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EL ENTIERRO DE “LA BOLA ROJA” (CUENTO INÉDITO)

IDEAS CIRCULANTES

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Por:

Graciela Sánchez Narváez

 

Graciela Sánchez Narváez

 

 

Los primeros registros que tal vez, se encontraron sobre el cuento fueron los relacionados con los cuentos populares cuya condición esencial era el relato de acontecimientos relacionados con la cotidianidad y con personajes comunes y corrientes que pertenecían al pueblo. La obra de Jorge Amado es un ejemplo del relato sobre la Cultura Popular. Este es un cuento de mi autoría, que intenta narrar acontecimientos de esta clase de cultura.

 

El entierro de “La Bola Roja”

 

–¡Señora alcaldesa, buenos días!, gritaba y lloraba alguien, agarrada de uno de los teléfonos de la oficina de comunicaciones que recientemente se había instalado en la vereda. Al oírla, quienes esperaban hacer su llamada, cuchicheaban preguntándose sobre lo que le acontecía.

– ¡Ha muerto mi madre! ¿la recuerda? La llamaban “La Bola Roja”; ella votó por usted, alcaldesa, ella la recibió en nuestra casa cuando fue a hacer campaña para su gobierno. Nosotros invitamos a votar por usted, a todos nuestros amigos y vecinos, sollozaba sin consuelo la joven.

– Ahora, queremos que nos ayude enviándonos un ataúd para enterrarla, no tenemos plata para comprarlo y, si nos puede conseguir un dinerito, le agradeceríamos también. Son sólo $ 26.000 pesos, que el padre Vicente nos cobra por la misita.

Al otro lado del teléfono, había un sepulcral y largo silencio. La alcaldesa no entendía nada, sin embargo, contestó:

– Si ya me acuerdo. ¡Lo siento mucho! Bueno, yo solo puedo darle el ataúd; aquí en la alcaldía hay uno, precisamente para las personas que no tienen recursos. Se lo enviaré en la ambulancia.

La joven lloró compulsivamente:

– ¡Ayúdenos para la misa, queremos enterrarla como la cristiana que fue y no como si se tratara de un animalito!

Quienes la escuchaban, lloraban también.

– Bueno… bueno, ya le mando el ataúd y le enviaré, a nivel personal, el costo de la misa.

– Gracias doctora, esperamos entonces la ambulancia.

– Listo amiga… ¡Lo siento mucho!

Un camino pequeño que baja desde la carretera central, donde se encuentra la oficina de comunicaciones, conduce hasta una casa que se derrite por el tiempo como si fuera un terrón de azúcar. Es aquí donde vive la familia de Bertilda, apodada “la Bola Roja”. En la parte baja hay una cocina con piso de tierra y una hornilla que se prende y apaga con la necesidad de quien prepara los alimentos. En este momento, alguien se encuentra encorvada sobre ella, soplando por un tubo para tratar de mantener el fuego de los gruesos leños que se cruzan y empiezan a prenderse. Llora en silencio y prepara café para toda la gente que llega a presentar sus condolencias.

El patio, empedrado irregularmente, está lleno de gente hablando de la muerte de “la Bola Roja”. Se trata de los vecinos y familiares que se obligan a asistir en estos casos, como un acto de solidaridad. Vestidos de negro, los hombres, toman y comparten el aguardiente casero que llevan debajo de la ruana, pues esta costumbre es parte de la ritualidad entre vecinos, cuando alguien fallece.

Todos los habitantes del pueblo conocen los secretos de esta casa, pero la alcaldesa, el juez, el notario, el médico y el sacerdote, que vienen de otros lugares, jamás sospecharon que en una de las cinco habitaciones de esta casa, a punto de caerse, se detuviera un río que parecería salir desde dentro de la tierra, como un fenómeno natural, como un monstruo que rugiera siempre y no durmiera nunca. Cuando lo vieron, llamados por el sonido que se produjo al abrir la puerta, todos quedaron asombrados.

