Por:
Jorge Luis Piedrahita Pazmiño

Por eso se dice que el que controla el campo, controla la paz. En punto de la conflictividad y violencia, se hace improrrogable lograrla en aquellas zonas y para las poblaciones que carecen de acceso integral a la tierra para lograr una vida digna y sostenible.
El conflicto interno hunde sus raíces en la cuestión agraria. Allá se originan y se resuelven las frustraciones y tragedias nacionales. En el 2020, el Premio Nobel de Paz lo ganó el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas. Ya lo habían discernido a Borlaug, por optimizar el cultivo del trigo y el maíz en México. En la Geopolítica del hambre, texto clásico del brasileño Josué de Castro se echa de ver que el hambre es un problema político, sensiblemente en el tercer mundo. Y en Colombia el tema lo han examinado todos los historiógrafos y hombres de Estado.
La campaña del Pacto Histórico y su candidato presidencial GUSTAVO PETRO han venido reclamando el catastro multipropósito, sin latifundio improductivo en tierras fértiles a través de los impuestos y distribución equitativa de la tierra. La tierra más fértil del país generaría empleo para millones de familias desplazadas de sus tierras, cooperativas de productores agrarios y demás actores rurales.
Se deben recuperar y titular quince millones de hectáreas improductivas para la agricultura sostenible. También democratizar el espacio urbano para lograr ciudades más humanas. Garantizar la seguridad alimenticia. Avanzar hacia el cierre de la brecha de desigualdad en la tenencia y uso de la tierra y el agua, a través de una reforma agraria y acuaria. Garantizar el derecho a la tierra para las familias rurales, la formalización de la propiedad y evitar la expansión indiscriminada de la frontera agraria y la colonización de baldíos.
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Ya desde el desalojo originario de tierras por parte de los invasores europeos y la creación de instituciones como la encomienda, el repartimiento, el resguardo, el requerimiento, se fue gestando un voltaje alrededor de la tenencia de la tierra que fue generando su crisis permanente. Prohibida estratégicamente la esclavitud de los indígenas, los encomenderos idearon nuevas alas de sometimiento aborigen con mayor usura. Los indígenas fueron compelidos a trabajar, sin remuneración, a cambio de dispensas rudimentarias y una caritativa evangelización. No hubo sino un paso para enseñorearse la servidumbre.
Por ello es que la experticia histórica de Colombia arroja que cuando se pretende hacer una reforma agraria son los terratenientes quienes se apresuran a legalizar de cualquier modo la tenencia –y siempre con métodos violentos- para amurallar sus intereses patrimoniales del embate “incorizador”, verbo de raigambre estrictamente colombiano.
La guerra de independencia fue auspiciada principalmente por los hacendados de las regiones, que se habían adjudicado y seguían y siguen apropiados de las tierras que la Corona española había expropiado por conquista; las reformas liberales de mitad del siglo XIX afianzaron la propiedad privada sobre los resguardos indígenas y tierras de la iglesia, que avalaban su labor social; la revolución liberal de López Pumarejo, con la ley 200 de 1936, legalizó por prescripción, “labor y posada” los baldíos ilegalmente apropiados, y la reforma agraria malograda del Frente Nacional, condujo a la expulsión de arrendatarios y aparceros para prevenir la intervención del Incora.
Durante el último medio siglo, los ahogos por tierras entre campesinos y grandes propietarios no han sido ni siquiera auscultados debidamente por la reforma agraria, sino que han sido aprovechados y jalonados por las guerrillas y los paramilitares para disputar dominios armados, sustrayendo los derechos rurales y desplazando la población. A su vez, los terratenientes y grandes propietarios, incluidas las mafias que se hicieron a las tierras, han aprovechado la presencia de ilegales para provocar respuestas represivas de acción militar contra los campesinos que reclaman sus derechos a la tierra.
A comienzos del siglo XX las coordenadas de la cuestión agraria giraban en la adjudicación de tierras baldías. Fue decisión estatal dilapidar enormes extensiones donándolas a militares, políticos, amigos, paniaguados, pago de concesiones a vías públicas y ayuda a los municipios, a los departamentos y a la Iglesia. Sesenta millones de hectáreas entre 1903 y 2012.
