebrosidad, solían acompañar los fusilamientos; también hay cientos de composiciones gestadas al fragor de los conflictos. Algunas de estas son reminiscencias nostálgicas de sentimientos o sensaciones que experimentaban los músicos al tenor de la guerra y para lo cual las palabras simplemente no eran suficientes. Tal fue el caso, por ejemplo, con Le Tombeau de Couperin, la suite para piano que Maurice Ravel escribió siendo parte del ejército francés durante la Primera Guerra Mundial, amargamente inspirada en la muerte trágica de varios de sus amigos. Otras composiciones, en cambio, fueron un intento por describir por medio de la música el acontecer mismo en el campo de batalla, como lo hizo Tom Wiggins en The Battle of Manassas, una pieza para piano que retrata con una creatividad y precisión desbordantes el primero de los grandes combates en la Guerra de Secesión.
Colombia también ha sufrido (y sigue sufriendo) guerras lamentables, y hasta el día de hoy, los patrones de privilegio de antaño que establecen quiénes ponen los muertos y quiénes obtienen las ganancias políticas siguen prácticamente intactos. Una de las guerras más cruentas en la historia del país, cocinada lentamente luego de varias décadas de guerras civiles sin resolución efectiva, fue la famosa Guerra de los Mil Días, aquella con la que Colombia inauguró su siglo XX y fruto de la cual perdió el territorio de Panamá. De esa guerra conocemos dos obras musicales, ambas concebidas originalmente para piano, pero que pocos relacionan —o relacionarían— con la barbarie de dos batallas atroces, las mismas que estas obras llevan en sus títulos: Peralonso y Palonegro.
Como muchos otros conflictos que han desangrado al país, la Guerra de los Mil Días se nutrió del antagonismo entre las dos facciones políticas que se disputaban las riendas del gobierno: los liberales y los conservadores. Dependiendo de quien comandase el gobierno de turno unos hacían de oficialistas y los otros de rebeldes. Para este momento eran los conservadores quienes ostentaban el poder, por lo que fueron los liberales quienes tomaron la iniciativa en los hostigamientos que desembocaron en la primera de estas batallas, ocurrida justamente cerca del río Peralonso, en Norte de Santander, el 15 y 16 de diciembre de 1899. Los liberales se autoproclamaron vencedores luego de que lograron dividir las tropas del gobierno, controlar varios de los territorios circundantes y reclutar más ‘soldados’ para su causa. Pero la dicha y la ventaja para las toldas liberales no habría de durar mucho. Para febrero ya escaseaban los suministros, los hombres y las ideas, mientras que el ejército del gobierno iba fortaleciéndose cada vez más. Así las cosas, cuando finalmente se enfrentaron de nuevo a mediados de mayo de 1900, en las inmediaciones de Palonegro, cerca de Bucaramanga, la vulnerabilidad de los unos y la ventaja militar de los otros permitían presagiar con facilidad el desenlace. Y en efecto, los conservadores se alzaron esta vez con la victoria, si es que así se puede llamar una masacre a sangre y fuego que al final dejó un saldo tan inexacto como horripilante de entre 3.000 y 5.000 muertos, la mayoría de ellos, por supuesto, campesinos pobres de la región.
Peralonso es un pasillo y Palonegro es un bambuco, el primero, obra de Carmen Manrique Garay y, el segundo, de José Eleuterio Suárez. Cada uno es un emblema de la guerra, una forma de ‘celebrar’ o de hacer un monumento musical para evocar las victorias respectivas en cada batalla. Pero a diferencia de la melancolía o hasta la rabia que por momentos transluce la música de Ravel o de la decodificación pianística del combate al estilo de Wiggins, la música en Peralonso y Palonegro no pareciera tener nada que ver, en principio, con la guerra ni con la barbarie de aquellos días sangrientos. Por el contrario, su forma y sus contornos melódicos y armónicos parecen reflejar más los parámetros que se venían estableciendo por aquel entonces a la hora de crear piezas musicales que satisficieran simultáneamente las aspiraciones europeizantes de ‘alta cultura’ y el imperativo de tener sonoridades criollas o costumbristas. Pero tales elecciones estéticas no eran solo la prerrogativa de Manrique ni de Suárez. Parecen ser más bien un síntoma de una tendencia que empezaba a tomar forma en el ámbito de la naciente ‘música colombiana’ y que, como veremos en las siguientes entregas en esta serie, habría de consolidarse en el siglo XX: la recurrente indiferencia al conflicto y al dolor que dejan la guerra y la violencia.