– ¿Cómo pueden vivir con este ruido y en este peligro?, preguntó el médico.

El río castigaba con fuerza unas piedras cilíndricas que, sobre un eje central, giraban en sentido opuesto la una de la otra para triturar los granos que por años llevaban los campesinos para moler y obtener la harina que sustentaba a sus familias y al pueblo entero. Su agua, espumosa y fuerte, a veces parecía que se escondía en algún profundo hueco y desde allí soltaba toda su furia. Por este mecanismo artesanal, el molino de piedra, proveía de harina a toda la región; sus habitantes llegaban a esta casa como si se tratara de la suya. Doña Mercedes era la dueña y madre adoptiva de “la Bola Roja”.

Todos los días a las cinco de la mañana, los clientes llegaban a moler.

– ¡Doña Mercedes! –gritaban. Ella lanzaba por la pequeña ventana de su alcoba una llave con la que abrían la puerta y empezaban a moler el cargamento que traían los caballos. Más tarde, Mercedes desayunaba con ellos y les cobraba por el uso del molino. Por lo general, le dejaban algo del producto que molían y reían por los chistes que contaban en medio del sonido ensordecedor que producía el río y las piedras, triturando cada grano.

La estatura de Bertilda era de un metro y treinta centímetros. Sus condiciones no correspondían de ninguna manera al síndrome de enanismo o algo parecido, era sencillamente una persona muy bajita, obesa y con mejillas coloradas, de aquí su apodo de “la Bola Roja”.

Doña Mercedes, recibió a Bertilda desde bebé. Nadie quería hacerse cargo de ella cuando falleció su madre el día del parto. Poco a poco, se constituyó en su compañera, pues por su viudez temprana debía cuidar sola de otras propiedades que tenía. Por esto, a veces, se ausentaba por días enteros y ella debía hacerse cargo de todo lo que su madre adoptiva le encomendaba.

Mercedes heredó de sus padres la casa, los terrenos, el molino y muchos otros bienes. Afortunadamente no quedó sola; en su casa vivían otras personas que habían llegado accidentalmente, como Bertilda.

– Cualquier día, un niño llegó con un anciano, pidiéndonos posada por una noche, pero ese mismo día murió el abuelo en nuestra casa, le contó doña Mercedes al cura párroco.

– ¡Qué podíamos hacer sino criarlo como hijo. El niño se quedó viviendo en esta casa para siempre!

Cuando murió doña Mercedes, según el notario, todo estaba escriturado a un señor Venancio que todos conocían. Bertilda solo era dueña de la casa del molino. Uno de esos días, cuando Bertilda, se quedó sola en esta casa, sintió los pasos de alguien que se acercaba sigilosamente. Ella se escondió, pero cuando vio que se trataba de don Alberto, amigo de la casa le abrió la puerta.

– El me miraba raro, dijo Bertilda cuando le contaba la historia a su madre adoptiva. Mercedes supo que no tuvo que usar la violencia para abusar de una persona tan pequeña y desvalida, lo hizo mientras el viento gritaba en la montaña y una lluvia de hojas del árbol de laurel caía inerme sobre el piso. De los dos encuentros con este mismo hombre, la Bola Roja fue madre de dos hijas. Una de ellas es quien le pedía a la alcaldesa que le regalara el ataúd para enterrar a su madre y la otra, quien se había casado con un hombre de muy poco juicio, tampoco había tenido mejor suerte.

Mientras el patio se llenaba de oraciones, letanías y rosarios, el cadáver de la Bola Roja se encontraba envuelto en una sábana con cuatro cirios que el vecindario había donado como homenaje a quien fue una gran amiga.