Jesús Antonio Bejarano concluyó que la adjudicación de baldíos se hizo en forma de herradura. No se promovieron asentamientos en las cercanías de los sitios ya poblados sino “hacia la conquista de la selva”. Es decir, un desarrollo que no se hizo a costa de latifundios y sabanas llaneras.
La pendencia no se limita solamente al tamaño, sino a la estructura misma en la que se desenvolvía su lucro económico. Uno de los propósitos fue promover que los excedentes poblacionales fluyeran hacia la periferia.
El sistema de explotación económica y humana giró en torno de la mentada servidumbre. Colonos que se desplazaban hacia la selva, que luego de un tiempo devolvían el fundo al titular con pastos para ganadería. En las áreas cafeteras se intentó la aparcería, extraño negocio en el que el trabajador asume la mayor pérdida en caso de siniestro. Pequeños arrendatarios que explotaban la tierra del dueño y que recibían como pago el producto de pequeñas parcelas en las que solo se permitían actividades de pancoger. No se generó una estructura basada por ejemplo en el salario, desaprovechando la posibilidad de generar una masa formal de campesinos consumidores que abrieran la puerta a la industrialización. Ni de lejos se aprovechó la experiencia de algunos de los tigres asiáticos que crecieron luego de una reforma agraria modernizadora. Acá se generó riqueza rentística pero no se creó capital.
Añádase un régimen tributario territorial que abroquela la valorización vegetativa y la inmovilidad del mercado de tierras, meros lotes de engorde. Todo redondeado con la inexistencia de un catastro creíble.
La ley 200 de 36, declaró que la propiedad debía cumplir una función social, lo cual implicaba que las tierras ociosas en manos de los terratenientes debían ser repartidas entre colonos. La tierra para el que la trabaja parecía ser la consigna reivindicadora.
Fue una maniobra desesperada que buscaba una mayor productividad del campo, al tiempo que trataba de reconocer sus derechos (incluido el de sindicalizar) a los arrendatarios y a los trabajadores rurales. Pero la reforma fue saboteada –como no podía ser menos- por los terratenientes en combinación con el conservatismo y con la derecha liberal y los “factores reales de poder”.
Con el Frente Nacional, hicieron su nefasta aparición los movimientos de autodefensa campesina cuyo propósito era lograr acceso a la tierra en condiciones dignas. Por ello es que la mayoría de los historiadores afirman que este embrión que se convertiría en FARC tenía características genuinamente reivindicativas, pero en medio de la lucha política y con la situación creada por la guerra fría, comenzó un proceso de politización auspiciado por el partido comunista. De igual modo, la réplica de la derecha, calificando esas concentraciones campesinas como “repúblicas independientes”, terminó en una larga confrontación militar que aún no termina.
A pretexto de propender por una legítima autodefensa ante la persistencia de la violencia guerrillera, conjuntos de propietarios fundaron grupos armados enderezados a su supervivencia. Pero aún si ello hubiera sido cierto en un principio, muy pronto degeneraron en apéndices del narcotráfico, que terminaron en cadena de despojos de tierras.
Esta alianza perversa entre narcotraficantes, paramilitares, parapolíticos y toda la dehesa de terratenientes expropiaron millones de hectáreas a los campesinos que fueron víctimas igualmente del más desalmado desplazamiento de sus terruños favoreciendo el monopolio del binomio ganadería y biocombustibles.
Surge así la contrarreforma agraria que se aceleró durante los últimos 20 años. De los 19 millones de hectáreas destinadas a la ganadería se pasó a 40 millones, y de las 14 millones de hectáreas con vocación agrícola se redujo a 5 millones.
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El exparamilitar Pitirri dice ladinamente que la contrarreforma agraria mediante desplazamiento y despojo fue un plan premeditado: unos iban matando, otros iban comprando y los últimos iban legalizando.
