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EL BAOBAB DEL RACISMO

“El suelo del planeta del principito estaba infestado de semillas de baobabs que si no se arrancan acabando de surgir y en cuanto se les reconoce, pueden cubrir todo el planeta...

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Por:

J. Mauricio Chaves-Bustos

 

J. Mauricio Chaves-Bustos

 

El 25 de febrero abrió sus puertas en Cartagena la marca de ropa Baobab, como es costumbre en estos eventos, el jet set criollo se reúne para admirar, chismosear, comer ricos canapés y desabridos cocteles gratuitamente. El evento hubiese pasado desapercibido sino fuese porque a algunos transeúntes les llamó mucho la atención ver a una serie de influenciadoras blancas y rubias, ataviadas con la ropa de dicha marca, siendo acompañadas por palenqueras negras, algunas portando una especie de antorcha, para ser conducidas hasta la tienda que se inauguraba. Es decir, se revivió una escena del odioso coloniaje que muestra amas y esclavas, en donde las primeras gozan de todos los privilegios, mientras las segundas deben esperar afuera, como efectivamente sucedió, mientras hay diversión a granel dentro del recinto.

Realmente, no es de extrañar. Cartagena es una de las ciudades donde aún campea el racismo a flor de piel, así como en muchas otras ciudades colombianas que posan de blancas, donde pareciera que la conquista de los derechos civiles no son más que una anécdota en una vieja cartilla de historia que nadie consulta, ya que la historia oficial es la que importa, la que blanquea y postula endogamias para enaltecer apellidos y blasones.

Cartagena celebra el Hay Festival, un evento donde la crema y nata de los escritores colombianos se reúne con sus pares extranjeros, ahí no caben los escritores veredales o de provincia, a quienes el poder de las letras no les ha permitido traspasar las fronteras imaginadas de los cenáculos intelectuales criollos, ahí no caben los escritores negros o indígenas para universalizar la palabra desde las alteridades.

Cartagena celebra un festival de música donde las melodiosas notas europeas son las que imperan, ahí al bullerengue y a la salsa se les pone límites, porque no se puede ingresar a los recintos sino se tiene el smoking o la guayabera -su reemplazo criollo, estampado su clasismo en los costos inasequibles para la gran mayoría-.

Muchos de esos eventos se realizan a puerta cerrada, por eso cuando se habla de la ciudad amurallada no se está haciendo alusión metafórica a algo que fue y ya no es, al contrario, aún hoy se cierran puertas para que “los nadies” no molesten a las personas de librea, corbatín, Tcherassis y Baobabs, para aquellos que no saben levantar el dedo cuando toman champán o confunden los cubiertos y cucharas para comer una arepa de huevo, tan democrática como el sol que a todos pega.

Durante algún tiempo fue la ciudad donde más me tocó llevar a cabo procesos de diálogo para la construcción de paz; en una ocasión, en uno de los finos hoteles que se reserva el derecho de admisión -lugar por demás que había sido contratado para llevar a cabo un taller con mujeres de escasos recursos, víctimas de violencia sexual-, tuve que rogarle a un mesero para que atendiera a una de las asistentes y a su niño aún en brazos, ya que con seguridad le parecía inadmisible atender a una mujer que vivía, posiblemente, en su mismo barrio. La cuestión se fue en amenazas y tuve que parármele hasta el gerente para que las mujeres asistentes fuesen tratadas dignamente.

Recientemente la vicepresidenta de Colombia, Francia Márquez, nuevamente fue agredida por quienes posan de blancos emparentados de cabales y leones, simplemente porque usaba un helicóptero para trasladarse a su lugar de residencia, un fino condominio en donde muchos la prefieren tener como sirviente que como vecina. Y muchos aseguran con firmeza que en Colombia no existe racismo, que el clasismo es un sofisma de mamertos, que la desigualdad es un invento marxista-leninista-trotskista-chavista-moralista.

Cabe recordar, en nuestro adorado Sur, cuando la fiesta de la afrocolombianidad la celebraban en y desde la teológica ciudad de Pasto, haciendo que los habitantes del litoral recóndito nariñense se desplazaran hasta la gélida capital, para ahí celebrarles el día en que en esta patria un día se abolió la esclavitud, ya que les parecía, con seguridad innoble que los hijos de don Lorenzo emprendieran camino hacia lo por ellos desconocido. Ese es el racismo rampante que existe y frente al cual hay o normalización o negacionismo,  cuando los hechos concretos muestran todo lo contrario. No sobra hacer memoria y recordar que en plena pandemia del Covid-19 muchos pastusos pusieron el grito en el cielo porque era necesario llevar pacientes del Pacífico nariñense a Pasto.

Frente a lo sucedido en Cartagena, en Popayán, en Pasto, en la Colombia blanca de títulos y abolengos, no resta sino decir como en El Principito frente a lo que se puede seguir regando: “El suelo del planeta del principito estaba infestado de semillas de baobabs que si no se arrancan acabando de surgir y en cuanto se les reconoce, pueden cubrir todo el planeta, perforarlo con sus raíces y, si el planeta es muy pequeño y los baobabs son muchos, lo hacen estallar.”

 

 

 

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