El sonido ensordecedor de la bocina de una ambulancia llenó el ambiente. Todos se levantaron presurosos, sabían que ella traía el ataúd que mandaba la alcaldesa, pero lo que nunca imaginaron es que fuera tan grande. Normalmente un ataúd mide como máximo dos metros, pero éste medía 2,20. Muchos protestaron enfadados, otros reían haciendo chistes con el humor negro que caracteriza a los pueblos. Y es que no era para menos: la Bola Roja medía 1,30 m. de estatura. Los camilleros de la ambulancia, después de tanta discusión y de llamar a la alcaldesa por lo sucedido, bajaron el ataúd y lo dejaron en el patio.

La comunidad presente, especialmente los hombres que estaban tomando licor, como era costumbre en estos casos, se fueron alterando poco a poco. El primero en hablar fue el profesor Franco, quien dirigiéndose a una de las hijas habló duro:

– Hay que ser prácticos, ustedes no tienen dinero para comprar otro ataúd. ¿Qué importa que sea grande o pequeño? En nada afecta el tamaño del ataúd, ni a los vivos ni a la muerta.

La hija empezó a llorar y a lamentarse.

– ¡Pobre madrecita mía! Todo lo que sufrió en vida por su estatura y hasta en el momento de su muerte es motivo de burlas y de risas, no es justo, esta pobreza nos ha castigado siempre.

– Ella tiene razón, usted parece que no conoce a la gente de nuestro pueblo. Me imagino la burla de que será objeto la fallecida si la enterramos en ese ataúd tan grande. Veamos cómo podemos recaudar un dinero para buscarle un ataúd adecuado, dijo el juez.

Llamaron a una funeraria para solicitar un ataúd con pequeñas dimensiones.

– Sí es posible, les contestó amablemente el encargado, pero les dijo que no tenía uno tan pequeño, porque ningún habitante era de ese tamaño; por tal motivo, les ofrecía uno de niño, que tenía las medidas de la señora.

La hija volvió a llorar diciendo:

– Tampoco le sirve a mi madrecita, ella es mucho más gorda.

Pasaban las horas y no había una decisión segura, hasta que con el aporte ciudadano se completó el precio; entonces delegaron a dos personas para que compraran el ataúd pequeño. Sin embargo, un anciano, que era el eterno notario del pueblo, dijo:

– ¡Cómo se les ocurre enterrar a la señora en ese ataúd! ¡La risa del pueblo va a ser unánime!

La hija, que lloraba y gritaba desesperada, decía:

– Por favor, no más discusiones. Mi madre merece respeto, su espíritu lo está oyendo todo. Le hemos ofrecido el “copal” como a una diosa, con las fragancias escogidas, ellas subliman la oración y la alabanza, hemos alejado los malos espíritus, y ustedes discutiendo frente a ella. Sólo les pido que respeten nuestra decisión y no se burlen de mi madre con comentarios innecesarios.

El notario se levantó de la silla difícilmente, se acercó a la hija que sollozaba y se lamentaba sobre la dificultad con los ataúdes y con una voz carrasposa, les dijo a todos:

– Ella tiene razón. En nada nos favorece este bochornoso espectáculo.

– Se cree que cuando se trata de lo que pensamos sobre los muertos todo es irracional. Muchas veces, se dice que a quien llevamos flores y vamos a visitar en el cementerio no está allí y la persona ya no existe, pero los recuerdos permanecen y ellos son los que hacen existir a esa persona. Su memoria, el respeto y la consideración con los muertos es el lugar que les da la sociedad y la familia. Somos quienes somos por las relaciones que hemos tenido en sociedad, si las mantenemos en nuestro recuerdo, es una forma de no permitir que ellos mueran definitivamente. Solo quedará de nosotros lo que hemos hecho para los demás, dijo el sacerdote.

Ya habían pasado dos días con sus noches, velando el cadáver. En ese momento llegó la alcaldesa que, al ser llamada por el inspector, quería entender de quién se trataba y por qué había transcurrido tanto tiempo sin poder enterrar a la señora, pues ella ya había enviado el ataúd. El inspector le explicó todo.