Y la inefable e insufrible senadora Cabal, contrapone a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, otra que neutraliza su efecto devolutivo, al tiempo que los ejércitos anti-restitución hacen perversa presencia y muchos de los líderes sociales asesinados eran los voceros de reclamantes de tierra. El llamado Centro Democrático también hundió la ley que creaba la especialidad agraria, enderezada a validar jurídicamente procesos de restitución, asignación y formalización de tierras. Legisladores en causa propia versus campesinos desahuciados y desvalidos.
La felonía del gobierno era proponer una constituyente que busca hacer trizas los acuerdos del Colón, blindando el latifundismo rentista, patrocinados por los usurpadores de tierras, enllavados con el crimen.
Todo lo que se pactó de buena fe y garantizado por la opinión internacional, el gobierno uribista lo traduce tartufamente en un riesgo dizque para “la certidumbre jurídica del campo”, tentativa de expropiación y un trasnochado y caricaturesco castrochavismo. La ley 200 de hace más de 80 años resulta confiscatoria y agresora para esta secta cercana a la caverna. ¡La propia Constitución regeneradora de 1886 es una amenaza para el uribismo!
En lo que el texto dice explotación productiva del suelo, acceso a la tierra como medio de hacer justicia y economía campesina en convivencia con la agroindustria, el gobierno entiende intimación a la propiedad privada.
Los verdaderos entendidos leyeron que en los pactos o acuerdos de El Colón no hay nada de cláusulas revolucionarias, ni confiscatorias, ni expropiatorias. Naciones Unidas (PNUD), la Misión Agraria, el Acuerdo de Paz son concordes en recuperar la noción de desarrollo modulado desde el Estado, que los antojos del mercado sepultaron desde 1990. Y ante todo en reconocer que la paz pasa por resolver el conflicto agrario.
Absalón Machado, en su investigación Una ruralidad posible, enseña que el modelo de tenencia y uso de la tierra es obstáculo para el desarrollo del campo, signado por una concentración de la propiedad casi única en el mundo, por proliferación del minifundio y miseria.
Problema histórico agudizado en las últimas décadas por el despojo y el desplazamiento violento a manos de narcos y paramilitares, frecuentes aliados de la aristocracia política y empresarial. A ello se suma el uso irracional del suelo, donde el latifundio improductivo y la ganadería extensiva reducen la explotación agrícola a un mínimo de las tierras aptas para cultivar.
El 81 % de las fincas tienen menos de diez hectáreas y sólo ocupan el 5 % del área en producción. Y el privilegio fiscal de los señores de la tierra, que pagan impuestos irrisorios, o ninguno, gracias a que catastro no hay. Ilegalidad en la adquisición de la gran propiedad e informalidad en la pequeña, son los pilares del régimen de propiedad en el campo.
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Distribuir la tierra en función del desarrollo, la productividad y la equidad; reconocerle al campesino derecho a la vida, a la dignidad y al ejercicio de la política; sustituir cultivos ilícitos por proyectos productivos.
En fin, cambiar el orden edificado sobre el despojo y la violencia, prerrogativa de los de siempre, por un plan de desarrollo rural de largo aliento. Modesto reformismo liberal que, en país avasallado por el oscurantismo uribista, resulta desafiante.
La restitución de tierras despojadas, ya en marcha; la formalización de la propiedad campesina hecha por barrido territorial, y la recuperación de baldíos ilegalmente privatizados, que fueron robados a sus verdaderos destinatarios, los ocupantes campesinos, para integrar el fondo de tierras para distribución, son la tríada que haría posible una verdadera reforma agraria.
La apropiación privada de baldíos contó con la complicidad de jueces, notarios y registradores, y ha sido la manera histórica de generación de derechos de propiedad a partir de la colonización inicial, sancionada por la costumbre y la inacción estatal para administrar y adjudicar los baldíos. En su mayor parte, el Estado deberá consolidar esos derechos de propiedad en cabeza de quienes han desarrollado la producción agraria, han pagado impuestos y generado empleo, aún si para hacerlo debe adjudicar o legalizar extensiones superiores a las previstas para la reforma agraria, conocidas como la Unidad Agrícola Familiar (UAF).