Entró a la habitación donde estaba el cadáver. Saludó a todos y después de acercarse al cuerpo de la difunta lo comprendió todo. Rezó unas oraciones y también se dirigió a todos diciendo:

– Lo siento mucho, pero ese ataúd es lo único que hay.

Detrás de ella, entró un joven que, por su traje, era un chico de ciudad, algo así como un universitario de esos que han recorrido el mundo con los libros. Muy respetuoso se presentó:

– Estoy en este pueblo haciendo unas investigaciones sobre la vegetación del lugar. Si aceptan mi humilde opinión, considero que con tres días de mantener el cadáver sobre esa mesa ya empieza a descomponerse y hay necesidad de enterrarlo; por esto les aconsejo que no tengan en cuenta ni el ataúd grande ni el pequeño para doña Bertilda. Vamos a sacarla en las tablas sobre las que la tenemos recostada, así como está, vestida con el hábito de la Virgen del Carmen que ustedes le han colocado. Pienso que la gente que vea pasar el cadáver la despedirá así, como ella fue y no desde un cajón que la encierre y la esconda hasta en el momento de su entierro.

– Señora alcaldesa, esta es una vereda del municipio que usted gobierna. Ya la honramos con incienso y lociones, debido al estado de descomposición que tiene el cadáver, dijo el sacerdote. No estoy de acuerdo con lo que el investigador dice. Hay que tener respeto por el cadáver. Pongamos una cuota entre todos y mandemos a realizar un nuevo ataúd, adecuado con su tamaño.

La hija intervino nuevamente:

– Se demoran dos días en hacerlo y ya hemos pasado tres con sus noches, discutiendo sobre el mismo tema. Estoy de acuerdo con lo que dice el muchacho.

Se levantaron todos y así lo hicieron. El investigador ayudó a cargar el cuerpo en las tablas sobre las que estaba recostado. El desfile lo comenzaron dos niñas vestidas de blanco llevando una fotografía de la fallecida; era en blanco y negro y no era la mejor que tenía. Detrás, cuatro hombres cargaban el cuerpo de doña Bertilda, vestida como la Virgen del Carmen. Seguía el sacerdote con su sotana blanca y su bonete, iba en medio de dos acólitos. Uno sacudía la campana que anunciaba el desfile y otro llevaba el incienso en una copa metálica, que hacía girar de derecha a izquierda, como péndulo, atada a una gruesa cadena. Luego se ubicaron las dos hijas, la primera del brazo de su esposo y con sus tres hijos y, la segunda, del brazo de un vecino. Al final, caminaban todos los habitantes de la vereda.

Para llegar al templo, el desfile debía atravesar todo el pueblo. Allí se celebraría la misa para luego llevar el cuerpo hasta el cementerio.

Contra todo pronóstico, la actitud de las gentes del pueblo, al ver el cadáver de doña Bertilda sin ataúd, fue tan piadosa y devota, que las personas que estaban en las puertas y en los andenes para opinar sobre este engorroso lío, caían de rodillas, inclinando la cabeza en señal de respeto.

Fue así como el entierro de Bertilda ocupó la atención de todos los habitantes del pueblo. Durante varios días, dio mucho qué decir de quien humilde y silenciosamente desgarró y desnudó el alma de las gentes que la conocieron en esta región olvidada. Había fundado Bertilda otra forma de enterrar los cuerpos inermes asaltados por la muerte. Fueron las cuatro tablas en las que permaneció acostado su cuerpo sin vida, las que se armaron y se blindaron como un ataúd allá en su tumba, y fueron las piedras dispuestas en el camposanto las que sellaron su pequeño imperio.

 

Era la misma persona pequeñita, que en vida fue ignorada y tomada como motivo de burlas y humillaciones, la que hoy, cuando está sin vida, deja en su aldea el brillo de sus alas de luna y el recuerdo de una figura infantil con corazón de oro.

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